Queridos diocesanos:
El domingo, 20 de enero, celebramos la “Jornada mundial del emigrante y del refugiado”, bajo el lema: “Migraciones: peregrinaciones de fe y esperanza”. Es una jornada que tiene el fin de sensibilizarnos ante el fenómeno de la emigración en general y de forma particular entre nosotros: la provincia de Castellón tiene una 18/58% de población inmigrante, una de la tasas más altas de España. Como creyentes y como Iglesia no podemos quedar indiferentes ante tantas personas y familias, que con fe y esperanza buscan un futuro mejor entre nosotros.
Toda persona tiene derecho a emigrar; es uno de los derechos humanos fundamentales, que facultan a cada uno a establecerse donde considere más oportuno para una mejor realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos (cf. GS 65). Como nos recuerda Benedicto XVI en su mensaje para este año, si es cierto que “cada Estado tiene el derecho de regular los flujos migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias generales del bien común”, ha de hacerlo siempre “garantizando el respeto de la dignidad de toda persona humana”. La mayoría de los emigrantes hacen uso de este derecho obligados no por gusto sino por la necesidad de buscar oportunidades que no encuentran en su país de origen.
Respecto de los emigrantes no nos podemos limitar tan sólo a atender a sus necesidades más elementales. Hemos de favorecer su auténtica integración en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y responsables del bienestar del otro, asegurando con generosidad aportaciones originales, con pleno derecho de ciudadanía y de participación en los mismos derechos y deberes. Fieles, comunidades parroquiales y grupos eclesiales hemos de tomar mayor conciencia de las causas y problemas de la emigración tanto desde el punto de vista humano y social, como cristiano y pastoral. Nos urge revisar nuestras actitudes y nuestro compromiso ante los emigrantes y sus familias, para dar una respuesta acorde al Evangelio y a la Doctrina social de la Iglesia.
La emigración afecta antes que nada a personas que como tales tienen la misma dignidad que los autóctonos. Con frecuencia, sin embargo, existen prejuicios o falsas valoraciones que hemos de superar. Los inmigrantes no son sólo “mano de obra”, que cuando sobra debido a la crisis económica, se pueda desechar sin más. Son personas humanas, con la misma dignidad, los mismos derechos fundamentales y las mismas obligaciones que los nativos; y como tales se merecen el mismo respeto y trato que los nativos, especialmente, ante los recortes en la sanidad y otros servicios sociales. Hay que evitar todo comportamiento racista, xenófobo o discriminatorio.
Es necesario, ante todo, fomentar actitudes y comportamientos positivos desde principios elementales del derecho, de la justicia y de la solidaridad. Recordemos las palabras de Jesús: “fui extranjero y me acogisteis” (Mt 25,35). Jesús se identifica con la persona del emigrante y nos manda acogerlo y amarlo, como si de Él mismo se tratara. Con estas premisas aprenderemos a respetarlos y valorarlos en su diferencia, a acogerlos fraternalmente y a ayudarles en sus necesidades, a facilitarles la integración armónica en nuestra sociedad. Ellos suponen una riqueza laboral, económica, cultural, pero también para nuestra Iglesia, por la que hemos de dar gracias a Dios.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón