Homilía en la Vigilia Pascual
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 19 de abril de 2025
(Gn 1,1-2,2;Gn 22,1-18; Ex14,15-15,1ª; Is 55,1-11; Rom 6,3-11; Lc 24,1-12)
Hermanas y hermanos en el Señor!
1. “No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5). Este es el anuncio de aquellos dos hombres con vestidos refulgentes a las mujeres que habían acudido de madrugada al sepulcro con aromas y lo encuentran vacío. No está aquí, en el frío sepulcro, donde le habían depositado con premura el viernes santo. No está aquí no porque lo hayan robado o traslado de lugar. No está aquí, porque ha resucitado.
¡Cristo ha resucitado verdaderamente!”. Esta es la gran Noticia, antigua y siempre nueva, en la noche santa de Pascua. Es la Pascua del Señor. Jesús ha pasado a través de la muerte a la vida gloriosa de Dios. Cristo ha pasado a una nueva y definitiva existencia. El Señor vive glorioso para siempre junto a Dios. Y esta es la gran Noticia en esta Noche Santa también para nosotros: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc 24,4). Cristo ha resucitado. Cristo vive. El Señor está entre nosotros. Nos invita a dejarnos encontrar por Él, a dejarnos llenar de la vida nueva, a vivir unidos a Él y a seguirle hasta llegar a la vida plena y feliz junto a Dios para siempre.
Esta es la razón de la alegria de la Vigilia Pascual, la madre de todas las vigilias, la fiesta cristiana por excelencia. ¡Aleluya, hermanos! Alegrémonos por la resurrección del Señor y por su presencia en medio de nosotros. Nunca nos cansaremos de celebrar la Pascua; nunca alabaremos suficientemente a Dios por su nueva y definitiva Alianza en Cristo Jesús. En medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús ha sido liberado de la muerte y ha sido llenado del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida.
2. “Demos gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). Las lecturas de la Palabra de Dios de esta noche santa lo han traído una vez más a nuestra memoria y a nuestro corazón. Dios no es un dios de muertos sino un Dios de vivos; no es un dios de la obscuridad y de la muerte, sino el Dios de la Luz, del Amor y de la Vida.
En la primera creación del mundo, el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas primordiales y las llenó de vida. Dios creó todas las cosas y eran buenas, y, finalmente creó al hombre a ‘su imagen’; hombre y mujer los creó, por puro amor y para la vida sin fin. ¡Y vio Dios que todo era muy bueno! Y ahora, en la nueva creación, el mismo Espíritu ha actuado poderosamente en el sepulcro de Jesús y lo ha llenado de la vida de Dios. Él es el primogénito de la nueva creación. Dios es amor. Incluso cuando el primer hombre en uso de su libertad rechaza la amistad de Dios, Dios en su infinita misericordia no lo abandona. En la culpa humana, Dios muestra su infinita misericordia y promete al Salvador. Para rescatarnos del pecado de Adán nos dio a su Hijo, quien muriendo nos libera del pecado y de la muerte, y resucitando nos devuelve a la vida de Dios. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!
En esta Noche Santa se cumplen las Escrituras, que hemos proclamado recorriendo las etapas de toda la Historia de la Salvación. En esta Noche Santa todo vuelve a empezar desde el “principio”; todo recupera su auténtico significado en el plan amoroso de Dios. Es la nueva creación. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, en comunión con Dios, con sus semejantes y con la creación, está llamado a esa comunión en Cristo. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Co 15,20). Él, “el último Adán”, se ha convertido en “un espíritu que da vida” (1 Co 15,45). Donde abundó el pecado, sobreabunda ahora la gracia.
En esta Noche Santa nace el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, con la cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre de su Hijo Jesús, crucificado y resucitado. Toda la tierra exulta y da gloria a Dios. Ante los ojos de una humanidad alejada de Dios brilla la luz del Resucitado. El pecado ha sido perdonado y la muerte ha sido vencida. Por la resurrección de Jesucristo, todo está revestido de una vida nueva. En Cristo la humanidad es rescatada por Dios, recobra la esperanza y queda restaurado el sentido de toda la creación. Este es el día de la revelación de nuestro Dios. Es el día de la manifestación de los hijos de Dios.
3. Por ello, en la Pascua no sólo cantamos la resurrección del Señor. Su resurrección nos concierne a cada uno de nosotros, los bautizados. Nos lo ha recordado San Pablo: “Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya” (Rom 6, 3-5). La Pascua de Cristo es por ello también nuestra propia Pascua, la pascua de todo bautizado.
Hemos sido bautizados en Cristo y en su muerte, hemos sido incorporados a Cristo y a su muerte. Bautizar significa ‘sumergir’. Así se expresa con toda claridad en el bautismo por inmersión en el agua; el bautismo es nuestra inmersión misteriosa, pero real, en Cristo y en su muerte. En la carta a los Gálatas nos dice el mismo Pablo: “todos los que habéis sido bautizados (inmersos) en Cristo, os habéis vestido de Cristo” (Ga 3,27). Es como si viviéramos dentro del mismo Cristo, muerto y resucitado; Él nos envuelve y nos conforma según su semejanza, nos protege y nos dignifica. Vivimos en Cristo y con Cristo. Los ‘inmersos’ en la muerte de Cristo por el bautismo participamos también de la nueva vida que se manifiesta en la resurrección de Cristo. Al salir de la inmersión en el agua se significa la resurrección a la nueva vida.
Lo que muere en el bautismo es nuestro pasado, nuestra esclavitud del pecado y de la muerte eterna. El bautismo nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte, y nos capacita por la gracia para llevar una vida digna de hijos de Dios. La nueva vida ha de acreditarse en una vida nueva hasta que la Resurrección triunfe definitivamente en la vida eterna. Lo que ya ha sucedido, es decir, nuestra participación en la muerte de Cristo por el bautismo, y lo que todavía ha de suceder, esto es, la resurrección de nuestra carne como triunfo final sobre el pecado y la muerte, el pasado y el futuro, se encuentran implicados en el presente de la existencia cristiana: radicalmente salvados, caminamos aún hacia la consumación de nuestra propia redención.
Somos peregrinos de esperanza. Ante nosotros hay una meta, la vida de Dios para siempre en Cristo, nuestra Esperanza, que podremos alcanzar siguiendo sus mandamientos. La nueva vida que hemos recibido en el bautismo posibilita y pide seguir estos mandatos. Dejemos lo que de viejos y pecadores tenemos, y vivamos “para Dios en Cristo Jesús”. Dejémonos resucitar con Cristo. Esto es mucho más que esperar el ‘más allá’. Es vivir ahora como Cristo, unidos á El por la gracia, configurados por el Evangelio, desnudados de los criterios de este mundo, y revestidos de santidad, es decir “viviendo en Cristo”.
4. Dentro de unos instantes renovaremos las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras y seducciones para seguir firmemente los caminos de Dios y sus planes de salvación. El amor de Dios nos despierta esta noche. Nos recuerda el misterio de nuestra propia vida, que se ilumina con nuevo resplandor en nuestro bautismo. Puestos en pie, unidos en la fe, la esperanza y el amor de nuestro Señor Jesucristo, renovaremos una vez más nuestras promesas bautismales.
Especial significado tiene esta renovación para vosotros, hermanos y hermanas, de la cuarta comunidad del Camino Neocatecumenal de la Santísima Trinidad de Castellón, en esta última etapa de vuestro camino. Vuestras túnicas blancas de lino son signo de vuestra nueva vida bautismal, que acepta ser golpeada y triturada por la gracia de Dios como el lino para extraer la fibra para su confección. En vuestros escrutinios habéis visto de dónde procedías: de un mundo alejado del amor de Cristo por el pecado; pero también habéis experimentado el amor de Dios en Cristo, que os ha recreado haciendo de vuestra propia historia una historia de salvación.
Vuestras vestiduras blancas nos recuerdan que estáis (y estamos) revestidos por el bautismo con el nuevo vestido de Dios. Estas vestiduras son un proceso que dura toda la vida. Lo que ocurre en el Bautismo es el comienzo de un camino que abarca toda nuestra existencia, que nos hace capaces de eternidad, de manera que con el vestido de luz bautismal podamos comparecer en presencia de Dios y vivir por siempre con él.
Renovemos las promesas bautismales. Renunciemos, digamos “no” al demonio, a sus obras y a sus seducciones. Quitémonos las ‘viejas vestiduras’ con las que no se puede comparecer ante Dios. Esta ‘vestiduras viejas’ son, como nos recuerda Pablo en Carta a los Gálatas,las “obras de la carne”. Es decir: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo” (Ga 5,19ss.). Estas son las vestiduras que hemos de dejar: son vestiduras del pecado y de la muerte, impropias de todo bautizado.
Revistámonos de la ‘vestiduras’ de Cristo, “fruto del Espíritu”, que son: “Amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí” (Ga 5, 22).
Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseveremos en nuestra fidelidad a Cristo y proclamemos con valentía su Evangelio. Que María, testigo gozoso de la Resurrección, nos ayude a todos a caminar en una vida nueva; que haga de cada uno de nosotros “hombres nuevos”, personas que “viven para Dios, en Jesucristo” (Rm 6, 4.11). Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón