El próximo miércoles, Miércoles de Ceniza, comienza el tiempo de Cuaresma. En la imposición de la ceniza escucharemos las palabras de Jesús al inicio de su actividad pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Estas palabras son el leit-motiv del camino cuaresmal hacia la Pascua. La conversión pide un cambio de mentalidad: volver la mirada y el corazón a Dios, dejarse encontrar por su amor misericordioso y vivir en adhesión amorosa a Dios y a sus mandamientos, y así el amor al prójimo y a toda la creación. Nos lo recuerda el papa Francisco en su mensaje para la cuaresma de este año: “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,19).
Hemos traspasado ya el ecuador del curso pastoral. Es bueno recordar que para este año en nuestra Iglesia diocesana nos hemos propuesto hacer de la Eucaristía el centro de la vida y de la misión de toda comunidad parroquial y de todo cristiano. Es necesario, por ello, que cada parroquia en su consejo de pastoral, los grupos de sacerdotes de los arciprestazgos y el consejo arciprestal revisen qué lugar está ocupando este objetivo en la vida parroquial y qué acciones se están llevando a cabo. Aún hay tiempo para que nuestra programación diocesana anual no quede en el papel, y pongamos por obra lo que pensemos necesario en orden a dicho objetivo.
Como fruto visible del Jubileo de la Misericordia, nuestra Diócesis puso en marcha el “Proyecto sí a la vida, Hogar de Nazaret”. Está pensado para acompañar a adolescentes embarazadas y ayudarles en la acogida de la vida que llevan en su seno. Es un compromiso más de nuestra Iglesia en nuestro ‘Sí, a toda vida humana’ en todos los momentos y circunstancias de su existencia terrenal.
El derecho a la vida es un derecho universal, que corresponde a todo ser humano. El primer derecho de una persona humana es su vida; es el bien fundamental, condición para todos los demás. Las cosas tienen un precio y se pueden vender, pero las personas tienen una dignidad que no tiene precio y que vale más que cualquier otra cosa. Por el sólo hecho de haber sido querido por Dios y creado a su imagen y semejanza, todo ser humano tiene una dignidad innata e inalienable que pide y merece ser reconocida, respetada y promovida por parte de todos. La vida de todo ser humano, en cualquier fase de su desarrollo, desde su fecundación hasta su muerte natural es inviolable. El respeto y la defensa de toda vida humana es la primera expresión de la dignidad inviolable de toda persona humana.
Toda vida humana siempre ha de ser acogida y protegida -ambas cosas juntas: acogida y protegida- desde la concepción hasta la muerte natural, y todos estamos llamados a respetarla y cuidarla. Por otro lado, es responsabilidad del Estado, de la Iglesia y de la sociedad acompañar y ayudar concretamente a quienquiera que se encuentre en situación de grave dificultad, para que nunca sienta a un hijo como una carga, sino como un don, y no se abandone a las personas más vulnerables y más pobres. Muchas veces nos hallamos en situaciones donde vemos que lo que menos vale es la vida de un ser humano. Por esto la atención a la vida humana en su totalidad se ha convertido en los últimos años en una auténtica prioridad del Magisterio de la Iglesia, particularmente a la más indefensa, o sea, al discapacitado, al enfermo, al que va a nacer, al niño, al anciano, que es la vida más indefensa.
Entre nosotros se extiende la así llamada ‘cultura de la muerte’, basada en el egoísmo individualista. A nuestra sociedad le aqueja una grave incoherencia, un doble lenguaje y una doble vara de medir a la hora de reconocer, respetar y promover el derecho a la vida. En la cultura del culto al cuerpo, se subraya la importancia y el valor de la vida de los sanos, pero no se valora igual la vida de los enfermos incurables, ni de los discapacitados, ni la de los ancianos, ni la de los niños no nacidos. Una mentalidad muy difundida de lo útil, la “cultura del descarte” -en palabras del papa Francisco-, esclaviza los corazones y las inteligencias de muchos. Esta “cultura” pide eliminar seres humanos, sobre todo si son física o socialmente más débiles e improductivos.
Nuestra respuesta a esta mentalidad es un ‘sí’ decidido y sin titubeos a la vida. La vida de todo ser humano es un bien en sí mismo. Además, en el ser humano frágil cada uno de nosotros está invitado a reconocer el rostro del Señor, que en su carne humana experimentó la indiferencia y la soledad a la que a menudo condenamos a los más pobres, débiles e indefensos. Cada niño no nacido, pero condenado injustamente a ser abortado, tiene el rostro de Jesucristo, que antes aún de nacer, y después recién nacido, experimentó el rechazo del mundo. Y cada enfermo, cada discapacitado, y cada anciano, aunque esté enfermo o al final de sus días, lleva en sí el rostro de Cristo. No nos pueden ser indiferentes ni pueden ser marginados o descartados.
Los cristianos estamos llamados a sertestigos y difusores de la cultura de la vida humana frente a los desafíos de nuestro tiempo. Cada vida es un don de Dios y una responsabilidad nuestra. El futuro de la libertad y de la humanidad de nuestra sociedad depende del modo en que sepamos responder a estos desafíos. No podemos eludir estas cuestiones ni silenciarlas. Son aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia y pertenecen al núcleo de lo que nos ha sido transmitido por el Señor. Esto no sólo requiere palabras sino también hechos; y pide conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la conciencia de la sociedad. Es éste un compromiso de evangelización que requiere a menudo ir a contracorriente. El Señor cuenta con nosotros para difundir el “Evangelio de la vida”.
En la fiesta de la Virgen de
Lourdes, el 11 de febrero, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo. Es un día
para renovar la cercanía, la solicitud, el afecto y el compromiso de toda la
Iglesia y de cada uno de nosotros hacia los enfermos.
La
enfermedad es un signo de nuestra condición humana, finita y limitada. Como nos
recuerda el papa Francisco, en su Mensaje para esta Jornada, “cada hombre es
pobre, necesitado e indigente. Cuando nacemos, necesitamos para vivir los
cuidados de nuestros padres, y así en cada fase y etapa de la vida, nunca
podremos liberarnos completamente de la necesidad y de la ayuda de los demás,
nunca podremos arrancarnos del límite de la impotencia ante alguien o algo.
También esta es una condición que caracteriza nuestro ser “criaturas”. El justo
reconocimiento de esta verdad nos invita a permanecer humildes y a practicar
con decisión la solidaridad, en cuanto virtud indispensable de la existencia”.
Igual que a los pobres, como
nos dice Jesús, también a los enfermos, siempre los tendremos entre nosotros. Los
enfermos no nos pueden ser indiferentes: no podemos olvidarlos, ocultarlos o
marginarlos. En la atención gratuita y en la acogida afectuosa de cada vida
humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto
importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se
ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para
curarlos. “Los gestos gratuitos de donación, como los del Buen Samaritano, son
la vía más creíble para la evangelización” (Francisco).
Jesús siempre se acercaba y atendía
a los enfermos, especialmente a los que habían quedado abandonados y arrinconados
por la sociedad. La cercanía y compasión de Cristo hacia los enfermos, sus
numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que
Dios ha visitado a su pueblo y del amor de Dios hacia cada uno de ellos; su
compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “estuve
enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
El ejemplo que nos dio Jesús
es admirable y muestra, a la vez, el camino y la actitud que todo cristiano y
toda comunidad cristiana hemos de mostrar hacia los enfermos. El mismo Jesús
encargó a sus discípulos la atención de los enfermos. Por ello la atención
cercana a los enfermos, hecha con cariño y gratuidad, no puede faltar nunca en la acción pastoral de nuestra Iglesia
diocesana y de cada parroquia. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario
en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas y de los
cristianos, siguiendo las palabras de Jesús y su ejemplo al modo del buen
samaritano.
La Campaña para la Jornada de este año se fija en el voluntariado
en la pastoral de la salud bajo el lema bíblico “Gratis habéis recibido, dad
gratis” (Mt 10, 8). Contamos con un buen número de visitadores de enfermos en
muchas parroquias y, en los hospitales, con muchos voluntarios: junto con los
sacerdotes y los capellanes, se acercan y atienden a los enfermos y a sus
familias humana y espiritualmente.
Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que atender. Es
una pena que haya quienes priven a sus familiares enfermos de la atención y
cercanía del sacerdote o de los
visitadores y voluntarios sea en casa o en los hospitales. Nos se les avisa a
veces en contra de voluntad del mismo enfermo. De otro lado, no olvidemos que
en todos los hospitales existe un servicio religioso católico, que se ha pedir
expresamente para que los capellanes o visitadores puedan acudir a las
habitaciones y evitar dificultades administrativas.
Nuestros enfermos necesitan de nuestra atención humana y espiritual,
de nuestra cercanía cordial. Esto hace necesaria una formación del corazón. Nuestros
visitadores de enfermos y voluntarios están llamados a ser hombres y mujeres
movidos, ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido
conquistado por Cristo con su amor, para que los enfermos y sus cuidadores
sientan al amor de Cristo hacia cada uno de ellos, que nunca los abandona; porque
es la caridad de Cristo, quien les mueve.
En este mes de febrero tiene lugar
la Campaña anual de Manos Unidas, que este año celebra su 60º Aniversario: son sesenta
años de compromiso tenaz en la lucha contra el hambre de pan, el hambre de
cultura y el hambre de Dios, como decían en su primer manifiesto. Ya desde un
primer momento, Manos Unidas vio, si embargo, que la negación de los derechos
humanos está en la base y es una de las causas fundamentales de la pobreza y la
exclusión que sufren cientos de millones de personas en nuestro mundo. De ahí
que su compromiso cristiano por el reconocimiento efectivo y el trabajo continuado
a favor de los derechos humanos de todos, en especial de los más pobres y
desfavorecidos y entre ellos de las mujeres y de las niñas, han estado siempre presentes
en la misión de Manos Unidas y vuelvan a estar en el punto de mira de la
Campaña de este año al celebrar este Aniversario
Hablar de derechos humanos
significa, ante todo, poner en el centro de la mirada, del corazón y de la acción
la dignidad de toda persona humana, como hace Manos Unidas. Por el sólo hecho
de haber sido querido y creado por Dios a su imagen y semejanza, todo ser
humano tiene una dignidad innata e inalienable, con independencia de sexo, raza,
lengua, país, religión, edad o condición social; una dignidad que merece ser
reconocida, respetada y promovida por parte de todos. La dignidad de todo ser
humano es el fundamento de los derechos humanos, que son universales e
indivisibles: son universales, porque corresponden a toda persona por el hecho
de serlo y, en consecuencia, deben ser reconocidos a todos; y son indivisibles
porque no pueden ser aplicados por partes separadas, porque se corre el riesgo
de contradecir la unidad de la persona humana. Estos derechos fueron declarados
para eliminar los muros de separación que dividen a la familia humana y los
pueblos, y para favorecer el desarrollo
humano integral, que significa “promover a todos los hombres y a todo el
hombre […] hasta la humanidad entera” (Pablo VI, Populorum Progressio, 14); porque una visión reduccionista de la
persona humana abre el camino a la propagación de la injusticia, de la
desigualdad social y de la corrupción.
Es cierto que se ha avanzado
mucho en este terreno. La afirmación de la dignidad de la persona humana es hoy
un hecho prácticamente universal. También lo es el reconocimiento teórico de
los derechos humanos en la mayoría de los Estados. Pero no es menos cierto que
aún queda mucho por hacer para que su ejercicio y disfrute sea efectivo y real
para todos. Fiel a su origen, Manos Unidas pone de nuevo el foco en la defensa
de los derechos humanos “promoviendo los derechos con hechos”, para que lo
escrito en los textos legales sea real en la vida de las personas y para que
millones de seres humanos, hermanos nuestros, sobre todo los más vulnerables, puedan
disfrutar de esos derechos y puedan vivir con la dignidad de hijos e hijas de
Dios.
Y lo quiere hacer siguiendo en su
lucha para erradicar el hambre en el mundo, porque, a pesar del enorme
incremento de alimentos y todo el trabajo realizado 821 millones de personas
pasan hambre y cada día mueren unas 25.000 personas por causas relacionadas con
la pobreza. Es un verdadero escándalo que exige nuestro compromiso en favor del
derecho a la alimentación, como un imperativo de nuestra fe y de nuestra
responsabilidad con la construcción del bien común. El hambre es contrario al
plan de Dios. En la raíz aparece siempre el egoísmo, la avaricia y la
insolidaridad de los países más ricos.
En su lucha contra la pobreza y
el hambre, y por los derechos humanos se quieren fijar también en el derecho a la
educación, a la salud y al agua, que están entrelazados entre sí. Y porque los
derechos humanos corresponden a todos –sea hombre o mujer- seguirán luchando
para lograr la igualdad entre hombres y mujeres en todos los ámbitos:
educación, atención médica, trabajo decente, reconocimiento social o la
representación en las decisiones políticas y económicas.
Apoyemos con generosidad a la
organización católica Manos Unidas en su lucha a favor de la justicia y a una vida
digna para todos, necesarias para el desarrollo integral de “todos los hombres
y de todo el hombre”.
Hace unos días os invitaba
a todos a la Jornada diocesana de anuncio del Congreso Nacional del laicado en
España, en febrero de 2020. Esta Jornada diocesana la celebraremos en la mañana
del sábado, 2 de febrero, en el Seminario Diocesano Mater Dei. Así comenzaremos la fase diocesana previa al Congreso
Nacional.
Perdonad que insista en ello. Mi invitación está dirigida a todo el Pueblo de Dios de Segorbe-Castellón; vale pues para todos: laicos, consagrados, diáconos permanentes y sacerdotes. Vale, en primer lugar, para todos los laicos –hombres y mujeres-, especialmente para los jóvenes, estéis asociados o no; vale para los miembros de movimientos apostólicos y nuevos movimientos, de cofradías y hermandades y de otras realidades eclesiales, incluidas las que no se consideran movimientos; y, vale, por supuesto, para catequistas, profesores de religión, profesores cristianos, visitadores de enfermos, voluntarios de Cáritas, monitores de tiempo libre, etc. Que nadie se sienta excluido. Por supuesto que también deben sentirse interpelados por la invitación los sacerdotes, pastores al servicio de todo el Pueblo de Dios en la diversidad de carismas, vocaciones y tareas, así como los religiosos, las religiosas y los diáconos.
Pienso con toda honradez que es de suma importancia participar en el encuentro e implicarse también activamente en el posterior proceso de oración y de reflexión sobre la responsabilidad y tareas de los laicos en la misión en la Iglesia y, de modo particular en lo que les es específico, en el mundo. La misión de la Iglesia corresponde a todos los bautizados según el carisma, el ministerio y la función que cada uno ha recibido. Las palabras de Jesús “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15), se dirigen a todos los bautizados. Ya el Concilio Vaticano II nos enseñó que también los fieles laicos, incorporados a Cristo y a la Iglesia por el bautismo, están llamados a participar, según su condición, en la misión evangelizadora de todo el pueblo de Dios. No es una concesión de los pastores, sino un don y una llamada, que han recibido del mismo Señor en el bautismo. Es más; sin la implicación efectiva de los laicos no será posible la urgente tarea de la nueva evangelización de nuestra Iglesia y comunidades y menos aún de nuestra sociedad. Es la hora de los laicos.
Todos los bautizados estamos llamados a ser santos y discípulos misioneros del Señor. Y todos juntos –laicos, consagrados y sacerdotes-, hemos de volver a reflexionar sobre la corresponsabilidad de los laicos en la vida y misión de nuestra Iglesia. Juntos hemos de analizar con humildad y sinceridad si los laicos asumen y/o se les deja asumir la tarea evangelizadora que les es propia. Juntos hemos de ver también el modo de promover su participación en la vida de la Iglesia y en la misión común, y de acompañarles en su vida y formación cristianas. Juntos hemos de visibilizar su participación en la vida y misión de la Iglesia. Y juntos hemos de buscar los caminos de evangelización en el mundo de hoy y las respuestas del Evangelio ante los problemas que vivimos. Esto es caminar juntos, es decir, sinodalmente. La fase diocesana preparatoria del Congreso Nacional nos ofrece la ocasión para vivir esta sinodalidad, creando espacios de oración, de encuentro, de escucha, de diálogo, de discernimiento y de participación de todos en los grupos, movimientos, parroquias y Diócesis.
El punto de partida irrenunciable para la misión de todo bautizado es vivir la novedad de la vida cristiana que dimana de su Bautismo y la llamada universal a la santidad. A partir de una vida cristiana intensa de fe, alimentada en la oración, en la Palabra de Dios, en los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, y en la vida diaria, el cristiano puede y debe crear un mundo diferente, purificado, humanizado y santificado por la acción del Espíritu Santo. Desde la belleza y la alegría de su vida redimida y enriquecida por los dones de Dios, el cristiano puede y debe hablar de lo que ha recibido: del Señor Jesucristo y del amor del Dios Padre que son el origen y la riqueza de su vida; y sobre todo, podrá y deberá plasmarlo en su actividad cotidiana. A este fin nos ayudará reflexionar sobre la Exhortación Apostólica del Papa Francisco “Gaudete et Exsultate” ayudados por el cuaderno “Misioneros de la alegría. Itinerario para laicos 6.0”, publicado por la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar.
Os animo pues a todos a participar en la
Jornada diocesana del día 2 de febrero y en la Fase Diocesana Preparatoria del
Congreso Nacional. Os espero.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente. Obispo de Segorbe-Castellón
Todavía está viva la celebración de la Navidad en nuestro corazón. Y la Jornada de la Infancia Misionera, el domingo, día 27 de enero, nos invita a volver de nuevo nuestra mirada a Belén. Junto con los niños de Infancia Misionera, acompañaremos a José y a María en su “peregrinación” de Nazaret a Belén; y como los pastores y los Magos de Oriente, iremos al portal de Belén para contemplar y adorar al Niño, el Hijo de Dios, recién nacido. En ese Nino frágil y pobre podemos contemplar el amor humilde e infinito de Dios que quiso visitar a su pueblo para santificarlo, darle su amor y su vida. A cuantos lo acogen con fe, les llena de su amor, de su paz y de alegría y dan testimonio de la alegría del Evangelio en medio del mundo. El Niño nacido en Belén es la Buena Noticia de Dios para todo hombre y mujer de todo tiempo y lugar, que, una vez encontrada y contemplada, como los pastores y los Magos, es anunciada a todos. Es lo que resalta el lema de la Jornada de este año. “Con Jesús a Belén. ¡Qué Buena Noticia!”.
Despertar el sentido misionero en los niños bautizados es primordial, ya que, por el bautismo, todos somos misioneros, o, en palabras del papa Francisco, “discípulos misioneros” de Jesús, la Buena Noticia para el mundo. Sí, también los niños lo son por su bautismo; y ellos también están llamados a ser con su palabra y con su vida discípulos misioneros del Señor. Esta es la razón honda y la propuesta educativa de Infancia Misionera: dar al niño el protagonismo misionero que le corresponde por razón de su bautismo. Para ello, los niños de Infancia Misionera están invitados, en primer lugar, a encontrarse personalmente con Jesús, para contemplarle, adorarle y rezarle, entregarle su ofrenda con amor, como los pastores y Magos de Oriente. La alegría de este encuentro con Jesús, el sentirse amado por Dios en ese Niño Dios, pobre y humilde, les impulsará a llevar a otros niños al encuentro con Jesús y a ofrecer su pequeña ofrenda para que la Buena Noticia llegue también a los niños de países de misión. Quien recibe el don tan hermoso de la amistad con Jesús siente la necesidad de transmitirlo a los demás. La llamada que sienten los niños a la misión hace que crezca en ellos un espíritu de amor al prójimo, generosidad, solidaridad y entrega que les acompañará toda la vida.
Es lo que pretende la Obra de la Infancia Misionera, que nació para que los niños pudieran ayudar a los niños de los países de misión. En1843, el obispo francés Forbin-Janson, de acuerdo con Paulina Jaricot, pensó que los niños podían hacerlo y les propuso un reto: “Podéis ayudarme a salvar a los niños de China rezando un avemaría cada noche y ofreciendo por ellos una limosna”. Así de sencillo. De este modo comenzó esta obra quecontó siempre con el apoyo de los Papas. En 1950, Pío XII instituyó el Domingo Mundial de la Infancia Misionera, que celebramos el domingo próximo.
La Infancia Misionera no está pasada de moda. Cuantos trabajamos en la iniciación cristiana sabemos que es vital y decisivo para su futura vida cristiana que los niños bautizados tengan la experiencia de un encuentro personal con Jesús en su más tierna infancia. Sólo desde ahí podrán crecer como discípulos misioneros de la Buena Noticia. A esto les ayuda la obra de Infancia Misionera llevándoles al encuentro con Jesús y haciéndoles protagonistas de la misión, como “pequeños misioneros” con los de cerca –amigos, padres, compañeros- y con los de lejos.
Por ello os invito a todos los niños de todas las parroquias y colegios a nuestro encuentro anual de Infancia Misionera el sábado, 26 de enero, por la mañana en el Seminario diocesano Mater Dei. Los varios centenares de niños y niñas que participan cada año en el encuentro son testigos de la alegría que da compartir la fe y la misión, de ser amigos de Jesús para llevar a otros el amor de Dios que él nos ha traído. Animo a todos –niños y niñas, catequistas y profesores, parroquias, movimientos y comunidades eclesiales, a todos los sacerdotes- a participar en el encuentro. No os defraudará.
Queridos niños y niñas de Infancia Misionera: ¡Gracias por vuestra implicación! ¡Continuad así! ¡Sed amigos de Jesús! ¡No perdáis vuestro espíritu misionero! Los adultos os apoyamos con nuestra oración y aliento, y con nuestra aportación económica.
En la Fiesta del Bautismo de Jesús, el día 13 de enero, revivimos su bautismo a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Este hecho se convierte en una solemne manifestación de su divinidad. “Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo en forma de paloma, y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco’” (Lc 3, 21-22). Es la voz de Dios-Padre que manifiesta que Jesús es su Hijo Unigénito, su amado y predilecto. Jesús es el enviado por Dios para liberar y salvar a su pueblo, para ser portador de justicia, de luz, de vida y de libertad. Jesús es el Cordero que toma sobre sí el pecado del mundo, el Mesías enviado para destruir el pecado y la muerte. Por su muerte redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso sobre el Maligno.
En el Jordán se abre una nueva
era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás,
es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse “en hijos de Dios, a los que
creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre,
sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13). El bautismo de Jesús nos remite así al bautismo cristiano, a nuestro
propio bautismo. En la fuente bautismal, renacemos por el agua y por el
Espíritu Santo a la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos en su Hijo
unigénito; su gracia transforma nuestra existencia, liberándola del pecado y de
la muerte eterna. El bautismo nos sumerge en su misterio pascual, en el
misterio de su muerte y en su resurrección, que nos lava de todo pecado y nos hace
renacer a una vida nueva: la vida misma de Dios. He aquí el prodigio que se
repite en cada bautismo. Como Jesús, el bautizado podrá dirigirse a Dios llamándole
con plena confianza: “Abba, Padre”. Sobre cada bautizado, adulto o niño, se
abre el cielo y Dios dice: este es mi hijo, hijo de mi complacencia. Los
bautizados entran así a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios, la
Iglesia, y podrán vivir en plenitud su vocación a la santidad, a fin de poder
heredar la vida eterna.
Este es el gran don que Dios nos hace en el bautismo. No hay regalo mayor ni más precioso que podamos recibir o podamos hacer a nuestros hijos que el bautismo. La vida humana, que recibimos de Dios a través del amor de nuestros padres, es un gran regalo, pero tiene un final; la nueva vida del bautismo, por el contrario, no tiene fin: perdura para siempre, es eterna. Cuando los padres piden el bautismo para sus hijos con fe y convicción y no por mera tradición, manifiestan su fe, su gratitud y su alegría por ser hijos de Dios, por ser cristianos y por pertenecer a la Iglesia. Y, porque lo consideran un gran regalo para sí, lo quieren también para sus hijos. Otros padres bautizados, por desgracia, privan a sus hijos de este hermoso regalo, porque o no valoran el propio bautismo, han dejado de creer o se han alejado de la Iglesia.
El don de la nueva vida, recibida
en el bautismo, es como semilla llamada a germinar, crecer y desarrollarse para
dar frutos de santidad, de perfección en el amor y de vida eterna. Para ello,
este don debe ser acogido y vivido personalmente. Es un don de amistad que
implica un ‘sí’ al amigo e implica un ‘no’ a lo que no es compatible con esta
amistad. Dios quiere y espera nuestra respuesta libre; esta respuesta comienza
por nuestra fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, nos fiamos de Dios y
confiamos en Él, nos adherimos de mente y de corazón a su Palabra, acogemos su
gracia en los sacramentos, le amamos con todo nuestro ser y seguimos sus
caminos. Todo bautizado, también los bautizados en la infancia en la fe de la
Iglesia, profesada por sus padres, al ser capaz de comprender, debe recorrer personal
y libremente este camino espiritual con la gracia de Dios, para que desarrolle el
don recibido en el bautismo.
Nuestros niños bautizados necesitan que padres y padrinos, y toda la
comunidad cristiana les ayudemos a vivir su bautismo. La riqueza de la
nueva vida bautismal es tan grande que pide de todo bautizado una única tarea: Caminar
según el Espíritu (cf. Ga 5, 16), es decir, a encontrarse personalmente con
Jesús para vivir unidos a Él y obrar constantemente en el amor a Dios haciendo
el bien a todos como Jesús.
La Epifanía del Señor es una fiesta muy antigua quetiene su origen en el Oriente cristiano; pone de relieve el misterio de la manifestación de Jesucristo a todas las naciones, representadas por los Magos que acudieron a adorar al Rey de los judíos recién nacido en Belén(Mt 2, 1-12). La “luz nueva” que se encendió en la noche de Navidad hoy comienza a brillar sobre el mundo, como sugiere la imagen de la estrella, un signo celestial que atrajo la atención de los Magos y los guió en su viaje hacia Judea.
El tiempo de Navidadestá marcado por el
tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del
solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse respecto a la noche. Pero, más
allá de la posición geográfica del sol, para todos los pueblos vale la palabra
de Cristo: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en
el horizonte de la humanidad para guiar a todos los pueblos e iluminar la
existencia personal de cada uno de nosotros, para llevarnos a todos hacia la
meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en
donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.Jesucristo
es el verdadero sol que ilumina nuestras vidas. Y los tres Magos se encontraron
con ese sol y fueron iluminados con la luz de la fe. Y esa luz cambió su vida y
se fueron por otro camino, el de la fe en Cristo.
En el relato evangélico de Mateo vemos,
en primer lugar,a esos tres Magos, a quienes la tradición popular llama Melchor,
Gaspar y Baltasar:quizá fueran astrónomos, en cualquier caso eran tres sabios
interiormente inquietos ybuscadores de la verdadera estrella de salvación. En
cuanto vieron la estrella, desataron sus camellos yse pusieron en camino.Ellos representan
a todos los hombres y mujeres de buena voluntad divina, que buscan al Dios
verdadero, cruzan mil penalidades y lo encuentran; son los hombres y mujeres,
que en la vida apuestan por lo divino en aras de lo humano, por lo espiritual
más allá de lo material y visible, por la apertura a Dios frente ala cerrazón
en sí mismo, en las comodidades de lavida y en el saber humano. No saben por
qué, pero buscan. No saben adónde, perose ponen en camino. No saben a qué, pero
van. Les mueve la nostalgia de Dios que todo hombre tiene en lo profundo del
corazón, invitándonos a todos a la fe en ese Dios, hecho hombre, hecho carne,
hecho niño.
En segundo lugar, aparecen dos caminos,
que son dos actitudes de vida. Estos son fundamentalmente dos: el camino del que
salede sí mismo, buscay llega a Dios, y el del que se cierra en sí mismo ynose
abre ni encuentra a Dios ni al prójimo. El que sale de sí mismo y busca, llega:
es el camino del hombre honesto que busca la felicidad y el sentido de la vida
más allá de sí mismo, de sus satisfacciones inmediatas y materiales. Este
camino no está exento deobscuridades; la estrella también se ocultó a los Magos.
Pero es un camino por el que, cuando el hombre es sincero consigo mismo y se
abre a la trascendencia, llegará a Dios, llegará al portal de Belén y se
encontrará con ese Dios, hecho carne, que los esperaba y los sonríe. El otro
camino es el del egocentrismo, que se cierra en sí mismo, nosale, ni busca, ni va
ni llega a Dios; sus frutos la tristeza y el vacío interior. Es el camino del egoísmo
idolátrico y ambicioso, representado por Herodes, que, en vez de acompañar a los
Magos, se quedó sentado en su trono real, temeroso de que alguien se lo
usurpase, y nadando en sus placeres materiales. Flavio Josefo, un historiador
judío, nos cuenta en su libro “Las Antigüedades de los judíos” la terrible
enfermedad yla muerte atrozde Herodes.
Y, finalmente, aparece una estrella. No
sabemos si la estrella delEvangelio estuvo alguna vez en el firmamento, -tal
vez sí-; o si fue la conjunción luminosa de los planetas Júpiter y Saturno allá
por los años en que nació Jesús, -es muy posible-; o si fue una inspiración
potente y divina que sonó en el corazón de estos paganosy los citó al encuentro
con Dios, -es lo más probable-. Sí, lo más seguro es que la estrella de los Magos
fue inspiración divina yque ellos reaccionaron a esta inspiración.
Acojamos el deseo innato de Dios que
todos llevamos dentro –es nuestra estrella- y, como los Magos, pongámonos en
camino. Dios sale a nuestro encuentro en el Niñode Belén. Vayamos como estos Magos
y dejémonos encontrar por Dios. Él nos está esperando. Y gozosos ofrezcámosle el
oro de nuestra libertad, el incienso de nuestra adoración y la mirra de nuestros
sufrimientos y penalidades.
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