Domingo de la divina Misericordia
Queridos diocesanos:
Este segundo Domingo de Pascua celebramos el Domingo de la divina Misericordia. Así lo estableció san Juan Pablo II el año 2000. Ya durante la canonización de Sor Faustina Kowalska lo había presentado, como “una invitación perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina, las dificultades y las pruebas que esperan al género humano en los años venideros”. Ante la actual pandemia mundial del coronavirus podemos decir que fueron unas palabras proféticas. Hoy estamos invitados a contemplar y acoger la misericordia divina como don pascual, a experimentar personalmente el amor de Dios, a confiar plenamente en Él, y a ser misericordiosos, como el Padre, a través de nuestras palabras, acciones y oraciones.
En palabras del papa Francisco, el nombre de Dios es misericordia. En efecto: La misericordia es el nombre del amor divino en su aspecto más profundo, en su infinita capacidad de perdonar y en su disposición permanente para aliviar cualquier necesidad. La misericordia no es expresión de debilidad, sino la manifestación del amor que todo lo puede. Sólo el que es poderoso puede ser misericordioso. La misericordia divina es perdón, paciencia, ternura, bondad y ayuda. Dios, que es amor en sí mismo y en la Trinidad de personas, crea al ser humano por amor y para la vida en plenitud; es un amor eternamente fiel, que ama a su criatura incluso cuando se aleja de su Creador, que sale a su encuentro y la espera pacientemente, siempre dispuesto a perdonar; es un amor compasivo y misericordioso, entrañable como el de una madre, que sufre y se compadece ante cualquier sufrimiento humano.
Así se ha manifestado Dios en la historia de su Pueblo de Israel y lo ha hecho de modo definitivo en su Hijo, Jesucristo. La persona, las palabras, los gestos y las obras de Jesús, todo en Él nos habla de la misericordia de Dios. Él es la misericordia de Dios encarnada: habla con palabras de misericordia, contempla con ojos misericordiosos, actúa y cura movido por la compasión hacia los necesitados, los desheredados, los abatidos y los enfermos en el alma y en el cuerpo. La Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, es la manifestación suprema de la misericordia divina. Por amor misericordioso, el Padre envía a su Hijo al mundo para redimir y salvar a la humanidad; por amor a Dios y al ser humano, Cristo se ofrece al Padre hasta la muerte en la Cruz para la redención de los pecados; por amor, el Padre acoge y acepta la ofrenda de su Hijo y lo resucita; por amor, Cristo resucitado envía el Espíritu Santo, para que la vida nueva del Resucitado llegue a todo el que crea en Él.
“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 118, 1). Así cantamos en la octava de Pascua, recogiendo estas palabras de labios de Jesús, que ya resucitado, anuncia la gran y buena Noticia de la misericordia divina y confía a los Apóstoles el ministerio de llevarla a todos: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20, 21-23). Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la pasión, sobre todo la herida de su corazón: es la fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Jesús, crucificado y resucitado, que la derrama sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu Santo.
Jesús nos enseñó que quien recibe y experimenta la misericordia de Dios, está llamado a “usar misericordia” con los demás: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia. Jesús se inclinó hacia todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales. Así nos enseño el camino a sus discípulos.
La misericordia tiene también el rostro de la consolación. “Consolad, consolad a mi pueblo” (Is 40,1). Estas palabras tienen en la actual pandemia un eco y una vigencia muy especial para que el consuelo y la esperanza lleguen a todos cuantos la sufrimos y padecemos, de una y otra manera, de especial a los contagiados. No perdamos nunca la esperanza que proviene de la fe en el Señor resucitado. Tampoco en la actual tribulación debe decaer la certeza de que el Señor nos ama. Su consuelo se ha de expresar también en nuestra cercanía y en el apoyo a los enfermos y a los familiares de los fallecidos que pasan por momentos de especial dolor y aflicción, por no haber podido despedir a sus familiares fallecidos como hubieran deseado. Enjugar sus lágrimas es un modo concreto de ayudar a romper su soledad y a aliviarles en el duelo.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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