Concatedral de Santa Maria de Castellón, 5 de mayo de 2024
VI Domingo de Pascua
(Hech 10,25-26. 34-35.44-48; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
1. Como cada primer Domingo de Mayo estamos reunidos en torno al Altar del Señor para honrar a la Mare de Déu del Lledó, la patrona de nuestra Ciudad de Castellón. Hoy nos acogemos de nuevo a su especial protección de Madre: en su regazo podemos acallar nuestras penas, encontrar su consuelo maternal y recobrar su aliento para caminas firmes en la fe y en la esperanza, y activos en la caridad.
Os saludo de corazón a todos cuantos habéis acudido a esta Eucaristía celebración: al Sr. Obispo emérito de Alcalá de Henares, otrora de esta Diócesis, a los sacerdotes concelebrantes, y en especial, al Cabildo Concatedral y su Deán-Presidente y Párroco de Santa María, a los Sres. Priores de la Real Cofradía y al Prior de la Basílica. Saludo con afecto y respeto a la a la Ilma. Sra. Alcaldesa de Castellón y al Concejal de Agricultura, Clavaria y Perot respectivamente en este Centenario del coronación de la imagen de la Virgen de de Lidón, asñi como a la Procuradora de Ermitas. Queridos Sr. Presidente, Directiva y Cofrades de la Real Cofradía y Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen. Saludo también con respeto y afecto a las autoridades, que nos acompañan, en particular a la Sra. Presidenta de la Cortes Valencianas, al Sr. Subdelegado de Defensa, a la Sra. Consejera de Medio Ambiente, Agua, Infraestructuras y Territorio, a los Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, y a la Reina Mayor y a la Reina infantil. Mi saludo cordial también a cuantos a través de la TV estáis unidos a nosotros para seguir esta celebración, especialmente a los enfermos, en la Pascua del Enfermo, y a los impedidos.
2. Vuestra presencia numerosa es un signo bien elocuente de la viva devoción de la Ciudad de Castellón a la Mare de Déu, como lo fue también la masiva y emotiva participación en los actos de ayer en el Centenario de su coronación; una devoción ya secular y llena de amor a nuestra Mareta.
Sabemos que María, la Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra, es mediadora de todas las gracias. Por ello, la Virgen dirige nuestra mirada y nos lleva a Dios y a su Hijo, la fuente del amor y de la gracia. “Proclama mi alma grandeza del Señor”: es la respuesta de María a Isabel que le llama bienaventurada por haber creído y confiado en todo momento en Dios y en su amor. Maria es “la llena de gracia”, la llena del amor de Dios. Gracias a su humildad, María sabe que sin Dios nada es. La Virgen es grande, porque ha dejado a Dios ser grande en su persona y en su existencia. La humildad es vivir en la verdad, nos dice Teresa de Jesús. Y, Maria nos enseña que nuestra verdad, la verdad del ser humano es que sin Dios y su amor nada somos ni podemos. Miremos y acudamos a María para recuperar a Dios y su amor en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestra sociedad. A ella la llena de gracia y del amor de Dios le pedimos que nos ayude a abrir nuestra mente y nuestro corazón a la Palabra de Dios de este VI Domingo de Pascua.
3. Dios es amor, nos ha dicho san Juan en su primera carta (1 Jn 4,8). El amor de Dios es, como Él, infinito y necesariamente difusivo y expansivo. Dios mismo es el origen y la fuente del auténtico amor. Quien nace de esta fuente y permanece unido a ella, vive del amor y difunde amor. Por ello el amor a Dios y el amor fraterno van siempre unidos. Por el contrario, no puede decir que conoce a Dios y que es de Dios, quien no ama. El amor de Dios va siempre por delante. Dios nos ha amado a nosotros primero y “nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10). Antes de nada y ante todo, hemos de abrirnos al amor de Dios y dejarnos amar por Dios, como María. Con frecuencia acentuamos nuestro esfuerzo en la búsqueda de Dios y de amarlo. En realidad, Dios es quien nos busca porque nos ama. “No te hubiera encontrado yo si Tú no me hubieras buscado primero”, dice S. Agustín. Dios quiere entrar en comunión con nosotros y toma la iniciativa. Para que lo veamos y sintamos cercano, envía a su Hijo que se encarna, se hace hombre en el seno virginal de María, entra en nuestra historia, viene a nuestro encuentro, está a nuestra puerta y llama para que le dejemos entrar y nos dejemos amar. Es Dios quien nos ama primero con un amor totalmente gratuito e inmerecido por nuestra parte. Pero ser amado por Dios significa dejarse transformar por el amor que uno recibe, e involucrarse en su lógica de gratuidad.
La mejor prueba del amor de Dios la tenemos precisamente en la Pascua que estamos celebrando: Dios ha resucitado a Jesús para que todo el que cree en él tenga vida, una vida eterna, plena y feliz: es la vida y el amor mismo de Dios y para siempre. De Dios podemos resaltar su inmenso poder, su sabiduría, su santidad. Pero, sobre todo, Dios es amor. Ahí está el punto de partida de todo. La creación entera, nuestra existencia en este mundo y nuestra condición de cristianos son fruto del amor de Dios. Es el amor de Dios el que nos ha creado, el que nos ha recreado en el Bautismo, el que nos va conduciendo y guiando por la fuerza del Espíritu Santo. En nuestra vida hemos de reconocer ese amor primero que Dios nos tiene y empaparnos de él, como lo hizo la santísima Virgen María.
Jesús mismo es el amor encarnado de Dios: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15, 9). En Jesús Cristo vemos y experimentamos el amor de Dios en la historia y en nuestro presente. Cristo nos ama personalmente: “Ya no os llamo siervos, os llamo amigos” (Jn 15, 15), nos dice. Y “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). En la cena de despedida con sus discípulos donde les dice estas palabras, hará un adelanto simbólico de su amor entregado en la cruz: se ciñe la toalla y les lava los pies. Porque amar es servir, es entregarse.
4. Por ello, Jesús puede pedir de sus discípulos. “Amaos unos a otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12). El mandamiento nuevo del amor no es una norma más, sino el camino para permanecer en el amor que Jesús nos tiene, que nos vincula a la vez al amor del Padre. Cumplir los mandamientos es permanecer en el amor de Jesus. El amor de Dios en nosotros nos capacita y lleva a amar también a los demás como hermanos.
Cristo Jesús nos llama amigos y nos destina a dar fruto. El fruto es el mismo amor con que Jesús nos ha amado. Por ello el amor cristiano es activo, servicial, entregado, desinteresado y universal: busca amar de la misma manera que Jesus nos ha amado. De la experiencia personal del amor de Dios por cada uno de nosotros brota nuestra capacidad y energía para amar a los que nos rodean. Al amar como Jesús nos ha amado participamos de su alegría. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud” (Jn 15, 11). El gozo de Jesús consiste en ser amado infinitamente por el Padre y en amar a los suyos hasta el final. Esta misma plenitud de alegría quiere comunicarla a los discípulos.
Pero ¿de qué amor se trata cuando Jesús nos pide amar como él nos ha amado? Se trata de un amor diferente del que normalmente queremos expresar con este término. El amor para nosotros suele ser un complejo de sentimientos, hecho de atracción física, deseo, pasión, satisfacción… En general, amamos algo o a alguien porque es bueno para nosotros. Dios, en cambio, no ama para recibir algo sino para dar y para darse. Así es como lo vivió Jesús y lo vivió su Madre y Madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó.
El amor de que nos habla Jesús no tiene su origen en nosotros sino en Dios. Es un amor que proviene de la unión con Dios, como nos muestra la Virgen Maria. Sólo unidos a Dios, sólo unidos a Cristo y abiertos a la gracia seremos capaces de vivir y difundir este amor a los demás. Un amor que es, ante todo, servicio entregado, que busca siempre el bien del otro. La voluntad de servicio hacia los hermanos debe animar nuestra vida cristiana, sea cual sea el lugar o la vocación en la que Dios nos llama. Es en los hermanos donde Dios quiere que descubramos su imagen, tantas veces desfigurada.
En nuestra sociedad los lazos de afecto y amistad son frágiles. Pese a tantos medios para comunicarse hay mucha soledad; vivimos preocupados por la defensa de nuestro bienestar personal y del propio ego. Los lazos de afecto entre las personas basados solamente en el amor humano no son estables y fácilmente se deterioran y rompen. Cada vez es más difícil vincularse de por vida con relaciones permanentes. Sólo el amor desinteresado que viene de Dios por medio de Jesús resucitado puede ayudarnos a romper el muro de egoísmo que tiende a separarnos unos de otros. Si acogemos las palabras del Evangelio podremos experimentar la fuerza que regenera y sana nuestras relaciones. Este amor es el sello distintivo de quien ha nacido de Dios y conoce a Dios. Pero no es algo adquirido de una vez para siempre. Hemos de cuidarlo día a día; en la oración, en los sacramentos del perdón y de la Eucaristía. El amor de Dios no conoce límites de ningún tipo, rompe todas las barreras de raza, cultura, nación, ideologías e incluso de fe, como leemos en los Hechos de los Apóstoles cuando el Espíritu también llenó la casa del pagano Cornelio.
5. La Palabra de Dios de este domingo nos exhorta a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios que es amor, a abrirnos a su gracia. Convertidos de corazón al amor de Dios en Cristo, daremos testimonio del amor de Dios en el amor fraterno. Nada ni nadie está más cerca del hombre y de la mujer, de toda creatura que Dios mismo. Dios no es enemigo del hombre. Es su Padre y Creador amoroso, que en Cristo llama al amor y a la vida, la ofrece y la hace posible: una vida eterna y plena, la única salvación posible y razón de nuestra esperanza. No se trata de elegir entre Dios y el hombre, sino de elegir a Dios y al hombre, a Dios a causa del hombre. Quien elige a Dios auténticamente, elige al Padre del hombre y el que elige auténticamente al hombre, está eligiendo a Dios, principio y fin del hombre, fundamento último de su vida, de su dignidad y de su libertad.
María, la Mare de Déu del Lledó, nos muestra el camino: ella es la llena de gracia, la elegida por puro amor divino para ser la Madre del Salvador. Y ella supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. El amor y la gracia de Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse, con un mismo acto de amor a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar y servir a los hombres.
De manos de María, la Mare de Dèu del Lledó, sus devotos estamos llamados a ser testigos del amor de Dios en el amor al prójimo. Contemplando a María, nuestras comunidades cristianas están llamadas a ser el lugar donde todos puedan encontrar y experimentar el amor cercano y personal de Jesucristo. Sólo el Señor resucitado es capaz de vivificarnos plenamente y hacer de nosotros testigos de su amor mediante nuestro amor fraterno y comprometido.
A la Mare de Déu del Lledó nos encomendamos y le rezamos: “Tu, Madre santa, eres la llena de gracia y del amor de Dios. Esta es la fuente de tu bondad. Tu poder es el amor y el servicio. Enséñanos a nosotros, grandes y pequeños, gobernantes y servidores, a vivir como tú. Ayúdanos a creer en Dios y a confiar en su amor, para que vivamos alegres en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser humildes. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de su vientre! Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-.Castellón