HOMILIA EN LA CELEBRACION LITÚRGICA DEL VIERNES SANTO
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 29 de marzo de 2024
(Is 52,13 – 53,12; Sal 30; Hb 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1 – 19,42)
1. En Viernes Santo fijamos nuestra mirada en la Cruz, porque en ella estuvo y está clavada la salvación del mundo. En nuestro tiempo el mensaje de la Cruz es difícil de comprender, y más aún de aceptar. ¿A quién le puede interesar un Dios que se deja maltratar de esta manera? ¿Es esa su respuesta al mal que hay en el mundo? ¿Y qué tiene que ver la crucifixión y muerte de Jesús con nosotros y conmigo?
Para los creyentes, en palabras del papa Francisco, “la Cruz es el sentido más grande del amor más grande, el amor con el que el Señor quiere abrazar nuestra vida”. También Benedicto XVI animaba a contemplar a Jesús crucificado con una mirada profunda para, decía él, descubrir que la Cruz es “el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar”. Y san Juan Pablo II declaraba: “Muchos de nuestros contemporáneos quisiera silenciar la cruz, pera nada es más elocuente que la cruz silenciada. El verdadero mensaje del dolor es una lección de amor. El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor”. Pongamos de nuevo nuestra mirada en la Cruz y descubramos el amor inmenso y luminoso, fecundo y profundo de Dios por nosotros.
En el relato de la pasión hemos recordado y acompañado a Jesús en los pasos de su vía dolorosa hasta la Cruz. El Señor es traicionado por Judas; asaltado, prendido y maltratado por los guardias; es negado por Pedro y abandonado por sus apóstoles, menos por Juan; una vez que es condenado por pontífices y sacerdotes indignos, juzgado por los poderosos, soberbios y escépticos, es azotado, coronado de espinas e injuriado por la soldadesca; luego es conducido como reo que porta su cruz hasta el lugar de la ejecución; y, por fin, crucificado, levantado en alto, muerto y sepultado.
2. En la Cruz contemplamos el ‘rostro doliente’ del Señor. El es ‘siervo paciente’, el ‘varón de dolores’, humillado y rechazado por su pueblo. En la pasión y en la cruz contemplamos al mismo Dios, que asumió el rostro del hombre, y ahora se muestra cargado de dolor. En la cruz se nos manifiesta el verdadero rostro de Dios.
También cuando lleva la cruz y cuando muere en ella, Jesús sigue siendo el Hijo de Dios. Mirando su rostro desfigurado por los golpes, la fatiga, el sufrimiento interior, vemos el rostro de Dios. Más aún, precisamente en ese momento, la gloria de Dios, se hace más visible en el rostro de Jesús. Aquí, en ese pobre ser que Pilatos ha mostrado a los judíos, esperando despertar en ellos piedad, con las palabras “He aquí a vuestro rey” (Jn 19, 5), se manifiesta la verdadera grandeza de Dios, la grandeza misteriosa que ningún hombre podía imaginar.
Dios sufre en su Hijo Jesús. Es el dolor provocado por el pecado, por el desprecio de su amor. Jesús no sufre por su pecado personal, pues es absolutamente inocente; sino por la tragedia de mentiras y envidias, traiciones y maldades que se echaron sobre él, para condenarlo a una muerte injusta y horrible. El carga hasta el final con el peso de los pecados de todos los hombres y de todo sufrimiento humano. Con su muerte redime al mundo. Jesús mismo había anunciado: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por la multitud” (Mc 10,45).
3. En Jesús crucificado se revela no sólo la grandeza de Dios; también se muestra la grandeza del ser humano; la grandeza que pertenece a todo hombre y mujer por el hecho serlo. Sí. Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto por ti y por mí, por cada uno de nosotros. De este modo nos ha dado la prueba concreta de cuán grandes y cuán valiosos somos a los ojos de Dios; sus ojos son los únicos que, superando todas las apariencias, son capaces de ver en profundidad la realidad de las cosas y de nuestra propia realidad. Somos creaturas de Dios, hechos a su imagen, creados por amor y para el amor pleno; el amor que sólo Dios nos puede dar.
Jesús sufre y muere en la cruz no por otra razón sino “por nuestros pecados” (1Co, 15,3), “por nosotros”: a causa de nosotros, en favor nuestro y en lugar de nosotros. Contemplando este ‘rostro doliente’, nuestro dolor se hace más fuerte. Porque el rostro de Jesús padeciendo en la cruz, asume y expresa el dolor de muchos hombres y mujeres, que también hoy padecen angustia y desconcierto; en parte por sus pecados, pero mucho más aún por los pecados de los demás, por las violencias y los egoísmos humanos, que los aprisionan y esclavizan.
4. Pero en la oscuridad de la cruz rompe la luz de la esperanza. “Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho” (Is 52,13). El Siervo de Dios, aceptando su papel de víctima expiatoria, trae la salvación y la justificación de muchos. Porque en la cruz, “Dios estaba reconciliando consigo al mundo” (2 Cor 5, 19). La cruz, a la vez, que descubre la gravedad del pecado, nos manifiesta la grandeza del amor de Dios y la grandeza del ser humano para Dios: Él mismo quiere librarnos de cualquier pecado y de la muerte. Desde aquella cruz, padeciendo el castigo que no merecía, el Hijo de Dios mostró la grandeza del corazón de Dios, y su gran misericordia; y exclama: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” (Lc 23, 34).
La salvación es la liberación del hombre de sus pecados, de sus males y de sus miserias, y la reconciliación con Dios. La salvación es fruto del amor infinito y eterno de Dios. Porque sólo el amor infinito de Dios hacia los hombres pecadores es lo que salva; el amor de Dios es la única fuerza capaz de liberar, justificar, reconciliar y santificar.
Pero el amor de Dios requiere ser acogido; el amor del Amante espera de la respuesta del amado, para entregarse y darse totalmente a sí mismo con todo cuanto tiene. Sin esa respuesta, no se produce, la obra del amor. Por eso, para vivir con esperanza y como hombres nuevos, es necesario mirar, contemplar y acoger en nuestro corazón a Jesús en la cruz; seguirle en aquellas horas amargas, que son las más decisivas de la historia de la humanidad. Ha llegado su hora, la hora de la verdad. Y las últimas palabras que Jesús dice y nos deja en la Cruz son expresión de su última y única voluntad, la que siempre tuvo y animó su existencia terrena: hacer lo que Dios quiere, hacer la voluntad de Dios Padre. Esto es, amar hasta el extremo de morir en la cruz para rescatar a los hombres de los poderes del pecado y de la muerte. Mirémoslo ahí, clavado y suspendido del leño; mirémoslo como cordero degollado; mirémoslo ensangrentado y exangüe. Y todo ello por nosotros, por todos. ¿Hay acaso un amor más grande?
5. Contemplemos y adoremos con fe la cruz de Cristo. Miremos al que atravesaron, y al que atravesamos. Miremos a Cristo: contemplemos su sufrimiento causado por el pecado, por la crueldad e injusticia humana. Contemplemos en la Cruz a los que hoy están crucificados, a todas la victimas de la maldad humana, a los que sufren y tienen que cargar con su cruz. Miremos el pecado del mundo, reconozcamos nuestros propios pecados, con los que Cristo tiene hoy que cargar.
Contemplemos y adoremos la Cruz: Es la manifestación del amor misericordioso de Dios, la expresión del amor más grande, que da su vida para librarnos de muerte. Si abrimos nuestro corazón a la Cruz, sinceramente convertidos y con verdadera fe, el amor de Dios nos alcanzará. El Espíritu de Dios derramará en nosotros su amor y podremos alcanzar la salvación de Dios.
Al pie de la cruz la Virgen María, unida a su Hijo, pudo compartir de modo singular la profundidad de su dolor y de su amor. Nadie mejor que ella nos puede enseñar a amar la Cruz. A ella encomendamos en especial a los que avergüenzan de la Cruz y de su condición de cristianos, a los quieren silenciarla y apartarla de nuestra vista, a los pecadores y a los que sufren a causa del pecado, del egoísmo, de la injusticia o de la violencia humana. A ella encomendados a los enfermos y a los cristianos perseguidos a causa de su fe en la Cruz. Porque, los cristianos “no podemos gloriarnos sino en la Cruz de Cristo”. ¡Salve, Oh Cruz bendita, nuestra única esperanza! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón