Marie Joseph Auguste Carrel-Billiard nació en Sainte-Foy-lès-Lyon (Francia), el sábado 28 de junio de 1873 y falleció en París, el domingo 5 de noviembre de 1944. Su padre murió cuando Alexis era todavía muy pequeño a consecuencia de una neumonía. Precisamente a la edad de 4 años se le cambió su nombre de pila por el de Alexis en honor a su padre. Su madre, Anne-Marie Ricard, se encargó de educarlo durante los primeros años. Estudió en la escuela jesuita de San José en Lyon en cuya Universidad se graduó de bachiller en letras en 1889 y en el de ciencias en 1890, doctorándose en 1900. Trabajó en el Hospital de su ciudad natal mientras estudiaba anatomía y cirugía operatoria. Ocupó el puesto de prosector1 en la cátedra del prestigioso profesor Testut (1900-1902) decantándose hacia la cirugía.
Supe de la existencia de este personaje por el Dr. Eduardo Adsuara Sevillano (8 marzo 1928-8 diciembre 2000), licenciado en Medicina en 1952, cuya tesis que dirigió el Profesor Pedro Laín Entralgo, versó sobre este médico lionés. En mis escapadas a San Lorenzo de El Escorial los fines de semana y con grabadora en mano, Eduardo me contó las grandezas de Carrel. Eduardo conoció a la viuda de Carrel que le dijo que su marido tenía “aura”.
Ya ejerciendo la profesión de médico y cirujano dió muestras de sus habilidades. Para aprender a suturar los extremos de los vasos sanguíneos, cortados después de una herida, acudió a la mejor modista parisina. Así que creó un nuevo método de sutura vascular llamado de “triangulación” que fue publicado en la revista Lyon Médical y que tuvo mucho éxito protocolizándose su empleo. Utilizaba suturas muy finas de sedas procedentes de Alsacia. Asi cuando el presidente de la república Sadi Carnot visitaba Lyon, fue herido por un anarquista italiano. No sobrevivió porque los cirujanos fueron incapaces de suturar la vena porta que había sido afectada. Este suceso parece que influyó en Carrel.
En 1904 se trasladó a Francia por motivos profesionales. Era por encima de todo un científico que solo creía en la verificación experimental, un agnóstico que no creía en los milagros. Prueba de ello es que quiso analizar científicamente de primera mano las pretendidas curaciones de Lourdes, ganándose con ello la enemistad tanto del clero francés como de los miembros de la Facultad de Medicina de Lyon.
Educado en una escuela laica, había perdido por completo la fe y estaba desconcertado. Él mismo escribió unos hechos de los que fue testigo, empleando en su narración el seudónimo de Lerrac, su mismo nombre leído al revés, para evitarse la andanada de ataques de sus colegas, de la iglesia francesa y de la prensa masónica. Un resumen de su libro fue publicado en el número del mes de diciembre de 1950, de la Revista “Selecciones del Reader’s Digest” en la que se dice: “El Dr. Carrel parte para Lourdes …”
En el año de 1903, invitado por el Abate Bernole, sacerdote encargado de la peregrinación, se le encargó la representación médica acostumbraba a acompañar las peregrinaciones de enfermos a Lourdes. Disponía de muchos datos acerca de los enfermos que iban en el tren a Lourdes. Pasada la primera noche de camino, encontró Alexis en el tren al Abate Olivier, subdirector de la peregrinación, quien le dijo: “Va ahí una joven a quien me han recomendado cuidar especialmente, le agradecería a usted mucho que se encargara de ella. Está tan débil que temo un desastre”.
Su nombre era María Ferrand y su estado físico era muy preocupante. El Dr. Carrel encontró a esta joven yaciendo sobre un colchón que obstruía completamente la entrada del compartimiento del tren en que se hallaba, su rostro estaba enjuto y pálido, sus labios sin color. Cuando la auscultó, dijo Carrel al Abate Olivier: “No da muchas esperanzas el estado de su enferma”. María casi inconsciente, y suspirando angustiosamente, exclamaba ¡No llegaré a Lourdes!. El doctor le hace una exploración clínica minuciosa. El doctor diagnosticó un caso típico de peritonitis tuberculosa.
La llegada a Lourdes se produjo a eso de las dos de la tarde, y el tren lentamente iba llegando a su destino. Una voz empezó a entonar el himno sagrado: “Ave Maris Stella, Dei Mater alma At que semper Virgo, Felix caeli porta …” (que se ha atribuido a autores diversos; entre ellos, a Venantius Fortunatus y Pablo Diácono), oración que fue propagándose de vagón en vagón y saliendo de todos los orgullosos pechos. Y entre esas voces angelicales el tren iba entrando en la estación de Lourdes.
Durante esta experiencia, Carrel va encontrándose con colegas y desconocidos. Entre estos voluntarios distinguió Carrel a un antiguo condiscípulo suyo, Antonin Duval que viajaba en tercera clase con todos esos seres desvalidos, malolientes, repugnantes, para consagrarse a cuidarlos. Duval le dijo que en la gruta de Massabielle (nombre que significa “roca pequeña”) fue testigo de un milagro: el de una monja anciana que a consecuencia de una torcedura que sufrió hace unos dos meses, contrajo una enfermedad incurable en un pie. Quedó curada y arrojó las muletas. Pero Carrel muy obstinado, niega la intervención de Dios en las curaciones extraordinarias como la de la Hermana Luisa que estuvo enferma en el Hospital General de Lyon, y cree que es por “autosugestión” y en personalidades neuroasténicas se han visto curaciones de parálisis nerviosas o histerias traumáticas.
Carrel una y otra vez se preguntaba ¿Existe Dios objetivamente? ¿Cómo podemos estar seguros? Para Alexis la prueba de la existencia de Dios es ver curada a una persona que padece una enfermedad orgánica: la reproducción de una pierna después de amputada, la desaparición de un cáncer o la curación de una enfermedad incurable en una mujer, María Ferrand, totalmente deshauciada y con un pronóstico infausto. Alexis piensa que únicamente creería y recobraría la fe si se curara María Ferrand lo que sería para él un verdadero milagro.
La enferma estaba decidida a bañarse en las piscinas de la gruta de Massabielle. Un colega, el Dr. Journet, opinaba también que María Ferrand estaba a punto de morir. Otro, el Dr. Journet, dijo que la muchacha no tenía nada que perder y que María la enferma soñaba con la felicidad suprema de ir a la gruta. A las 2 de la tarde María Ferrand estaba moribunda. Justo a esa hora Carrel se dirigió a las piscinas y vió a la enferma inconsciente. Le encontró un pulso más acelerado que nunca. Tenía la cara cenicienta y era indudable que estaba agonizando. Carrel vio cuando llevaban a María Ferrand a las piscinas y minutos después la vio salir de ellas. Corrió a su lado. El estado de la enferma era el mismo de antes. “Apenas pudimos verter una poca de agua sobre el abdomen”, dijo la señorita que la atendía. No se atrevieron a sumergirla. “Estaré con ustedes dentro de un momento”, dijo Carrel, no veo ningún cambio, si me necesitan avísenme.
Cuando Carrel llegó a la gruta un sacerdote estaba arrodillado frente a la fila de los enfermos. Levantó los brazos y los extendió en cruz para exclamar con emoción: “Virgen santísima cura a nuestros enfermos”, etc. “Jesús te adoramos, Jesús te bendecimos;”, etc. Las voces de la multitud atronaban el espacio. Carrel sintió su impacto. A la orilla del arroyo observó entre la muchedumbre al Doctor Gouyot, joven interno de un hospital de Burdeos a quien había conocido el día anterior. Después de saludarlo le preguntó: ¿Han registrado ustedes algunas curaciones? No, unos pocos casos de histeria han mejorado, pero no ha habido nada extraordinario. Venga usted conmigo a ver a mi enferma, le dijo Carrel. Este caso nada tiene de extraño, pero me parece que está a punto de morir. – La vi hace unos pocos minutos, contestó Gouyot, ¡Qué pena que la hayan dejado venir a Lourdes! Eran ya cerca de las 2.30.
Entre la multitud Carrel reconoció la esbelta figura de la enfermera de María Ferrand. Él y Gouyot se dirigieron ahí y deteniéndose cerca de la cama de la enferma se apoyaron contra el pequeño muro. María Ferrand parecía moribunda. A las 2.40 María Ferrand empezó a dar muestras de alivio El Dr. Carrel dirigió una vez más la vista hacia Maria Ferrand. De pronto se quedó mirándola fijamente. Le parecía que se habla verificado un cambio, que las duras sombras de la cara le habían desaparecido, que la piel aparecía menos cenicienta, anotó apresuradamente la hora: faltaban 20 minutos para las 3. Volviéndose a Gouyot le dijo: –“Mire a nuestra paciente otra vez. ¿No le parece que está un poco reanimada?” A mí me parece igual que antes, contestó el otro, lo único que puedo notar es que no está peor. Ahora es menos rápida la respiración, notó Carrel. Ello puede deberse a que se está muriendo. Carrel permaneció callado. Para él estaba claro que se había presentado una mejoría notable. Algo estaba pasando. Apenas podía resistir el estremecimiento de la emoción y concentró en María Ferrad todo su poder de observación. No le quitaba un momento los ojos de encima. María Ferrand continuaba cambiando lentamente. Esos ojos, antes tan apagados, ahora se abrían estáticos mirando hacia la gruta.
Súbitamente Carrel se puso pálido. La frazada que le cubría el distendido cuerpo a la enferma iba aplanándose lentamente. A las 3 de la tarde, María Ferrand estaba curada. Cuando la campana de la basílica daba las 3, ya no se notaba nada de distensión en el abdomen de María Ferrand. Carrel se creía a punto de volverse loco. De pie junto a la enferma observaba fascinado los movimientos respiratorios y la pulsación de la región del cuello, el ritmo era regular. -¿Cómo se siente?, le preguntó Carrel. Muy bien, contestó ella desfallecida. Todavía débil, pero me siento curada. Ya no quedaba duda alguna, el estado de María Ferrand había mejorado tanto que casi estaba irreconocible.
Carrel permanecía de pie, silencioso, profundamente desconcertado, incapaz de analizar lo que presenciaba. Este suceso, justamente lo contrario de lo que había esperado, no podía ser otra cosa que un sueño. La señorita que atendía a María Ferrand, le ofreció una taza de leche que ella apuró totalmente. A los pocos minutos levantó la cabeza, volvió a mirar a su alrededor, movió un poco las piernas y en seguida se volvió sobre un lado sin dar muestras del menor dolor. Carrel se separó bruscamente. Se alejó de la gruta abriéndose paso en medio de la multitud de peregrinos cuyas oracíones en coro apenas oía. Eran ya las 4 de la tarde. Carrel regresó a su hotel decidido a abstenerse de sacar ninguna conclusión, hasta que pudiera descubrir con toda exactitud qué era lo que había sucedido. A las 7.30 expectante y ardiendo de curiosidad, se dirigió al hospital. Se acercó con presteza al lado de la cama de la joven. Con gran asombro se quedó contemplándola. La transformación era desconcertante. María Ferrand estaba sentada en la cama con una chaqueta blanca. Aún cuando todavía tenía demacrada la cara, asomaba en ella un destello de vida, los ojos le brillaban y un débil color le apuntaba en las mejillas. Dirigiéndose a Carrel le dijo: – Doctor, estoy completamente curada, me siento muy débil, pero creo que podría caminar. Carrel le tomó la mano para observar el pulso que ahora era calmado y regular. También la respiración era completamente normal.
Una gran confusión invadía el ánimo del médico. ¿Era esa una curación aparente, resultado de un violento estímulo de autosugestión?, ¿O se trataba de un hecho nuevo, un suceso pasmoso, un milagro en fin? Por un momento vaciló antes de someter a María Ferrand a la prueba suprema de examinarle el abdomen, pero después tras la lucha de la esperanza con el temor, hizo a un lado la frazada. La piel aparecía lisa y blanca. Sobre las angostas caderas se extendía el pequeño abdomen ligeramente cóncavo de una niña desnutrida. Suavemente nuestro galeno recorrió con las manos la pared abdominal para palpar huellas de la distensión y de las masas duras que había encontrado antes. Todo había desaparecido como en un sueño. El sudor inundó la frente de Carrel. Sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. El corazón empezó a palpitarle violentamente pero se sostuvo con voluntad férrea en su determinación inicial. Los Doctores Journet y Gouyot, testifican la curación de María Ferrand. De repente, Alexis notó que estaban de pie a su lado los Doctores Journet y Gouyot. Parece estar curada, les dijo, no encuentro nada anormal, sírvanse ustedes examinarle. Mientras los dos colegas palpaban cuidadosamente el abdomen de María Ferrand, Carrel permanecía a un lado mirándolos con ojos brillantes. No cabía duda que la muchacha estaba curada. Era ese un milagro de aquellos que sobrecogían al público como una tempestad y lo lanzaban en hordas sobre Lourdes. Otra vez pensó Carrel cuán afortunado era porque entre todos los pacientes que acudían a Lourdes aquél día, fue la enferma que él había conocido y analizado cuidadosamente la que vio curar. María Ferrand fue de nuevo auscultada, palpada, sobada y resobada y estaba radiante. Está curada, afirmó el Doctor Journet profundamente conmovido: no le encuentro nada anormal, no tiene explicación esta curación.
Después de examinar otros pocos pacientes más, Carrel salió a la calle. Los moribundos se curaban en pocas horas. Estas peregrinaciones tenían de suyo un poder que producía resultados; sobre todo, enseñaban humildad. Llegó a la gruta en la que permaneció largo rato sentado, contemplando los cirios que llameando en la obscuridad, lanzaban en su contorno un resplandor rojo. Miraba fijamente la estatua de la Virgen, la fila de espitas de cobre de donde salía el agua milagrosa. La mayoría de los médicos se mostraban tan celosos de su prestigio, que aún cuando hubieran venido a Lourdes y visto lo que ahí pasa, no se atrevían a admitirlo temiendo que si mostraban algún interés se les tuviera por fanáticos cuando no por tontos.
Pero Alexis pensaba que existieran leyes naturales todavía desconocidas para el hombre, que nos explicaran los fenómenos tan extraordinarios como son los milagros de Lourdes. Seguía el conflicto en el alma de Carrel. Como él no conocía las pruebas de la existencia de Dios, dudaba de ella, pero se imponía a su razón que de ninguna manera podría negarla. Se maravillaba de pensar cómo los grandes hombres como Pasteur habían podido reconciliar su fe en la Religión con la Ciencia. Ya dentro de la Iglesia, se sentó en una silla escuchando los himnos y sin darse cuenta empezó a rezar.. . “Señor, creo en Ti. Respondiste a mi súplica con un milagro resplandeciente. Todavía estoy ciego frente a él, todavía dudo. Pero el gran deseo de mi vida es creer, creer apasionadamente… Bajo la honda prevención de mi orgullo intelectual persiste un oculto anhelo. ¡Ay! Todavía no es más que un sueño, pero el más encantador de todos. Es el sueño de creer en ti y el de amarte con el espíritu resplandeciente de los hombres de Dios”.
Lentamente regresó Carrel a su cuarto del hotel y se puso a escribir las observaciones de ese día. Dieron las 3 de la mañana. La pálida luz de oriente empezó a rasgar el velo de la noche. Carrel sintió que la serenidad de la naturaleza le invadía dulcemente y le calmaba el alma. Se desvanecieron todas sus preocupaciones de la vida diaria, todas sus dudas intelectuales. Creyó tener ya una certidumbre y le pareció sentir la paz maravillosa que proporcionaba y que desterró hasta la última amenaza de impertinentes dudas. En la inefable belleza del amanecer, el sueño le cerró los ojos.
Alexis Carrel fue un científico de reconocimiento universal, galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 1912 y un católico digno de admiración.
1. Un prosector es una persona con la tarea especial de la preparación de una disección para la demostración, por lo general en las escuelas de medicina y hospitales