Queridos diocesanos:
Acabamos de concluir el tiempo de la Navidad con la Fiesta del Bautismo de Jesús, en que recordamos su bautismo a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Al salir del agua Jesús, «vino una voz del cielo:”Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco”» (Lc 3, 21-22). Es la voz de Dios-Padre que manifiesta que Jesús es su Hijo Unigénito, su amado y predilecto. Jesús es el Mesías enviado por Dios para liberar y salvar, para ser portador de luz, de verdad y de vida. Jesús es el Cordero de Dios que toma sobre sí el pecado del mundo para destruir el pecado y la muerte. Por su muerte redentora, Cristo libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con Dios; por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna.
Jesús, Hijo de Dios, da poder convertirse “en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13). El bautismo de Jesús remite así a nuestro bautismo. Por el agua y el Espíritu Santo, en la fuente bautismal renacemos a la vida misma de Dios. El bautismo nos sumerge en el misterio pascual de Cristo, en el misterio de su muerte y resurrección, que nos lava de todo pecado y nos da una vida nueva: la vida misma de Dios. Dios nos hace sus hijos amados en su Hijo, nos hace hermanos de Jesús y nos incorpora a la gran familia de los hijos de Dios, a la Iglesia, para que caminemos juntos hacia la perfección en el amor y a la vida eterna. He aquí el don precioso y totalmente gratuito de nuestro bautismo: somos hijos de Dios, Jesús es nuestro hermano y pertenecemos a la gran familia de los hijos de Dios, a la Iglesia. Conscientes de este don de Dios vivámoslo con agradecimiento y alegría ayudando a tantos bautizados a hacer lo mismo. Es una tarea prioritaria de todos y para todos, cuando tantos bautizados se alejan de la fe, de la vida cristiana y de su Iglesia.
El don recibido en el bautismo es como una semilla llamada a germinar, crecer y desarrollarse para dar frutos de santidad de vida y de misión. Para ello, el don del bautismo pide ser acogido y vivido personalmente. Dios espera nuestra respuesta libre; esta respuesta comienza por nuestra fe, con la que, atraída por la gracia de Dios, creemos y confiamos en Dios, nos adherimos de mente y corazón a la persona de Jesús y su Palabra, acogemos su gracia en los sacramentos, le amamos con todo nuestro ser y seguimos sus caminos unidos a la comunidad de la Iglesia participando en su vida y misión. Todo bautizado está llamado a recorrer personalmente este camino espiritual, ayudado por la gracia de Dios, para que se desarrolle en él el don recibido en el bautismo y pueda llegar a otros el Evangelio de salvación, pues está destinado a todos.
“Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15). Son las últimas palabras de Jesús a sus discípulos antes de volver al Padre. Jesús pone así en manos de todos sus discípulos la tarea de ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio. Jesús pide a todos los bautizados que seamos sus discípulos misioneros. La Iglesia, formada por todos los bautizados, existe para evangelizar; esta su razón de ser y su gozo más profundo. A pesar de las dificultades ambientales, de la secularización de nuestra sociedad, de los intentos de silenciar la fe cristiana o de las mofas blasfemas, los bautizados hemos de seguir anunciando a Jesucristo y el Evangelio a todos, en privado y en público, de palabra y con obras.
La eficacia de nuestra misión descansa en último término en la acción del Espíritu Santo y en la eficacia de la Palabra y de los Sacramentos, pero hemos de llevarla a cabo todos los bautizados. Todos somos corresponsables de la vida y misión evangelizadora de nuestra Iglesia. Jesús espera nuestra implicación activa. Esta comienza con una fe personal en Cristo Resucitado, hecha vida, insertos en la comunidad de la Iglesia; sigue por una participación activa en la vida y misión de la comunidad parroquial y de la Iglesia diocesana, hacia adentro y hacia afuera. Jesús pide que pongamos a disposición de la misión que Él nos ha encomendado, nuestras personas, nuestro tiempo, los dones que cada uno ha recibido gratuitamente de Dios (como catequistas, lectores, cantores, voluntarios, visitadores de enfermos y tantos otros), y nuestra colaboración económica.
Todo ello ha de ser tenido en cuenta a la hora de fomentar en los fieles católicos el sentido de pertenencia a la Iglesia y la corresponsabilidad de todos en su vida y misión. Es la tarea que tiene encomendada la Comisión diocesana para el sostenimiento de la Iglesia. No se trata sólo ni prioritariamente de su sostenimiento económico.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón