Ordenación Diaconal en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Virgen
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 8 de diciembre de 2011
(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)
****
Amados hermanos todos en el Señor Jesús:
Os saludo cordialmente a cuantos habéis acudido a esta S. Iglesia Catedral de la Diócesis en Segorbe-Castellón para celebrar la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y la ordenación de diáconos de estos dos hermanos nuestros, Julio y David. Hoy es un día de intenso gozo espiritual. En este día contemplamos a la Virgen María, la más humilde y a la vez la más alta de todas las criaturas. Al gozo de esta Solemnidad se une nuestra alegría y nuestra acción de gracias a Dios por vuestra ordenación, queridos hijos. Con el salmista cantemos “al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 97) en María y porque a vosotros os concederá hoy la gracia del orden del diaconado.
Fijémonos primero en María, en el misterio de su Inmaculada Concepción. Este misterio nos recuerda dos verdades fundamentales de nuestra fe: ante todo el pecado original y, después, la victoria de la gracia de Cristo sobre él, victoria que resplandece de modo sublime y anticipado en María Santísima.
Hay muchos que se resisten a creer en el pecado original; lo consideran como una fábula, como una creencia infantil ya superada, como un leyenda propia de tiempos pasados e impropia del hombre ilustrado y moderno. Pero, por desgracia, “la existencia de lo que la Iglesia llama ‘pecado original’ es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y sobre todo dentro de nosotros mismos para descubrirla” (Benedicto XVI, Ángelus, 2008). La experiencia del mal y la tendencia al mal es real, consistente y persistente; una experiencia que se impone por sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede el mal? Para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal?
Las primeras páginas de la Sagrada Escritura (Gn 1-3), de la está tomada la primera lectura de este día, responden precisamente a esta pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana. El libro del Génesis comienza con el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios creó todo por amor y para que exista en el amor; en particular, Dios creó al hombre a su propia imagen y semejanza, como corona de la creación. Dios no creó la muerte, ni el pecado, ni el odio, ni el rencor, ni la mentira. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24), que, rebelándose contra Dios, engañó también a los hombres; el príncipe del mal les indujo a la rebelión contra Dios y a vivir sus propios caminos al margen de Dios; es decir, a la ilusión de ser dioses sin Dios.
Es el drama de la libertad humana; una libertad que Dios acepta hasta el fondo por amor, incluido el rechazo de su propio amor. Pero el amor de Dios es tan grande, tan profundo, tan radical y fiel, que no abandona al hombre ni tan siquiera cuando éste rechaza su amor. En el preciso instante, en que el hombre rechaza el amor de Dios, Dios mismo promete que habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza de la antigua serpiente (Gn 3, 15).
Desde el principio, María es la Mujer predestinada a ser madre del Redentor, madre de Aquel que se humilló hasta el extremo para devolvernos a nuestra dignidad original. Esta Mujer, a los ojos de Dios, tiene desde siempre un rostro y un nombre: es la “llena de gracia” (Lc 1, 28). María es la nueva Eva, esposa del nuevo Adán, destinada a ser madre de todos los redimidos. En la oración colecta de hoy hemos rezado y confesado que Dios “preparó una digna morada para su Hijo y, en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado”. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
El fundamento bíblico de la verdad de fe de la Inmaculada concepción se encuentra en las palabras del ángel: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María; es el nombre que le dio Dios mismo para indicar que, desde siempre y para siempre, es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso: es decir a Jesús, el Hijo de Dios, “el amor encarnado de Dios” (Deus caritas est, 12).
Por qué Dios escogió de entre todas las mujeres a María de Nazaret, es algo que pertenece al misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo, el Evangelio pone de relieve, ante todo, la humildad de la Virgen. Nos lo dice la misma Virgen en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, (…) porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46.48). Sí. Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30).
Ciertamente es así: la Virgen vive su existencia desde la verdad de su persona, que es la de toda persona humana. Y esta verdad sólo la descubre en Dios y en su amor. María sabe que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios sólo produce vacío existencial. Ella sabe que el fundamento de su ser no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios, desde Dios y para Dios. María, la mujer humilde, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande, se llena de Dios y queda engrandecida. La Virgen se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).
Maria, la Madre de Dios, es por su fe y por su santidad imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana. Esta ‘bendición’ es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo, siendo la esclava de Dios, la sierva de su Hijo, la servidora de la Iglesia y de la humanidad. Esta es también la vocación y la misión de nuestra Iglesia, de todos los bautizados: acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo “para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
Esta es vuestra vocación como diáconos y como futuros presbíteros. Las palabras del ángel “llena de gracia” encierran también el designio de Dios para todo ser humano, y para vosotros, queridos Julio y David. Dios Padre, que os ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales, que os ha elegido para que seáis “santos e inmaculados ante él por el amor’ (Ef 1, 4) y para que seáis sus hijos por vuestro bautismo, también os elegido para ser sus presbíteros. Y hoy, como paso, previo os concede la gracia, el don, el bien del diaconado.
Salvando las distancias la ternura de Dios con María, se ha va a realizar en también en vosotros. Como ella fuisteis elegidos y llamados por Dios. No por nuestros méritos, sino por puro amor de Dios. Como ella, habéis ido superando vuestros miedos y madurando vuestra llamada; como ella, habéis creído, esperado y amado a Dios y su Hijo, Jesucristo, y hoy le decís: “He aquí el siervo del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y, como en ella, mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a enviar sobre vosotros, queridos Julio y David, su Espíritu Santo, que en vuestro caso os va a consagrar como Diáconos, siervos de Dios, de su Jesucristo, de la Iglesia y de los hermanos.
Al ser ordenados de diáconos participaréis de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Resucitado para ser en la Iglesia y en el mundo signos e instrumentos de Cristo, que no vino «para ser servido sino para servir». El Señor imprimirá en vosotros una marca profunda e imborrable, que os hará para siempre conformes con Cristo Siervo. Hasta el último momento de vuestra vida seréis siempre por la ordenación y habréis de ser siempre con vuestra palabra y con vuestra vida signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
Como María, «los diáconos – enseña San Policarpo – son servidores de Dios y de Cristo y no de los hombres: ni calumnia, ni doblez, ni amor por el dinero; que sean castos en todo, compasivos, siempre diligentes según la verdad del Señor, que se ha hecho servidor de todos» (Ad Philipp., V,2).
Demos gracias al Padre que nos llena con sus dones y suscita vocaciones en medio de su pueblo, que son configurados con Cristo y ponen sus propias fuerzas a disposición de su Iglesia. Hoy es un día de acción de gracias, un día de alegría y de gozo: para la Iglesia entera, para nuestra Iglesia Diocesana, para el Seminario Diocesano ‘Redemptoris Mater’ y todos los responsables de vuestra formación, para vuestras comunidades del Camino Neocatecumenal y para cuantos han sido puntos de referencia en el discernimiento y maduración de vuestra vocación. Y -cómo no- también para vuestras familias.
Si acaso pudiera existir una ambición para el cristiano, pero sobre para el diácono, ésta debería ser el deseo de poder servir, como María. Al ser ordenado de diácono sois llamados, consagrados y enviados para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad. Fortalecidos con el don del Espíritu Santo, ayudaréis al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en ministerio de la caridad, mostrándoos servidores de todos.
Son tareas del Diácono la proclamación del Evangelio y también ayudar a los Presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. En la ceremonia de ordenación os entregaré a cada uno el Evangelio con estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado».
Para que vuestra proclamación y enseñanza de la Palabra de Dios sea creíble habéis de ser a la vez tierra buena, que acoja con fe viva el Evangelio que anunciáis y lo convirtáis en una fe vivida, que da buenos frutos. El mensajero del Evangelio ha de leer, escuchar, escrutar, estudiar, comprender, contemplar, asimilar y hacer vida propia la Palabra de Dios: el mensajero ha de dejarse guiar y conducir por la Palabra de Dios, de modo que ésta sea la luz para su vida, transforme sus propios criterios y le lleve a un estilo de vida según los postulados del Evangelio. Esto pide delicadeza espiritual y valentía para romper permanentemente con las cosas que creemos de valor y en realidad no lo tienen.
Sólo la mala tierra, la cerrazón del hombre, puede hacer infecunda la buena sementera de la Palabra de Dios, e impedir su salvación del pecado y del mal. Sólo nosotros con nuestro egoísmo y con nuestra ambición podemos apagar el resplandor divino en nuestros corazones, secar con nuestra soberbia y sensualidad las corrientes de aguas vivas que manan de la Jerusalén celestial y que nos llegan a través de la Iglesia.
La Palabra de Dios no es nuestra palabra, no es vuestra palabra. En último término, la Palabra de Dios es el Verbo de Dios mismo quien pasará, podemos decir «sacramentalmente», por medio de vuestros labios y de vuestra vida, como pasa por medio de los labios y de la vida de todo ministro sagrado. Seréis mensajeros de la Palabra de Dios tal como ésta ha sido siempre proclamada por la Iglesia, no con interpretaciones personales que miran a halagar los oídos de quienes la escuchan. La Palabra de Dios pide ser proclamada y enseñada sin reduccionismos, sin miedos y sin complejos ante la cultura dominante. No es la Palabra de Dios la que debe ser domesticada a fin de reducirla a nuestros gustos y comodidades, o adaptada a lo que se lleva: somos nosotros quienes debemos creer, crecer y ayudar a otros para que lleguen a desarrollarse según la medida de la Palabra.
Contemplemos hoy a María, la Inmaculada, en toda su hermosura y santidad. Pidamos a la Virgen Inmaculada, que se avive hoy en nosotros, y especialmente en vosotros, queridos hijos, la fe y el amor, el deseo de la santidad y amistad con Dios, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón, el deseo de ser siervos de Dios, de su Palabra, de su Hijo en el servicio a la Iglesia y a los hermanos
¡Que de manos de María sepáis acoger en nuestras vidas al Dios que os ama, hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de vuestra vida! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón