Queridos diocesanos:
Mayo es el mes especialmente dedicado a la Virgen María en toda la Iglesia. Durante treinta días la mostramos nuestro cariño con flores y cantos, la rezamos, le agradecemos su presencia en nuestra vida personal, familiar y eclesial, invocamos su protección, nos sentimos amados por ella y damos gracias a Dios por tan buena Madre.
María es la Madre del Hijo de Dios según la carne. Así la celebramos este primer domingo de mayo en Castellón de la Plana; ella es la Madre de Dios de Lledó, la reina y patrona de Castellón. María ha concebido al Hijo de Dios en su seno virginal por obra del Espíritu Santo gracias a su elección divina y a su fe confiada en Dios. “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Maria es también nuestra Madre, la madre de todos los creyentes y de la Iglesia. María, nos dice san Juan, sigue creyendo y acompañando a su Hijo hasta la noche obscura del Calvario. Junto a la Cruz de Jesús estaba su madre. Y es entonces cuando Jesús, en la persona de Juan, nos la da y confía como madre espiritual: “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego, dijo al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 26-27).
Desde el mismo inicio de la Iglesia, la Virgen María está siempre presente en la vida de los cristianos y de la comunidad cristiana. Su presencia es como la de una buena madre en la familia, que ama, consuela y alienta a todos; ella ayuda a formar y mantener unida la comunidad cristiana. Su presencia es muchas veces imperceptible, pero no deja de ser real y eficaz, sosteniendo a todos con su amor e intercesión.
Mayo es un mes para contemplar a la Virgen María en su maternidad, en su fe fiel y en su entrega generosa y sacrificada, y en el camino de la fe y de nuestra vida y misión comunitaria como Iglesia del Señor. María nos mira siempre con verdadero amor de Madre. Como ya ocurrió en los primeros momentos de la Iglesia, cada uno de nosotros y la Iglesia entera, estamos en su corazón; ella cuida de nuestras personas y de nuestras vidas, de nuestros afanes y de nuestras tareas; ella ora con nosotros y nos alienta en nuestra misión evangelizadora como lo hizo con los Apóstoles. María camina siempre con nosotros en nuestros gozos y esperanzas, en nuestros sufrimientos y dificultades. Por eso el Papa Francisco nos pide que cuidemos nuestra relación con la Virgen María. De lo contrario, algo de huérfano hay en nuestro corazón y en nuestra Iglesia. No es signo de madurez cristiana creer superada la devoción a la Virgen.
Siempre tenemos necesidad de la Virgen, en particular en los momentos de dificultad; ella nos protege siempre con su manto maternal. La Virgen María nos ayuda a vivir nuestra condición de cristianos y de discípulos misioneros de su Hijo. María dirige siempre nuestra mirada hacia Jesús; ella nos lo muestra y nos lleva a Él. Su mayor deseo es que nuestra devoción a ella sea el camino para nuestro encuentro o reencuentro personal y comunitario con Cristo Jesús y con su Palabra, para que recuperemos la alegría del Evangelio, para que se afiance nuestra fe y se renueve nuestra vida cristiana, la vida de nuestras comunidades y de nuestra Iglesia diocesana.
Nuestro amor a Maria ha de estar siempre orientado a Cristo. Porque Cristo Jesús, el Señor muerto y resucitado, es el centro y fundamento de nuestra fe. El es el Salvador, el Mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús es el Camino para ir a Dios y a los hermanos; Él es la Verdad que nos muestra el misterio de Dios y, a la vez, el misterio y la grandeza del ser humano; y Él es la Vida en plenitud que Dios nos regala con su muerte y resurrección. María es siempre camino que conduce a Jesús. Ella no deja de decirnos: “Haced lo que Él os diga” (Jn. 2,5).
Nuestra devoción a la Virgen María será auténtica, si realmente nos lleva al encuentro personal con Cristo, a la conversión de corazón a Dios y a sus mandamientos, al fortalecimiento de nuestra fe y vida cristianas, a dejarnos evangelizar para ser una Iglesia misionera. María es la humilde esclava del Señor, la Madre que nos da a Dios, la primera discípula de su Hijo, el modelo perfecto a imitar para seguir y anunciar a Cristo. Si amamos a María de verdad, acogeremos de sus manos a Jesús, el Hijo de Dios, para encontrarnos con El, conocerle, amarle y seguirle con una adhesión personal en unión y comunión con la comunidad de la Iglesia.
A Cristo por María: este podría ser el lema para este mes de Mayo en el Año Jubilar de nuestra Iglesia diocesana.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón