La Caridad en la vida del cristiano y de la comunidad parroquial
Queridos diocesanos: sacerdotes, diáconos, religiosos/as y laicos.
1. Saludo e introducción.
Os saludo de corazón a todos en el Señor Jesús cuando nos disponemos a comenzar un nuevo curso pastoral, un nuevo hito en nuestro caminar como Iglesia peregrina de Segorbe-Castellón al servicio de la evangelización. Jesús nos invita de nuevo a salir a la misión. Su mandato sigue vivo y actual. Como entonces, Él nos dice hoy: “Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt 28,19-20). Esta misión es lo que nos identifica como cristianos, como parroquias y comunidades cristianas, y como Iglesia diocesana.
Puede que estemos cansados de la brega misionera y un tanto desalentados por la aparente o real escasez de la pesca en un contexto tan poco propicio para hablar de Dios y para llevar a las personas al encuentro transformador y salvador con Jesucristo. Sólo Dios conoce los frutos de la misión. Por ello, a pesar de que las condiciones personales, comunitarias, sociales y ambientales no sean favorables –como en aquella ocasión no lo eran para la pesca-, Jesús nos dice: “Echad vuestras redes para la pesca” (Lc 5, 4). Y como Pedro, fiados del Señor y confiados en su palabra, le decimos: “Por tu palabra, echaré las redes” (Lc 5, 5). Y lo hacemos con la alegría y la confianza de saber que Dios nos ama, pues somos su Iglesia, de que el Señor ha resucitado y vive entre nosotros, y que nos acompaña en nuestra brega pastoral por la acción silenciosa, pero real, del Espíritu Santo. El Espíritu es nuestra fuerza, nuestra fortaleza y nuestra esperanza.
Os presento y ofrezco la programación diocesana para el presente curso pastoral. Lo hago con la confianza de que la acogeréis cordialmente y os pondréis mano a la obra para llevarla a la vida de las comunidades, asociaciones y movimientos, y, en especial, de las comunidades parroquiales. En este sentido, los párrocos, ayudados por los consejos de pastoral, tenéis una especial responsabilidad para que esta programación no quede en papel mojado, sino que se convierta en viva realidad. Os lo agradezco de corazón y doy gracias a Dios por todos vosotros, por vuestro trabajo pastoral y por vuestra vida entregada, gastada y desgastada, al servicio de la misión.
Este es ya el sexto año en la aplicación de nuestro Plan Diocesano de Pastoral (2014-2021). Es bueno recordar que su objetivo general es trabajar unidos “por una parroquia evangelizada y evangelizadora”. Es el camino que el Señor nos ha señalado. Él mismo nos llama y nos impulsa por la fuerza del Espíritu Santo a trabajar sin descanso para hacer de nuestras parroquias verdaderas comunidades evangelizadas y evangelizadoras, comunidades vivas desde el Señor y misioneras hacia adentro y hacia afuera, en una misión dirigida a todos sin excepción y, en especial, a los pobres y desfavorecidos; en una palabra, deseamos ayudar a nuestras parroquias para que sean de verdad comunidades de discípulos misioneros del Señor. No podemos quedarnos en el mantenimiento. Acojamos la invitación del papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium, y digamos no a la acedia egoísta, a nuestras tibiezas y al pesimismo estéril, y apostemos por una espiritualidad misionera, basada en las relaciones nuevas que genera Jesucristo (cf. EG nn. 78-92). El Señor nos llama a través de su Iglesia a una decidida e impostergable conversión pastoral.
Los años pasados nos hemos centrado en el anuncio de la Palabra y en la Liturgia. Respecto de la primera nos fijamos especialmente en el primer anuncio, en el kerigma: es decir, en anunciar que Jesucristo ha muerto y ha resucitado para mostrarnos y darnos el amor de Dios, la vida misma de Dios; en relación con la Liturgia, nos centrábamos el curso pasado especialmente en la Eucaristía, fuente y cima de la vida de la Iglesia, de todo cristiano y toda comunidad parroquial; en ella se actualiza y se hace presente la muerte y resurrección del Señor; lo anunciado en el kerigma se hace actual y llega a nosotros en cada santa Misa. Ahora toca centrarnos en la Caridad, que junto con el anuncio de la Palabra y su celebración en la Liturgia, son las tres dimensiones, elementos o ámbitos esenciales de la vida y la misión de la Iglesia. Ninguno de estos elementos puede faltar en la vida de todo cristiano –discípulo misionero del Señor-, de toda comunidad parroquial –presencia del amor de Dios en el pueblo o en el barrio- y, por supuesto, de la misma Iglesia diocesana –donde se realiza la Iglesia del Señor-. El amor de Dios anunciado y celebrado ha de ser vivido y testimoniado por la caridad. Esta es la misión de cada cristiano y de cada comunidad eclesial, a la que somos enviados al final de cada Eucaristía.
La Caridad es el cuarto objetivo de nuestro Plan de pastoral que nos llama a “vivir el mandamiento del amor y el compromiso por la justicia como servicio a los más necesitados y testimonio de fe”. Por su amplitud y para no dispersarnos, en este curso nos vamos a fijar en la caridad; el próximo lo dedicaremos al compromiso por la justicia. Este curso, el Señor nos llama a una sincera conversión al amor de Dios y a Dios, y, desde ahí, al amor al prójimo; es decir, estamos llamados a abrir nuestros corazones al amor de Dios que nos perdona, sana, salva, transforma y capacita para descubrir y vivir el amor al prójimo desde la escuela del lavatorio de los pies del Cenáculo. Hacemos nuestras las palabras de Jesús en la última Cena con sus Apóstoles: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34).
A este objetivo central hemos añadido, dos objetivos específicos, que nos vienen dados por la Iglesia universal y por la Iglesia en España. Bien entendidos y llevados a cabo, ambos nos ayudarán a profundizar en nuestro objetivo central. Se trata del mes misionero extraordinario en octubre de este año 2019, convocado por el papa Francisco para toda la Iglesia, bajo el lema: “Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en misión en el mundo”; y de la preparación diocesana del Congreso Nacional del Laicado, que se celebrará en el mes de febrero de 2020 en Madrid, convocado por la Conferencia Episcopal Española. El primero nos ayudará a profundizar en la misión recibida de Jesús a la que estamos llamados todos los bautizados y que no es otra que hacer partícipes a todos de la buena Noticia, del amor de Dios mostrado y ofrecido en Jesús; y el segundo ayudará a fortalecer a los laicos en su corresponsabilidad en la misión en la Iglesia, y en especial en el mundo.
Fijémonos brevemente en algunos puntos fundamentales de la caridad, que considero importantes para nuestro objetivo central para este curso.
2. La Caridad: don de Dios y tarea nuestra.
Cuando hablamos de caridad corremos el peligro de pensar en nuestras obras de caridad, en nuestras limosnas o en las obras de nuestras cáritas diocesana, parroquiales o arciprestales. De este modo pensamos que la caridad cristiana es fundamentalmente una obra humana, personal o institucional. Olvidamos que ésta es sólo una de sus dimensiones; corremos así el peligro de dejar de lado su fundamento primero, su fuente permanente, su forma existencial y su fin último, que no son otro sino Dios mismo.
Dios nos ‘primerea’ (Francisco), Él va por delante de nosotros. Nuestro amor a Él y al prójimo es respuesta al amor previo de Dios hacia nosotros. “Dios es amor” (1Jn 4,8) y “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). De ahí la necesidad de volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, de convertirnos constantemente a Dios y a su amor en Cristo para poder amar, como Él nos ha amado, para que nuestra caridad sea cristiana.
Dios mismo, el amor de Dios es la fuente de la caridad cristiana. Como nos ha dicho el papa Francisco “nunca debemos olvidar… que la caridad tiene su origen y su esencia en Dios mismo. La caridad es el abrazo de Dios nuestro Padre a todo hombre, especialmente a los últimos y a los que sufren, que ocupan un lugar preferencial en su corazón. Si consideramos la caridad como una prestación, la Iglesia se convertiría en una agencia humanitaria y el servicio de la caridad en su ‘departamento de logística’. Pero la Iglesia no es nada de todo esto, es algo diferente y mucho más grande: es, en Cristo, la señal y el instrumento del amor de Dios por la humanidad y por toda la creación, nuestra casa común” (Francisco, Discurso a Caritas internationalis de 27.05.2019).
La caridad cristiana es, antes de nada, este amor de Dios recibido de Él y ofrecido a Él y al prójimo por Él. El amor es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, su promesa y nuestra esperanza. Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est, quiso hacer una presentación viva del misterio del amor divino, a fin de suscitar un nuevo dinamismo de respuesta amorosa de los hombres (n. 1). El amor divino es un don totalmente gratuito, es “gracia” (cháris) recibida, cuyo origen es el amor que brota del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros, sobre toda la humanidad. Es entrega de la misma comunión trinitaria de la cual nace la caridad cristiana. Es amor creador, por el que hemos sido hechos, somos y existimos; es amor liberador, redentor y salvador, por el cual se nos perdonado nuestros pecados, hemos sido reconciliados, ha quedado vencida la muerte y hemos sido recreados. Es un amor compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad.
Este amor es anunciado y realizado por Cristo hasta el extremo de dar su vida por Cristo para reunir a los hijos dispersos (cf. Jn 13, 1). En toda su vida pública Jesús, mediante la predicación del Evangelio y los signos milagrosos, anunció la bondad y la misericordia del Padre para con el hombre. Esta misión alcanzó su culmen en el Gólgota, donde Cristo crucificado reveló el rostro de Dios, para que el hombre, contemplando la cruz, pueda reconocer la plenitud del amor (cf. Deus caritas est, 12). En su amor, Dios acogió el sacrificio de su Hijo, y lo resucitó, para que todo el que crea en él tenga vida eterna.
Este amor divino ha sido “derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” que se nos ha dado en el bautismo (Rm 5, 5). El Espíritu Santo, que es amor personal y recíproco del Padre y del Hijo, es fuente permanente del amor en la Iglesia, en cada comunidad parroquial y en cada uno de sus miembros. Él es el manantial de la cohesión entre los miembros de la Iglesia y la fuente del amor y del servicio de la caridad de los cristianos. El amor es el primero de los frutos del Espíritu Santo (cf. Gal 5,22). Podrá afligirnos la fuerza que cobran en nuestro mundo la indiferencia, el odio, el egoísmo, la pobreza, la injusticia y la violencia. Sabemos que el Señor, que murió por amor, nos ha enviado su Espíritu, que es más fuerte que este círculo inhumano, que nunca podrá extinguir el amor de Dios ni neutralizarlo sobre la faz de la tierra. El Espíritu es un fermento de amor escondido las entrañas de la historia. Cada creyente lleva dentro de sí una porción de este fermento renovador. La misma Iglesia, una vez recibido el Espíritu Santo en Pentecostés, se presenta ante el mundo como el fruto maravilloso de la caridad divina. Ella es obra de la Trinidad Santa y, por lo mismo, está modelada, vivificada y sellada como misterio de comunión y misión.
3. La Eucaristía: fuente permanente de la Caridad.
El mismo Jesús quiso quedarse en la Eucaristía como fuente permanente de la caridad. En la Eucaristía actualizamos, en efecto, el memorial de la Pascua de Jesús, de la entrega total de Jesús en la Cruz por amor a todos los hombres y de su Resurrección para que en Él todos tengamos Vida, la vida misma del Amor de Dios. Además, él mismo Jesucristo se nos da como comida y bebida que nos comunican el amor de Dios. Cada vez que recibimos a Jesús en la comunión de su Cuerpo, Jesús se une a nosotros. Si Jesús se une a cada uno de los que comulgamos y nos atrae hacia sí, todos los que comulgamos quedamos unidos en Él y en su amor. Ambas cosas no se pueden separar. Amor de Dios y amor fraterno son inseparables.
La participación en la Eucaristía crea y recrea los lazos de amor y de fraternidad entre los que comulgan, sin distinción de personas, de razas y de condiciones sociales. La comunión con Cristo es siempre comunión con su cuerpo que es la Iglesia, como recuerda el apóstol san Pablo diciendo: “El pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Porque todos los que participamos de un solo pan, aun siendo muchos, formamos un solo pan y un solo cuerpo” (1 Co 10, 16-17). La Eucaristía transforma a un simple grupo de personas en comunidad eclesial: la Eucaristía hace la Iglesia, hace la comunidad cristiana. Es Cristo resucitado quien se hace presente entre nosotros hoy y nos reúne a su alrededor. Alimentándonos de él nos vemos liberados de los vínculos del individualismo y del egoísmo y, por medio de la comunión con él, nos convertimos, juntos, en una cosa sola, en su Cuerpo místico. Así quedan superadas las diferencias debidas a la profesión, a la clase social o a la nacionalidad, porque descubrimos que somos miembros de una única gran familia, la de los hijos de Dios, en la que a cada uno se le da una gracia particular para la utilidad común.
Cada vez que participamos en la santa Misa y nos alimentamos del Cuerpo de Cristo, Jesús y del Espíritu Santo obra en nosotros, plasma y transforma nuestro corazón, nos comunica actitudes interiores que se traducen en comportamientos según el Evangelio. Alimentándonos del cuerpo de Cristo, acogemos la vida de Dios y aprendemos a mirar la realidad con sus ojos, abandonando la lógica del mundo para seguir la lógica divina del don y de la gratuidad. Cuando recibimos a Cristo, quedamos transformados por el amor de Cristo; el amor de Dios se expande en lo íntimo de nuestro ser, modifica radicalmente nuestro corazón y nos hace capaces de actitudes y gestos que, por la fuerza difusiva del bien, pueden transformar la vida de nuestras comunidades, de nuestras familias, de nuestra Iglesia diocesana, de nuestro presbiterio, de quienes están a nuestro lado y de nuestra sociedad. Para el discípulo de Jesús el testimonio de la caridad no es un sentimiento pasajero ni una obra caritativa puntual sino, al contrario, es lo que plasma toda su vida en toda circunstancia, haciendo de ella una existencia eucarística.
4. El mandamiento nuevo del amor.
De la Eucaristía brota el mandamiento nuevo del amor. Es precisamente en la última Cena de Jesús con sus Apóstoles, al instituir la Eucaristía, cuando él les dice: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13, 34). El mandamiento nuevo no es, pues, una obligación moral, sino una necesidad existencial para todo cristiano que recibe a Cristo en la Eucaristía y para toda comunidad cristiana que se deja evangelizar por Cristo Eucaristía. Por todo ello, celebrar la santa Misa y comulgar el cuerpo de Cristo tiene unas exigencias concretas para nuestra vida cotidiana, tanto para cada uno de los cristianos como para toda comunidad eclesial. Estamos llamados a vivir y ser testigos del amor que Jesús nos ha dado, para que el amor de Dios llegue a todos, pues a todos está destinado.
El amor de Dios, celebrado y recibido en la Eucaristía, ha de llegar a todos, en especial a los excluidos de nuestra sociedad y del mundo entero, para que todos formen parte de la nueva fraternidad creada por el Jesús. Quien en la comunión comparte el amor de Cristo es enviado a ser su testigo compartiendo su pan, su dinero, su tiempo y su vida con el que está a su lado, con el necesitado no sólo de pan sino también de cultura y de Dios: los enfermos, los pobres, los mayores abandonados, los marginados y excluidos, los drogadictos y alcohólicos, los indomiciliados, reclusos, emigrantes o parados…
Las necesidades y la pobreza de numerosos hombres y mujeres nos interpelan profundamente: cada día es Cristo mismo quien, en los pobres, nos pide que le demos de comer y de beber; en los enfermos y encarcelados, que lo visitemos en los hospitales y en las cárceles; en los desnudos, que lo acojamos y lo vistamos (cf. Mt 25, 31-40). “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40), nos dice Jesús. En el amor a los pobres y necesitados amamos mismo Jesús; este amor es la prueba de que nuestro amor a Dios es verdadero y auténtico (cf. 1 Jn 3, 13-19).
La Eucaristía celebrada y participada nos hace capaces y nos llama a ser también nosotros –cristianos y comunidades cristianas- pan partido para los hermanos, saliendo al encuentro de sus necesidades para llevarles el amor de Dios recibido. Por esto una celebración eucarística que no lleve a encontrarse con los hombres allí donde viven, trabajan y sufren, para llevarles el amor de Dios, no manifiesta la verdad que encierra. Para ser fieles al misterio que se celebra en los altares, como nos exhorta el apóstol san Pablo, debemos ofrecer nuestro cuerpo, nuestro ser, como sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Los gestos de compartir crean comunión, renuevan el tejido de las relaciones interpersonales, inclinándolas a la gratuidad y al don, y permiten la construcción de la civilización del amor. Si vivimos realmente como discípulos del Dios-caridad, ayudaremos a los todos cuantos nos rodean a descubrir que son hermanos e hijos del único Padre.
5. Exhortación final.
No dudemos que el Señor ha resucitado: Él está siempre en medio de nosotros, nos alimenta con la Eucaristía y nos acompaña con la fuerza de su Espíritu para ser testigos e instrumentos de su amor. María, la mujer eucarística, nos enseña a hacer de nuestra vida una existencia entregada al servicio de amor a Dios y a los hermanos, en especial a los más necesitados, cercanos o lejanos. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera” de la caridad (EG 109). Somos la Iglesia del Señor; sabemos bien de quien nos hemos fiado.
Pongo este curso dedicado a la Caridad bajo la protección de nuestros patronos, la Virgen de la Cueva Santa, la mujer eucarística, y de San Pascual Bailón, el santo de la Eucaristía hecha servicio humilde en el amor a los más necesitados.
En Castellón de la Plana 1 de septiembre de 2019.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón