Queridos diocesanos:
En nuestro itinerario cuaresmal llegamos al V Domingo de Cuaresma. No cabe duda que estamos viviendo una cuaresma muy especial a causa de la pandemia del coronavirus (Covid 19). Esta epidemia ha trastocado el ritmo de nuestra vida ordinaria y nuestras costumbres; salvo necesidad o causa mayor, estamos todos confinados en casa. El virus ha puesto en jaque nuestro sistema sanitario, la economía y la vida laboral, la política, las escuelas y universidades, y la vida sacramental y la tarea pastoral de nuestras parroquias. Es como si, de pronto, nos hubieran quitado el suelo bajo los pies y todos flotásemos en el aire sin pisar tierra firme. A todos nos entra una cierta dosis de incertidumbre, de preocupación, de angustia y de miedo.
Esta situación de ‘desgracia’ y dramática para toda la sociedad –especialmente para los fallecidos y sus familias, para los contagiados y los sanitarios, que los atienden con una entrega encomiable y heroica-, se puede convertir en un momento de gracia; más aún: es un momento de gracia de Dios, una oportunidad para vivir la cuaresma desde su raíz, para prepararnos a la Pascua de la Resurrección.
En la cuaresma, la Iglesia nos llama a la conversión de corazón a Dios y a los hermanos, mediante la oración, el ayuno y la limosna. Si volvemos nuestra mirada, nuestro corazón y nuestra vida a Dios, si ayunamos de tantas cosas que nos impiden abrirnos al amor de Dios –“porque no sólo de pan vive el hombre”-, nuestro corazón se abrirá también al amor a nuestros hermanos, siendo caritativos y solidarios. En esta situación de pandemia, la cuaresma nos está ofreciendo la gracia de vivir nuestra caridad hacia los fallecidos y sus familiares, hacia los contagiados y los sanitarios, y hacia las personas mayores, impedidas, solas y más vulnerables, estando pendientes de ellas y ofreciéndoles nuestra ayuda, cercanía y solidaridad. Estamos viendo muchos casos de caridad estos días: en nuestros sacerdotes –tan cercanos y servidores de sus feligreses en lo espiritual, humano y material-; de religiosos y religiosas, que rezan por todos y/o atienden a los mayores y a los mas desfavorecidos; y de tantos laicos voluntarios en cáritas, residencias, alberges, hospitales, en el vecindario o en otras realidades o tareas. ¡Gracias sean dadas a Dios; gracias a todos por vuestra caridad y solidaridad!
Y en esta pandemia, la cuaresma nos pide y ofrece la gran oportunidad de volver nuestra mirada y nuestro corazón en Dios mediante la oración, para que avive nuestra fe, afiance nuestra esperanza y fortaleza nuestra caridad. Él es la fuente del amor y de la vida. Sabemos bien de Quien nos hemos fiado. Dios es misericordia y nunca nos abandona. Como cuando los apóstoles navegaban en el lago de Tiberíades y un fuerte viento zarandeaba la barca, Jesús se acerca y nos dice: “No tengáis miedo, soy yo”.
Hace unos días, leía el testimonio de una religiosa carmelita misionera, infectada e ingresada por el coronavirus; persona de alto riesgo por la edad y su historial clínico, pronto iba a ser dada de alta del hospital. El secreto de su fortaleza en la vida y en la enfermedad ha sido y es vivir sin miedo y con la confianza puesta en Dios. “Confío en ti, Señor”, fue su pensamiento y oración al conocer que estaba infectada. Esta confianza le da tranquilidad y le ayuda a vivir su enfermedad. “Ir de la mano de alguien como Dios ayuda porque el miedo desaparece y la esperanza crece”, comenta esta misionera. En su situación, ella se une a todos los contagiados y reza por ellos.
Ante tanto sufrimiento y muerte, muchos pueden preguntarse dónde está Dios. Quizá mejor nos deberíamos preguntar, dónde estamos nosotros para no sentir la presencia y el cuidado de Dios en la enfermedad y en la pandemia. “Dios –decía esta religiosa- está en el hospital moviéndose con todos ellos –personal sanitario- y con todos nosotros –los enfermos-. Es algo palpable”.
Está situación de pandemia pasará, así se lo pedimos al Señor. Pongamos nuestra mirada en Dios. Recemos. Quien no sabe el Padrenuestro, el Ave María o la Salve. Sabemos bien de quien nos hemos fiado; Jesús y la Virgen María están con nosotros, se compadecen de nosotros, sufren con nosotros, cuidan de nosotros. Dios no nos abandona nunca, ni tan siquiera en la muerte: Jesús ha sufrido, muerto y resucitado para que él tengamos vida, y vida en plenitud. Nuestra vida terrena es frágil y limitada; no es eterna. No somos dueños de la vida. Hemos de cuidarla con todas nuestras fuerzas y nuestros medios, siendo prudentes y responsables. Pero sabemos que al final de nuestro camino terrenal nos encontraremos con el Dios que nos ama y quiere darnos su vida para siempre.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón