Mirar a Dios y tender la mano al pobre
Queridos diocesanos:
Celebramos la Jornada mundial de los pobres, inmersos en una segunda ola de la pandemia del Covid-19. El coronavirus nos sigue trastocando la vida todos los ámbitos, también en las actividades de nuestra Iglesia. Junto a la crisis sanitaria, el virus está provocando una profunda crisis económica, laboral y social en nuestra nación y en todo el mundo. Aquí nos dijeron alegremente que la pandemia estaba vencida y el virus nos ha devuelto a la cruda realidad. Aumentan los contagios y las muertes, vuelven las restricciones, crece el paro y el cierre de empresas, y, con ello, el número de los pobres y necesitados. Seguimos en la incertidumbre, vuelven la angustia, el miedo, la tristeza, y, en muchos, el desaliento y la desesperanza. ¿Qué hacer en esta situación?
El papa Francisco no se cansa de ofrecernos orientación y palabras de aliento para este tiempo. Una y otra vez nos recuerda que todos navegamos juntos en la misma barca, que nos necesitamos, que nadie se salva solo, que los muros caen, que somos frágiles y vulnerables, que la pandemia afecta a los más pobres de aquí y en otros países, y que, sobre todo, hemos de mirar a Dios y a los más necesitados. En su meditación pascual Un plan para resucitar nos decía: “El soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir ‘aquí estoy’ ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia”.
Este tiempo de pandemia debería servirnos para que la travesía por el desierto del coronavirus que recorre toda la humanidad no nos haga regresar al punto de partida como si nada hubiera pasado. Hay que insistir en la necesidad de reflexionar sobre el sentido de la vida y centrar la mirada en lo esencial. Lograr un futuro mejor, más humano, fraterno y solidario, depende de la decisión de contribuir entre todos a que todo sea ‘mejor’ a partir de ahora.
Para los cristianos esta determinación es fruto de una llamada esperanzada a arrimar el hombro uniendo fe y vida. Para ello debemos fijar nuestra mirada en Dios y con esta fe abrazar la esperanza del Reino de Dios que Jesús mismo nos ofrece: un Reino de sanación y de salvación que está ya presente en medio de nosotros; un Reino de justicia y de paz que se manifiesta con obras de caridad, que a su vez aumentan la esperanza y refuerzan la fe. El encuentro con Dios en Cristo aviva en nosotros la fe, la esperanza y el amor y nos impulsa a asumir un espíritu creativo y renovado ante esta situación. Así seremos capaces de transformar las raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales. Podremos sanar en profundidad las estructuras injustas y sus prácticas destructivas que nos separan los unos de los otros, amenazando la familia humana y nuestro planeta.
Contamos con la presencia permanente del Señor Resucitado, del soplo creativo del Espíritu y de la misericordia regeneradora del Padre. El salmo 26 nos anima a acoger su llamada: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿Quién me hará temblar”. Es hora, pues, de poner nuestra confianza en Dios, que está y lucha con nosotros, y nunca nos abandona; es hora de que cada uno diga “aquí estoy” y ponga de su parte lo que pueda con la generosidad propia de un discípulo misionero de Cristo; es la hora de la unidad y de la comunión, también de bienes, en la Iglesia. Responder a los desafíos de este momento histórico exige un paso al frente de cada uno de nosotros y que todos trabajemos para que el mundo sea más justo y fraterno, sin descartar a nadie. Por ello hemos de seguir ayudando a los que más sufren las consecuencias negativas de la pandemia.
La mies es abundante y todos somos necesarios a la hora de contribuir con nuestra oración, con nuestro espíritu fraterno y solidaridad económica y con el regalo de nuestro tiempo a otros en cualquier ámbito. Mirar a Dios no impide mirar al hombre concreto; al contrario, las dos cosas están estrechamente relacionadas. La oración a Dios y la solidaridad con los pobres y los que sufren son inseparables.
La Jornada mundial de los pobres de este año nos dice a todos: “tiende la mano al pobre” (cf. Si 7, 32). Estas palabras nos exhortan a poner nuestra mirada en lo esencial y a superar las barreras de la indiferencia. En cada uno de los pobres Jesús, el Señor, sale a nuestro encuentro. No les neguemos nuestra mano y nuestro amor.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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