Queridos diocesanos:
Este domingo, el último del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Jesús mismo se declara Rey ante Pilatos en el interrogatorio a que lo sometió cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de ‘rey de los Judíos’. “Tú lo dices, yo soy rey”, responde Jesús a Pilatos; “pero mi reino no es de este mundo”, aclara (cf. Jn 18, 36-37). Por esta razón, Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político (cf. Mt 20, 25).
El reino de Jesús, en efecto, nada tiene que ver con los reinos y los poderes de este mundo. No tiene ejército ni policía, no dispone de fuerza coactiva ni de un boletín oficial para imponer su voluntad, no usa el dinero para comprar voluntades. Jesús no pretende imponer su autoridad ni su Evangelio por la fuerza, sino que usa la palabra, la convicción personal y la adhesión de corazón para ofrecer a todos el Reino de Dios. Jesús no vino a dominar sobre los pueblos, sino a liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado, de la mentira, de la opresión e injusticias humanas, para reconciliarnos con Dios y con nuestros semejantes.
Con su encarnación, muerte y resurrección, Jesús ha instaurado definitivamente el Reino de Dios: un Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Este Reino está ya presente y actúa en este mundo, y llegará a su plenitud al final de los tiempos, después de que todos los enemigos y por último la muerte sean sometidos. Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será “todo en todos” (1 Co 15, 28).
Jesús ha nacido y ha venido al mundo para ser testigo de la verdad (Jn 18, 37). La ‘verdad’ que Cristo vino a testimoniar en el mundo es que Dios es Amor, y que Dios crea todo por amor y para la vida, para darnos parte en su misma Vida y para que seamos eternamente felices con Él. Venimos del amor de Dios y hacia Él caminamos. Su amor es tal que nunca abandona al ser humano, tampoco en momentos de dificultad, como en la actual pandemia. Esta es la verdad de Dios, del hombre y del mundo, que es fuente de esperanza. De ella dio pleno testimonio Jesús con el sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el ‘trono’ desde el que manifestó la sublime realeza de Dios-Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del ‘príncipe de este mundo’ (Jn 12, 31) y, resucitando, instauró definitivamente el Reino de Dios.
Todos estamos llamados a participar de este amor de Dios y de su Reino. El camino para llegar a esta meta no admite atajos. En efecto, toda persona está invitada a acoger libremente la verdad del amor de Dios. Y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz, alegría y esperanza. Este es el modo de reinar de Dios, este es su proyecto de salvación, que se revela y desarrolla poco a poco en la historia.
La realeza de Cristo no puede ser comprendida por quien se aferra al poder de este mundo. Confesar hoy, en tiempos de relativismo, la verdad que Cristo nos ofrece, es objeto de incomprensión o de burla escéptica, como lo fue Jesús por parte de Pilatos. Además la realeza de Cristo va unida al amor por la verdad, que no siempre es cómoda. Hay una forma de ejercer hoy el poder que busca someter la verdad a la ‘verdad oficial’. El totalitarismo, dijo san Juan Pablo II “nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres”.
Se manipula la verdad con el fin de lograr y mantener el poder. Y así el fraude, el robo, la corrupción, la mentira, el aborto o la eutanasia -vendidos como progreso y como un derecho, cuando en verdad son un crimen-, y muchas otras formas injustas de tratar al hombre y de no reconocer su dignidad sagrada, dejan de reconocerse como males. La manipulación de la verdad mantiene a los hombres en la esclavitud, bajo la apariencia de libertad. Algunos experimentan la crueldad de esta situación, mientras que otros son esclavos de la mentira en el sueño de una aparente libertad.
Jesucristo, al liberarnos de la mentira, nos capacita para ordenar toda nuestra vida y nuestras acciones según Dios. Jesucristo abre ante nosotros un nuevo horizonte de libertad, que vence el miedo ante todo poder humano. Dejemos que su Reino se haga presente en medio de nosotros. Sólo él puede liberarnos de toda forma de tiranía.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón