Semana Santa de dolor y esperanza
Queridos diocesanos
Con corazón dolorido y apenado por la pandemia del coronavirus nos disponemos a celebrar la Semana Santa. Este año, su celebración va a ser muy especial por la situación que sufrimos de tanto dolor y sufrimiento, de oscuridad e incertidumbre, y por el necesario confinamiento en nuestras casas. Llevamos días de aislamiento, de silencio y de soledad; días de desierto y de auténtica penitencia, pero también días propicios para la escucha de la Palabra de Dios y la oración intensa por los fallecidos y sus familiares, por los contagiados y los sanitarios, por nuestros gobernantes y por cuantos están en la brecha para que no nos falte lo necesario. Están siendo días de experiencia de caridad en la atención a los contagiados, a los más vulnerables, a los ancianos y a los niños en sus casas, y en el ejercicio de nuestra responsabilidad para evitar los contagios.
Esta pandemia ha puesto ante nuestros ojos la verdad de nuestra condición humana, que, en nuestra autosuficiencia e individualismo, tantas veces olvidamos. Somos frágiles, débiles y mortales; no somos dueños de nuestras vidas ni todo está en nuestras manos. La ciencia y la técnica, pese a sus avances tan beneficiosos, tienen sus límites. Los seres humanos no somos individuos aislados, sino que dependemos los unos de los otros: somos seres sociales, llamados a la convivencia, a la responsabilidad recíproca y a la solidaridad. Estamos necesitados de la solidaridad y de la caridad de los hermanos; estamos necesitados de Dios, de su misericordia y de su amor.
¡Ojalá que en el silencio de estos días escuchemos la voz del Señor! Dios nos llama siempre, y más si cabe en esta situación, a volver nuestra mirada a Él y a los hermanos. Pongamos a Dios en el centro de nuestra existencia y confiemos en Él, que es compasivo y misericordioso. Dios está de nuestro lado; se ha hecho Enmanuel, Dios-con-nosotros para siempre en su Hijo, Jesús, y se ha quedado para siempre con nosotros, especialmente en la Eucaristía: Jesús-Eucaristía es el mismo que caminaba por las aldeas de Palestina, sanando y curando a los enfermos, mostrando el amor salvador y misericordioso de Dios, su Padre. Jesús se identifica con los enfermos, con los hambrientos y los sedientos, con los migrantes y encarcelados (cf. Mt 25, 34-40). Cristo está con nosotros y nos dice: “¿Por qué tenéis miedo?” (4, 40).
En estos días santos centremos nuestra mirada en Jesucristo, en los misterios de su pasión, muerte y resurrección. De este modo podremos vivir con verdadera fe y devoción desde su raíz y su núcleo esencial la Semana Santa, aunque sea de forma muy distinta a la de costumbre. Va a ser una Semana Santa de silencio, de soledad, de sufrimiento, de dolor y de aparente ocultamiento de Dios. Pero no: Dios está presente en Cristo en medio de nosotros, como lo estaba en la cruz junto a su Hijo reconciliando consigo al mundo. Cristo Jesús sufre con nosotros y por nosotros. Cristo se entrega por un amor totalmente gratuito por nosotros a la muerte, y muerte en cruz, para redimirnos de nuestros pecados, de nuestros miedos y sufrimientos y de nuestras soberbias y soledades. Cristo resucita para que en Él tengamos Vida en abundancia, esperanza en la enfermedad y en la muerte, y para seamos testigos de su amor entregado hasta el final amando a los necesitados de su amor. Esta Semana Santa, interior y sobriamente vivida desde nuestras casas, es una oportunidad para ir a lo esencial de nuestra existencia. Y lo esencial es Dios, su Hijo Jesucristo, su amor, para amar con su mismo amor a todos. Jesús es el Camino, la Verdad, la Vida y la Luz, en quien tenemos puesta nuestra Esperanza.
Con el Domingo de Ramos comienza la Semana Santa, que nos lleva al Triduo pascual, a la celebración de la Pascua del Señor: es el paso de las tinieblas a la luz, de la humillación a la gloria, del pecado a la gracia y de la muerte a la vida. La palma del triunfo y la cruz de la pasión no son un contrasentido. Son, más bien, el centro del misterio que creemos, proclamamos y actualizamos en la Semana Santa. Jesús se entrega por amor voluntariamente a la pasión, afronta libremente la muerte en la cruz, y en su muerte triunfa la vida. Atento a la voluntad del Padre, comprende que ha llegado su “hora”, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con un infinito amor a los hombres: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1).
Este año no podremos asistir a nuestros templos a celebrar juntos los actos litúrgicos y otros actos acostumbrados. No podremos tener procesiones. Pero nos podemos unir a nuestras comunidades espiritualmente y en la oración desde nuestras casas, en muchos casos a través de la TV u otros medios telemáticos. Y solos o juntos, en casa, podemos leer y meditar la Palabra de Dios, adorar la Cruz, hacer la comunión espiritual y algunos ejercicios de piedad, como el Vía Crucis o el rezo del Rosario. Vivamos con fe estos días. Reavivemos nuestra fe y confianza en Dios, que está con nosotros, y esperemos de Él la redención y la sanación. Vivamos estos días muy unidos a la Virgen María nuestra Madre: ella es la Virgen de los Dolores y la Madre de la Esperanza.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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