La Catedral de Segorbe acoge la celebración de la Pasión del Señor con profundo recogimiento
Esta tarde de Viernes Santo, la Catedral Basílica de Segorbe ha acogido con solemne silencio la Celebración de la Pasión del Señor, que ha estado presidida por D. Casimiro. Esta liturgia, profundamente austera y cargada de significado, es el momento culminante de la contemplación del misterio de la Cruz, fuente de la salvación de la humanidad.

Sin altar adornado, sin canto de entrada ni saludo inicial, la celebración comenzaba con el Obispo postrado ante el altar, en un gesto de humildad y profunda reverencia. Este signo ha marcado el tono de toda la acción litúrgica, que se ha centrado en la adoración de la Cruz y en la meditación sobre el misterio de la redención, pues siguiendo una antiquísima tradición, hoy no se celebra la Eucaristía, y Cristo crucificado es el centro de la liturgia.

Las lecturas proclamadas han guiado a los fieles en la contemplación de la Pasión de Jesucristo. El cuarto cántico del Siervo del Señor (Is 52,13—53,12) ha presentado la figura de Áquel que fue traspasado por nuestras rebeliones. El canto conmovedor del salmo responsorial –“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”-, ha resonado como eco del grito de Jesús en la Cruz. La carta a los Hebreos (Heb 4,14–16; 5,7–9) ha mostrado a Cristo como Sumo Sacerdote obediente, autor de salvación eterna. Finalmente, la Pasión según san Juan (Jn 18,1–19,42), proclamada con profundidad y solemnidad, ha llevado a los fieles participantes a lo más íntimo del Misterio Pascual: el sacrificio del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

El Obispode Segorbe-Castellón ha realizado una profunda homilía centrada en el misterio de la cruz y el amor redentor de Cristo. Partiendo del poema del siervo de Yahvé, descrito por Isaías como el “varón de dolores”, el Obispo ha recordado que Jesús fue traspasado por nuestras rebeliones y pecados.

“En la oscuridad del dolor aparece la luz de la esperanza. Desde el primer momento se apunta ya a la victoria final”, ha afirmado.El siervo doliente, ha explicado D. Casimiro, es a la vez víctima expiatoria y mediador: “Jesús es el Sumo Sacerdote y la víctima. El oferente y la ofrenda. Él es nuestro único mediador con Dios”. Así, en contraposición al Antiguo Testamento, donde el Sumo Sacerdote entraba una vez al año en el santuario, Cristo entra al Cielo “con su propia sangre, una vez para siempre”.

En su pasión, ha subrayado el Obispo, Jesús se presenta como un verdadero Re. Se deja arrestar voluntariamente, declara su realeza ante Pilato y es exaltado en la cruz como testigo de la verdad. “La cruz es el trono real desde el que atrae hacia sí a todos los hombres”, ha destacado.
Desde la cruz, Jesús funda su Iglesia, entrega a su Madre al discípulo amado y al morir entrega el Espíritu Santo, que será derramado en Pascua. “Incluso la cruz queda transfigurada”, ha explicado, “pues desde que Cristo redimió a los hombres en el leño, se ha convertido en objeto de adoración”.
D. Casimiro ha exhortado a los fieles a no ser meros espectadores de la Pasión, sino a reconocernos como sus beneficiarios: “Nuestros pecados personales y estructurales son el origen de los sufrimientos de Cristo. Él sigue padeciendo cuando no acogemos el amor de Dios, cuando nos avergonzamos de ser cristianos o cuando negamos ser sus discípulos”.

Ha enumerado situaciones concretas de dolor en las que Cristo sufre hoy: desde el abandono de ancianos y enfermos hasta la explotación de niños, la violencia contra las mujeres, el drama de los inmigrantes o el sin sentido que afecta a tantos jóvenes.
En medio de esta realidad, D. Casimiro ha recordado que Cristo también sufre con nosotros y da sentido a nuestras penas. “Sufrió tristeza y angustia para que acudamos a Él cuando la desesperanza se cruce en nuestra vida. Él es nuestra esperanza, nuestra fuerza para no desfallecer”.

La homilía ha concluido con la mirada puesta en María, al pie de la cruz, como modelo de entrega y fe. “Si con Él sufrimos, reinaremos con Él. Si con Él morimos, viviremos con Él”.
Uno de los momentos más significativos fue el rito de adoración de la Santa Cruz, momento en el que el Obispo, seguido por los ministros concelebrantes y los fieles, se acercó a venerarla con un beso, adorando al Redentor que dio su vida por todos.

La celebración culminó con la comunión eucarística, distribuida con sobriedad desde el pan consagrado el día anterior, recordando que este es el único sacramento que la Iglesia administra en este día, junto con la penitencia y la unción de enfermos.



La celebración concluyó con la solemne procesión del santo entierro con la participación de las cofradías de la ciudad.


