Hoy quiero tener un recuerdo muy especial para los abuelos. La ocasión es la fiesta de san Joaquín y santa Ana, padres de la Virgen María y abuelos de Jesús, el 26 de julio, también “el día de los abuelos”. Os invito a todos a mostrar en este día nuestro agradecimiento y amor sincero hacia nuestros abuelos para que se sientan protagonistas en la familia, en la sociedad y en la Iglesia. Debería ser un día para una sincera acción de gracias por su inestimable aportación en el pasado y por su sencillo, heroico y valioso testimonio en el presente. El papa Francisco nos recuerda que los abuelos son custodios de sabiduría, de valores y de bondad; por ello, “un pueblo que no respeta a los abuelos, no tiene futuro, porque no tiene memoria, ha perdido la memoria”.
Nos disponemos a celebrar la Fiesta de la Virgen del Carmen, cuya devoción está muy arraigada entre nosotros y, sobre todo, en las gentes de la mar que la tienen y celebran como su patrona. El origen de esta advocación de la Virgen está en la nubecilla blanca divisada desde la cumbre del monte Carmelo cuando el profeta Elías suplicaba a Dios que pusiese fin a una larga sequía. Después de observar varias veces el mar, su criado divisó a lo lejos una nubecilla, pequeña como la palma de la mano de un hombre, que subía del mar; en poco tiempo el cielo se cubrió de nubes y cayó una gran lluvia (cf. 1 Re 18, 44). En esa nubecilla cargada de lluvia se reconoció la figura de la Virgen. Porque María es como la nube que da al mundo el Salvador, la buena Noticia del amor Dios para todos, la luz que nos guía y la razón de nuestra esperanza.
Cada año el mes de Junio está dedicado especialmente al Sagrado Corazón de Jesús. Este año al cumplirse el centenario de la consagración de España al Corazón de Jesús por el Rey Alfonso XIII, tendrá lugar en el Cerro de Ángeles, en Getafe, la renovación de esta consagración. Es bueno que nos detengamos brevemente en el significado de la devoción y de la consagración al Corazón de Jesús.
Esta devoción es como la síntesis de la fe y vida cristiana. La palabra ‘corazón’, en la sagrada Escritura -y en nuestro lenguaje-, designa no sólo el órgano fisiológico, sino sobre todo el centro de la persona: el punto donde confluyen los pensamientos, los sentimientos, los afectos y las motivaciones más profundas de una persona. Y el corazón es símbolo del amor. Cuando hablamos del Corazón de Jesús nos referimos a lo más íntimo de su ser, a lo que le mueve en todo momento, a sus sentimientos y sobre todo a su amor, que es divino y humano al mismo tiempo. En ese Corazón habita el Amor infinito de la Trinidad Santa. Y este Corazón se ha dejado traspasar para que experimentemos cómo sus heridas nos han curado (1 Pe 2, 24).
En la mayoría de las parroquias se acaban de celebrar las primeras comuniones. Nuestro corazón se enternece y alegra cada vez que vemos a los niños y niñas acercarse a recibir por primera vez a Jesús en la Eucaristía con alegría y entusiasmo. Para la mayoría de ellos, el día de su primera Comunión ha sido largamente esperado. A muchos los veremos también participar, alegres y contentos, en la procesión del Corpus arrojando pétalos de flores al paso de la Custodia. Uno desearía que esa alegría no se limitara a ese día, sino que en nuestros niños y niñas permaneciera el deseo y la posibilidad de recibir el Cuerpo de Jesús con frecuencia.
Con la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos el día de Pentecostés, comienza la misión de la Iglesia. Los Apóstoles y el resto de los discípulos presentes en el Cenáculo quedan llenos del Espíritu Santo (cf. Hech 2,4) y salen a anunciar por las calles de Jerusalén a Jesucristo, muerto y resucitado. Desde entonces, nadie ni nada podrá frenar el ardor evangelizador de Pedro y de los demás discípulos. Lo que ellos han visto y oído, lo que han tocado y experimentado, lo anuncian a todos: Cristo Jesús ha muerto y ha resucitado para que todo el que crea en Él tenga vida eterna: Él es el Mesías y el Salvador de la humanidad. Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres, contestan Pedro y Juan a quienes les prohíben anunciar a Jesús (Hech 4,19).
El tiempo pascual es el periodo fuerte de confirmaciones en nuestra Diócesis. Es siempre una verdadera alegría servir de mediador de la efusión del Espíritu Santo a nuestros confirmandos y comprobar que, a pesar de todo, sigue habiendo muchos adolescentes, jóvenes y adultos, que desean recibir el don de Espíritu Santo para ser confirmados en la fe y vida cristiana y tener así la fuerza para confirmar y vivir su fe cristiana con alegría. Este gozo, sin embargo, se ve empañado con frecuencia, entre otras cosas, al observar la actitud, el comportamiento y la falta de participación activa de muchos padrinos en la celebración. Sin ser lo más importante, me preocupa seriamente esta situación. Por experiencia propia y ajena esto se puede decir también de los padrinos de bautismo.
Hace poco más de un año, el papa Francisco nos recordaba en su exhortación Gaudete et exúltate (Alegraos y regocijaos) que todos estamos llamados a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad. A la vez nos exhortaba a caminar por esta senda ofreciendo la propia vida por amor a Dios y al prójimo, en las tareas ordinarias y sencillas de cada día. Los santos que nos han precedido y siguen unidos a nosotros nos alientan a no detenernos en el camino y nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Hoy me vienen a la memoria estas palabras del Papa, al disponernos a celebrar el próximo día 17 de mayo la fiesta de San Pascual Baylón, Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón y de la Ciudad de Vila-real.
Mayo es el mes dedicado de modo singular a la Virgen María. En este año pastoral, centrado en la Eucaristía, podemos contemplar a María como “mujer eucarística”: la Virgen nos enseñará a creer, celebrar, amar, adorar y vivir la Eucaristía para llegar a ser, como ella, discípulos misioneros del Señor y hacer así de nuestras parroquias, comunidades vivas y misioneras.
María es “mujer Eucarística”; así la llamó por primera vez en la historia san Juan Pablo II en su carta encíclica Ecclesia de Eucaristia. Así como Iglesia y Eucaristía son inseparables, lo mismo se puede decir de María y la Eucaristía. No sabemos si la Virgen celebró la última Cena con Jesús y los apóstoles. Tampoco se dice en el Nuevo Testamento que celebrase la Eucaristía con los apóstoles, aunque lo más seguro es que así fuera: María, que estaba con los apóstoles unida en la oración a la espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14), no pudo faltar en las celebraciones eucarísticas de los primeros cristianos, asiduos en la oración y en la fracción del pan (cf. Hch 2,42), es decir, de la Eucaristía.
Durante la Cuaresma hemos peregrinado hacia la Pascua de Resurrección. La Semana Santa nos ha conducido al Triduo Pascual, en el que hemos celebrado la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Las tres son inseparables. El Jesús que padeció y murió, ha resucitado y vive para siempre. Todo ha sucedido por el amor inmenso de Dios hacia nosotros y hacia nuestro mundo, para el perdón de nuestros pecados y por nuestra salvación eterna. Para muchos bautizados, sin embargo, la Pascua es algo del pasado, sin significado ni trascendencia alguna para la vida presente y futura, personal, comunitaria o social. Muchos de nuestros cristianos se quedan en las procesiones de estos días o sólo llegan hasta la Pasión y Muerte de Jesús en el Viernes Santo.
Pascua es el paso de Jesús por la muerte a la vida gloriosa. Sin resurrección, la pasión y la muerte serían la expresión de un fracaso. Pero no: ¡Cristo ha resucitado! No se trata de una vuelta a esta vida para volver a morir, sino del paso a nueva forma de vida, gloriosa y eterna. Tampoco es una ‘historia piadosa’, fruto de la fantasía de unas mujeres crédulas o de la profunda frustración de sus discípulos. La resurrección de Jesús es un acontecimiento histórico y real, que sucede una vez y para siempre. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos. Jesucristo vive ya glorioso y para siempre. Las mujeres y los mismos Apóstoles, desconcertados en un primer momento ante la tumba vacía, aceptan el hecho real de la resurrección; se encuentran con el Resucitado y comprenden el sentido de salvación de la resurrección a la luz de las Escrituras. En la mañana del primer día de la semana, cuando fueron a embalsamarlo, el cuerpo de Jesús, muerto y sepultado tres días antes, ya no estaba en la tumba; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado.
El próximo 6 de abril vamos a celebrar por tercer año consecutivo un encuentro diocesano con los adolescentes y jóvenes que se preparan para recibir la Confirmación. Es una buena ocasión para conocerse y para compartir juntos la alegría de ser amigos de Jesús. Para mí es un verdadero gozo pasar este día con los confirmandos, escuchar sus anhelos y esperanzas, y también –claro está- sus dificultades y peticiones a nuestra Iglesia para poder ser y vivir como cristianos hoy. Y, sobre todo, es nuestro deseo ayudarles a preparar como se merece su Confirmación.
Hemos elegido como lema del encuentro las palabras de Jesús: “Venid a Mí…”. Porque en el centro de nuestro encuentro -como en todo el proceso de preparación para la Confirmación- estará el Señor Resucitado para dejarnos encontrar o reencontrar por Él o para profundizar en este encuentro personal con el Señor vivo sin el cual no se puede ser cristiano. Nos han recordado insistentemente los papas Benedicto y Francisco.
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