Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Villarreal
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Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2024
(Ecco 2,7-13; Sal 34: 1 Cor 1, 26-31; Mt 11, 25-30)
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor
1. Os saludo de corazón a todos cuantos os habéis unido a esta celebración de la Eucaristía, aquí en la Basílica o desde vuestros hogares a través de la televisión, en especial a vosotros, los enfermos e impedidos.
Saludo con afecto al nuevo P. Abad del Monasterio cisterciense de Poblet e hijo de Vila-real, al P. Rafael Barrué; que el Señor te ilumine en la nueva tarea que te ha sido encomendada. Estimadas M. Abadesa y hermanas Clarisas de este Monasterio de San Pascual. Queridos Sres. Vicario General y Vicarios episcopales, Padres Franciscanos, sacerdotes concelebrantes, diáconos asistentes y seminaristas. Saludo con respeto y gratitud al Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Vila-real, a las autoridades, a los hijos predilectos de la Ciudad y a los representantes de las distintas entidades civiles y religiosas, y, ¡cómo no!, a la Reina de las Fiestas y sus damas.
2. Un año más, el Señor Jesús nos convoca en este día de Fiesta en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía para recordar y honrar a nuestro santo Patrono, Patrono de Villarreal y Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Y le honramos dando en lugar gracias a Dios una vez más por su santidad de vida. Hoy vienen de nuevo a nuestro recuerdo su vida sencilla de pastor y hermano lego, sus virtudes de humildad y de confianza en Dios, y de entrega y servicio a los hermanos, a los más pobres y necesitados; y, sobre todo, recordamos su gran amor a la Eucaristía y su profunda devoción a la Virgen.
Al mirar a Pascual se aviva en nosotros la historia de las raíces cristianas de nuestro pueblo. Es una historia entretejida por tantas personas sencillas, que, como Pascual, supieron acoger a Dios en su vida y confiaron en Él, que se dejaron transformar por el amor de Dios y lo hicieron vida en el amor y servicio a los hermanos; personas que, unidas a Cristo, fueron en su vida ordinaria testigos elocuentes del Evangelio de Jesucristo.
No nos limitemos a mirar con nostalgia el pasado, ni a quedarnos en el recuerdo pasajero; no nos quedemos en tomar a Pascual como ocasión para la fiesta profana. Celebremos con fe y devoción a Pascual. Hacerlo así implica dejarnos interpelar por nuestro Patrono en nuestra condición de cristianos de hoy; significa preguntarnos por el grado de nuestra fe en Dios, de nuestra fe y vida cristianas, de nuestro seguimiento de Jesucristo, de la transmisión de la fe cristiana a nuestros niños y jóvenes, por la vida cristiana de nuestras familias, y por la vitalidad y fuerza evangelizadora de nuestras comunidades cristianas y de nuestras asociaciones y cofradías. Mirando el ejemplo de santidad de Pascual pidamos a Dios que, por su intercesión, se avive nuestra fe, se fortalezca nuestra esperanza y se acreciente nuestra caridad.
3. Este año querría destacar tres rasgos de san Pascual; el amor, la oración y la esperanza.
De Pascual se ha destacado siempre su amor al prójimo y, en especial, a los más pobres. Pascual servía a todos con alegría. Sus hermanos de comunidad no sabían qué admirar más, si su austeridad o su caridad. Pascual “tenía especial don de Dios para consolar a los afligidos”, dicen muchos testigos. Su deseo era ajustar su vida al Evangelio según la Regla de San Francisco, desgastándose por Dios y por sus hermanos. Y todo ello con el espíritu de pobreza, austeridad y oración, propio de la orden franciscana. Sus oficios de portero, cocinero, hortelano y limosnero favorecieron el ejercicio de su caridad, impregnada siempre de humildad y sencillez. Su caridad era tanta que algunos hermanos de comunidad le reprochaban que los dejaba sin subsistencias; y los superiores tenían que ponerle límite, pero siempre terminaba venciendo la caridad. Para los pobres se privaba hasta de la propia comida. Decía que no podía despedir de vacío a ninguno, pues sería despedir de vacío a Jesucristo.
Pascual alimentaba su amor al prójimo en su gran amor a la Eucaristía, el sacramento del amor. Él sabía bien que Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8) y que Dios es el origen y la fuente de todo auténtico amor. Quien nace de esta fuente y permanece unido a ella, vive del amor y difunde amor. Por ello el amor a Dios y el amor fraterno van siempre unidos. De esta sabiduría divina surge el gran amor de Pascual por la Eucaristía, fuente permanente e inagotable del amor de Dios. Pascual sabía bien que para poder amar a los hermanos, antes de nada y sobre todo, hemos de abrirnos al amor de Dios y dejarnos amar por Dios. Es Dios quien nos ama primero con un amor totalmente gratuito e inmerecido por nuestra parte. Pero ser amado por Dios significa dejarse transformar por el amor que uno recibe, e involucrarse en su lógica de gratuidad. En nuestra vida hemos de reconocer ese amor primero que Dios nos tiene y dejarnos empapar de él, como lo hicieron la Virgen María y su gran devoto, san Pascual.
El amor cristiano, el amor fraterno, el amor que vivió Pascual, es un amor que proviene de la unión con Dios. Sólo unidos a Dios, sólo unidos a Cristo y abiertos a la gracia, como el sarmiento a la vid, seremos capaces de vivir y difundir este amor a los demás. Un amor que es, ante todo, servicio entregado, un amor que busca siempre el bien del otro. La voluntad de servicio hacia los hermanos debe animar nuestra vida cristiana, sea cual sea el lugar o la vocación en la que Dios nos llama. Es en los hermanos donde Dios quiere que descubramos su imagen, tantas veces desfigurada.
Nuestro mundo está falto de amor auténtico. Pese a tantos medios para comunicarse hay mucha soledad en niños, jóvenes adultos y, sobre todo, en los ancianos. Vivimos preocupados por la defensa de nuestro bienestar personal y del propio ego. Sólo el amor entregado y desinteresado, el que viene de Dios por medio de Jesús resucitado, puede ayudarnos a romper el muro del egoísmo que tiende a separarnos unos de otros. Si lo acogemos, como hizo Pascual, podremos experimentar la fuerza que regenera y sana nuestras relaciones. Este amor es el sello distintivo del verdadero discípulo de Jesús. Pero este amor no es algo adquirido de una vez para siempre. Hemos de cuidarlo día a día; en la oración, en los sacramentos de la Eucaristía y del perdón. El amor de Dios no conoce límites de ningún tipo, y rompe todas las barreras de raza, cultura, nación, ideologías e, incluso, de fe.
Servir al prójimo hermano y sentarlo a nuestra mesa se ha convertido en la actual coyuntura histórica en una urgencia moral y espiritual. Es una exigencia moral fundamental que nace del Evangelio y que brota de la Eucaristía: de su cumplimiento o no depende el bien integral de la persona humana y el futuro de la sociedad. La secuencia necesaria de ese gesto y actitud es la de sentar fraternalmente a la mesa a todo hombre necesitado de sustento, de casa, de atención sanitaria, de educación, de cultura y de trabajo y, sobre todo, de Dios: en cada ciudad y en cualquier lugar del mundo.
4. La oración es un segundo rasgo que brilla en la personalidad de Pascual; un rasgo de extraordinaria actualidad en este año dedicado a la oración para prepararnos al Jubileo de la Esperanza, que tendrá lugar en toda la Iglesia el próximo año 2025. El Papa Francisco ha querido que 2024 sea un año dedicado a la oración, ante todo, para recuperar el deseo de estar en la presencia del Señor, de escucharlo y de adorarlo. Todos estamos invitados a promover la oración individual y comunitaria.
Nuestro Patrono nos sirve de guía. Pascual era un hombre de oración: ¡un hombre de Dios! Sus versos manuscritos son pequeños destellos de su vida de intimidad con Dios. Pascual había recibido el don de la oración continua. Oraba en todo momento libre, sacrificando a veces el descanso nocturno; más aún, el trabajo y la relación con los demás no le impedían su contacto con Dios. Escribió que sin oración “no podemos vivir para Dios”. Cuando se creía solo, desahogaba el fuego de su corazón con alabanzas, cantos y hasta con danzas. De la oración, dicen sus hermanos, sacaba fortaleza y caridad. Hablaba de Dios, inflamado e inflamando a los demás. De la oración sacaba la caridad para con los hermanos. La verdad de la Eucaristía, que le arrebataba, la vivió en la oración y atendiendo a todos los necesitados. El amor de Dios que le llenaba manaba como de sus manos sin poder ser contenido.
El verdadero cristiano cuida y practica la oración, pase lo que pase, cueste lo que cueste. Permanecer en la oración, y más en concreto, en la oración eucarística, es la clave certera para descubrir el secreto interior de la vida de San Pascual: vida entregada al amor incondicional de sus hermanos de orden, de los pobres, de cualquier hombre o mujer necesitado, ¡Amor sin medida humana! Amor que viene de permanecer en el amor de Cristo, ofrecido en la Cruz por nosotros y por nuestra salvación. “Permaneced en mi amor”, dice el Señor, “el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante” (Jn 15,9b.5b). El permanecer en Cristo, con esa íntima dependencia vital como la que se da entre la vid y los sarmientos, explica lo más hermoso de la biografía de nuestro Santo: el fruto abundante de su vida para su tiempo y su fecundidad espiritual y humana para el nuestro (cf. Jn 15, 1-7).
En nuestro tiempo se revela cada vez con más fuerza la necesidad de una verdadera espiritualidad, capaz de responder a las grandes interrogantes que cada día se presentan en nuestra vida, provocadas también por un escenario mundial ciertamente preocupante. La crisis ecológica, económica y social agravada por la reciente pandemia; las guerras, especialmente la de Ucrania y Tierra Santa, que siembran muerte, destrucción y pobreza; la cultura de la indiferencia y del descarte, que tiende a sofocar las aspiraciones de paz y solidaridad y a marginar a Dios de la vida personal y social. Estos fenómenos contribuyen a generar un clima adverso, que impide a tanta gente vivir con alegría y esperanza. Por eso, necesitamos que nuestra oración se eleve con mayor insistencia al Padre, para que escuche la voz de cuantos se dirigen a Él con la confianza de ser atendidos.
5. Y por último el rasgo de la esperanza confiada de nuestro Patrono. Pascual vive en esperanza. “Dichoso el que espera en el Señor” (Sal 34), hemos aclamado en el Salmo. Es una llamada a confiar y esperar siempre en Dios. Cristo Jesús es nuestra esperanza, la única que no defrauda. El diálogo con el Señor en la oración ofrece siempre salidas en cualquier situación. La desesperación, el apocamiento y el encerrarse en uno mismo nos bloquean, mientras que el diálogo con el Señor nos ilumina y nos abre a la esperanza.
Ante cualquier dificultad, Pascual nunca dijo “no puedo más”. Sin embargo, esta frase se escucha muchas veces en nuestra sociedad. El desesperado cuestiona también a Dios. Y una sociedad desesperada pone sus esperanzas en pequeñas cosas sin importancia, que no sacian el deseo de plenitud y de eternidad.
¿Dónde puso la esperanza san Pascual? Tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. Él fue su esperanza. Un Dios que se hizo carne; que se ha hecho uno de nosotros, y nos acompaña; que nos llama, nos ama y nos ha dado la vida; un Dios que nos hace mirar con amor al prójimo y nos impulsa a hacer el bien, eliminando desesperanzas, envidias y celos.
El Señor Resucitado sale hoy de nuevo a nuestro encuentro para despertar y avivar nuestra fe pascual, fundamento de la esperanza cristiana. En la muerte y resurrección de Cristo Jesús hemos sido salvados, hemos sido rescatados, y hemos sido sanados y abrazados para siempre. Nada ni nadie, ni la enfermedad, ni la tribulación, ni la penuria, ni los poderes de este mundo, ni tan siquiera la muerte, nos podrán ya separar del amor de Dios, manifestado en Cristo, nos recuerda san Pablo (cf. Rom 8, 39). La verdadera esperanza nace del amor de Dios manifestado en Cristo. El fin de la esperanza cristiana es la vida eterna en el Cielo. Pero esta esperanza nos acompaña ya en nuestra vida actual y nos socorre allí donde nuestras posibilidades llegan al límite.
6. San Pascual Bailón, por ser nuestro patrono, es guía en nuestro caminar cristiano. Que de sus manos y por su intercesión abramos nuestro corazón a Dios y a su amor, para que se avive en nosotros la fe y la confianza en Dios, el espíritu de oración y la esperanza, que hagan de nosotros testigos del amor de Dios en el amor a los hermanos. Y como él, pedimos la protección de la Virgen María. ¡Que la Mare de Déu de Gracia, bendiga a todos y, de modo especial, a los que más necesitan de su protección de Madre! Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón