La Diócesis de Segorbe-Castellón ha dado inicio al Jubileo de la Esperanza este domingo, 29 de diciembre, día en que la Iglesia celebraba la fiesta de La Sagrada Familia, con dos solemnes Eucaristías que estuvieron presididas por el Obispo, Mons. Casimiro López Llorente. Este acontecimiento marca el inicio de un tiempo de gracia, reconciliación y renovación espiritual que se extenderá hasta el 28 de diciembre de 2025, en sintonía con el Jubileo Ordinario convocado por el Papa Francisco.
En ambas celebraciones, el Pueblo de Dios de Segorbe-Castellón estuvo representado por el conjunto de los fieles, pero también por los representantes de las principales instituciones políticas, así como por diferentes Cofradías, movimientos de la Iglesia, realidades eclesiales y apostolados parroquiales que hicieron visible la fe de Segorbe-Castellón.
La jornada comenzó en Castellón, con una ‘estación’ a las 11:30 h en la Iglesia de la Purísima Sangre. Desde allí, los fieles participaron en una peregrinación hacia la Concatedral de Santa María, donde se celebró la Eucaristía de apertura. Por la tarde, las celebraciones continuaron en Segorbe, con una ‘estación’ a las 18:00 h en el Seminario y una peregrinación hacia la la S.I. Catedral, culminando con otra solemne Eucaristía. La apertura del Jubileo supone el inicio de un Año Santo, acogido como un don de Dios.
Las celebraciones eucarísticas se configuraron, en ambos casos, como una Misa estacional que incluyó un signo especial: la peregrinación hacia la Concatedral (en Castellón) y hacia la Catedral (en Segorbe), expresando el camino de esperanza del pueblo peregrino tras la cruz de Cristo. Este rito se desarrolló en tres momentos:
La reunión de los fieles en la Iglesia de la Purísima Sangre de Castellón y en la Capilla del Seminario Diocesano de Segorbe desde donde partieron las peregrinaciones.
La propia peregrinación, que se celebró bajo la guía de la cruz y en oración, cantando las letanías de los santos.
La Entrada en el templo, que simboliza a Cristo como única entrada a la salvación.
Previo a la celebración de la Misa como punto culminante del rito de apertura del Jubileo y, una vez alzada la cruz en el umbral de la puerta de la Concatedral y de la Catedral, la comitiva hizo parada en la pila bautismal para celebrar la conmemoración del Bautismo que nos recuerda el momento en el que entramos a formar parte de la vida cristiana. Así, el Obispo de Segorbe-Castellón, roció con agua bendita a los fieles como recordatorio del Bautismo, que nos une a Cristo y nos llama a la santidad.
La celebración de la Eucaristía, centro de toda la vida cristiana para la Iglesia, universal y local, y para todos los fieles individualmente, comenzaba con la entrada solemne del Obispo y sacerdotes concelebrantes, precedidos por la cruz procesional, el evangeliario.
Ya la monición inicial invitaba a los fieles a contemplar el misterio de la Encarnación y a acoger este Jubileo como un tiempo de renovación espiritual y comunitaria. En Segorbe, Iglesia Madre de nuestra Diócesis, el Cristo de la Cofradía de La Santísima Trinidad, presidió la celebración.
Un Año Santo para todos
Tras la litrugia de la Palabra, Mons. Casimiro López Llorente, destacó en su homilía el profundo significado de este Año Santo, invitando a los fieles a un encuentro vivo y personal con Cristo, fuente de salvación, perdón y esperanza.
Siguiendo el deseo del Papa Francisco, el Jubileo será celebrado en todas las iglesias diocesanas, permitiendo que los fieles, incluso aquellos que no puedan peregrinar a Roma, accedan a las gracias jubilares. En este sentido, el Obispo subrayó que este tiempo especial está destinado a revitalizar la esperanza de los cristianos y fortalecer su compromiso con el mensaje del Evangelio.
Un Año Santo para todos
Contemplar, confesar y actuar
D. Casimiro exhortó a los fieles a adoptar tres actitudes fundamentales durante el Jubileo: contemplar a Cristo, confesar su esperanza y actuar con amor. Mons. Casimiro López Llorente recordó la importancia de la contemplación, especialmente durante el tiempo de Navidad, como una oportunidad para renovar la fe al contemplar al Niño Dios en Belén.
Coincidiendo con la Fiesta de la Sagrada Familia, el Obispo resaltó que el nacimiento de Jesús en una familia humana refleja el amor y la comunión divina. En este contexto, enfatizó que la familia, según el plan de Dios, es un icono del amor eterno. También subrayó que la dignidad de todo ser humano se proclama en Navidad, recordando que Dios se hace hombre en Jesús para redimir y dignificar a la humanidad.
Una esperanza activa y solidaria
El Obispo instó a los fieles a ser signos tangibles de esperanza a través de acciones concretas. Pidió especialmente a los fieles a trabajar por la paz, cuidar la vida desde la concepción hasta su fin natural, apoyar a los jóvenes, acompañar a los privados de libertad y a los más necesitados, y practicar las obras de misericordia. «No hay esperanza sin ejercicio concreto de la misericordia», afirmó.
María, Madre de la Esperanza
Mons. Casimiro López Llorente, concluyó su homilía recordando a la Virgen María como modelo de fe y esperanza. «María nos muestra que la fe es nuestra victoria porque todo es posible al que cree», señaló, invitando a los fieles a mirar a María como guía en el camino de conversión y esperanza que el Jubileo propone.
Con esta celebración, la diócesis de Segorbe-Castellón inicia un camino de gracia y renovación, alentando a sus fieles a profundizar en su fe y a ser testigos activos de la esperanza que Cristo trae al mundo.
Templos jubilares y eventos especiales
Durante el Año Santo, tal como dio a conocer nuestro Obispo a través del Decreto sobre las Disposiciones Diocesanas para el Jubileo 2025, publicado el pasado mes de noviembre, se han designado templos jubilares donde los fieles podrán ganar indulgencias: la Catedral de Segorbe, la Concatedral de Castellón, la Basílica del Lledó, la capilla del Centro Penitenciario Castellón I y la capilla del Centro de Acogida San Pascual en Vila-real. Además, se celebrarán eventos especiales, como el Jubileo de la Infancia el 22 de febrero, el de las Familias el 8 de marzo, y el de los Jóvenes el 5 de abril.
Un Tiempo de Esperanza
El Jubileo de la Esperanza es una invitación a reavivar la fe y la confianza en el amor misericordioso de Dios. En un mundo marcado por tensiones y retos, este año santo nos llama a vivir en reconciliación, paz y esperanza. Como dijo el Papa Francisco: “La esperanza no defrauda porque está fundada en el amor de Dios, misericordioso y fiel”. Con este Jubileo, la Diócesis de Segorbe-Castellón se une a la Iglesia universal en un camino de gracia y conversión hacia la Jerusalén celestial.
S.I. Catedral y S.I. Concatedral, 29 de diciembre de 2024
(1 Sam 1,20-22 24-28; Sal 83;1 Jn 3, 1-2, 21-24: Lc 2, 41, 52)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
1. Bienvenidos a esta Misa estacional en la fiesta de la Sagrada Familia con la que, por expreso deseo del papa Francisco, abrimos en nuestra diócesis el Jubileo ordinario 2025 “peregrinos de esperanza”. El Santo Padre quiere que el Jubileo sea celebrado en todas las Iglesias diocesanas para que todos los fieles podamos obtener las gracias jubilares, también aquellos que no puedan peregrinar a Roma. Que este Año santo “pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, puerta de salvación (cf. Jn 10,7.9); [un encuentro]con él, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos como «nuestra esperanza» (1 Tim 1,1” (Bula, Spes non confundit, n.1). Este encuentro vivo y personal con el Señor reavivará y sostendrá nuestra esperanza.
El Año santo es un tiempo de gracia para a acercarnos a Dios en Cristo con un corazón contrito y renovado, buscando el perdón en el sacramento de la Reconciliación, la sanación en la Indulgencia plenaria y la paz con Dios y los hermanos. Es un tiempo propicio para la conversión y la renovación personal y comunitaria.
2. Hoy, recordando nuestra condición de Iglesia peregrina, hemos venido en procesión hasta la (Catedral y Concatedral) para encontrarnos con Cristo vivo, en su Palabra y en la Eucaristía. Hemos entrado por la puerta principal que representa a Cristo. Hemos recordado nuestro bautismo, que nos recuerda que “somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 1-2). Somos peregrinos de esperanza hacia el encuentro definitivo en la vida eterna con el Señor Jesús, nuestra esperanza. Y finalmente nos hemos adentrado en la escucha de la Palabra, que nos lleva a la actualización del misterio pascual, fuente de vida, de salvación y de esperanza.
Para este Jubileo, la Iglesia nos propone, entre otras, tres cosas de nuestra vida cristiana que nos ayudarán a mantener siempre nuevo el encuentro con Jesús. Se resumen en tres palabras: contemplar, confesar y actuar. Se nos invita a contemplar a Cristo, a confesar que Él es nuestra esperanza y a actuar con el mismo amor del corazón de Cristo.
3. En primer lugar, contemplar a Cristo. La Navidad es una llamada a la contemplación del Niño-Dios. Recordemos las palabras del ángel a los pastores: “Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Esta buena noticia es la razón profunda de nuestra alegría navideña y el fundamento de nuestra esperanza; una alegría y una esperanza para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Los pastores acudieron a toda prisa a Belén y encontraron “a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16). Contemplaron a aquel Niño y creyeron; y “se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho” (Lc 2,20). Los primeros testigos del nacimiento de Cristo, los pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una pequeña familia: madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso hacerse carne naciendo en una familia humana. Por eso, la familia humana se ha convertido en icono de Dios, de la Trinidad, que es comunión de amor. Con todas las distancias entre el Misterio de Dios y su criatura humana, la familia, según el plan de Dios, refleja el Misterio insondable del Dios amor.
Como los pastores, los creyentes acudimos prontos a Belén a contemplar con fe el misterio de nuestra salvación: el Hijo de Dios se ha hecho carne y ha acampado entre nosotros. Dios se ha hecho uno de los nuestros y ha asumido nuestra naturaleza para mostrarnos a Dios y descubrirnos quién es el hombre. Dios desciende a nosotros para elevarnos y llevarnos al abrazo del Padre, para darnos su amor, su perdón y su misma vida. Ese Niño es el Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, que viene a llenar la tierra de la gracia y del amor de Dios, de luz, de verdad y de vida. Dios se hace hombre en Jesús para que, en él y por medio de él, todo ser humano pueda quedar sanado, redimido y salvado, pueda renovarse y alcanzar la plenitud y la felicidad que tanto anhela. A quien lo acoge con fe, le da el poder ser hijo de Dios (cf. Jn 1,12).
Con el nacimiento de Jesús, Dios mismo entra en la historia humana y la abraza. El mundo, la historia y la humanidad recobran su sentido. A pesar de las guerras, de las penurias, de las dificultades, de la enfermedad y de la muerte no estamos sometidos a las fuerzas de un ciego destino o a una evolución sin rumbo. El destino de la humanidad no es otro sino Dios, su amor y su vida para siempre. Es posible la esperanza. Con Jesús, Dios pone su tienda en medio de la humanidad y se solidariza con todos. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene lugar de encuentro con Dios. Navidad es la proclamación de la dignidad de todo ser humano. El hombre y la mujer sólo son digno de Dios y de su amor.
Este amor de Dios por el ser humano llegará hasta el extremo de entregar a su Hijo hasta la muerte en la Cruz. El papa Francisco nos dice que “la esperanza nace del amor y se funda en el amor que brota del corazón de Jesús traspasado en la cruz” (Bula n. 3). El evangelista Juan refiere a propósito de la crucifixión de Jesús que los soldados “al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua” (cf. Jn 19, 33-34). Cuando se abrió el costado de Cristo brotó el torrente del amor de Dios nacido de su corazón, un torrente que perdona al que pone su mirada en él, se deja abrazar en oración de lágrimas y bebe para saciar su sed.
Los autores de la antigüedad cristiana han visto en el costado abierto de Cristo el nacimiento de la Iglesia. Para que la Iglesia no pierda su identidad debe mirar siempre al corazón traspasado de Cristo, de donde brota el amor que reúne y congrega a cuantos por el bautismo (agua) y la eucaristía (sangre) somos hechos partícipes de su misma vida e incorporados a la comunión con él, que es la comunión de la Trinidad santa.
La contemplación del Niño-Dios y del corazón de Cristo son caminos privilegiados para centrar la vida en el amor de Dios, responder a su amor, gozar la comunión de la Iglesia y fortalecer la esperanza. Dejémonos encontrar y amar por Dios.
4. La segunda palabra es confesar: confesar de palabra y por las obras que Jesucristo es nuestra esperanza. Nos recuerda el papa Francisco que “la Iglesia tiene la misión de anunciar siempre, en todas partes y a todos a Cristo como «nuestra esperanza» (1 Tim 1,1)” (Bula, n. 1). Ahora bien, en san Pablo descubrimos que la tribulación y el sufrimiento son las condiciones propias de los que anuncian el Evangelio en contextos de persecución (cf. 2 Cor 6,3-10). Es entonces cuando se aprende que la fuerza que sostiene la evangelización, brota de la cruz y de la resurrección de Cristo y de la fe en la presencia de Cristo resucitado en la vida y misión de su Iglesia. La vida entera de san Pablo es un testimonio preclaro de que “la esperanza no defrauda” (Rom 5,5) y se identifica con Cristo mismo. Su testimonio es el de un convertido y un misionero: a partir del encuentro con el Señor resucitado que cambió su vida, su único deseo es que todos conozcan a Jesucristo, nuestra esperanza.
Aprendamos de Pablo ante la dificultad de nuestra Iglesia en la tarea evangelizadora en un contexto de secularización e indiferencia religiosa, de laicismo militante y de alejamiento de la Iglesia de tantos bautizados. No dejemos que la debilidad de nuestras comunidades y la aparente falta de frutos nos roben la esperanza.
5. Y finalmente estamos llamados a actuar con el mismo amor del corazón de Cristo. “En el año jubilar estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza” (Bula, n. 10). Para ser verdaderos portadores de esperanza, hemos de trabajar con acciones concretas para lograr la paz con Dios, con los hermanos, en las familias y entre los pueblos; para lograr la apertura a la vida, don de Dios, cuidada desde su concepción hasta su último aliento natural, ante el dramático descenso de la natalidad y el avance de la cultura de la muerte. Hemos de acompañar a los privados de libertad para que no pierdan la esperanza de que es posible su recuperación y su reinserción en la sociedad. No podemos olvidar el cuidado de los enfermos, de los que sufren y de los ancianos; o estar cercanos y acompañar a los jóvenes ante un futuro incierto; o de acoger a los migrantes, exiliados y refugiados; y, de manera apremiante, hemos de amar a los pobres y necesitados. Se trata, en realidad, de recordar que “las obras de misericordia son igualmente obras de esperanza” (Bula, n, 10).
El encuentro vivo y personal con Cristo, meta del año jubilar, requiere volver a recorrer con renovado entusiasmo el camino de las obras de misericordia. Para ver a Jesús hay que tocar su carne en el necesitado: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, hospedar al forastero, vestir al desnudo, visitar al enfermo y encarcelado. No hay esperanza sin ejercicio concreto de la misericordia.
Para ser peregrinos de esperanza es necesario hacer experiencia concreta de la misericordia divina en la propia vida mediante la conversión que lleva a recibir el perdón y la reconciliación, y, a la vez, hacer experiencia de la misericordia en obras concretas con el prójimo. Dejarse amar por el Señor, para llegar a amar a los demás con su mismo amor.
6. Miremos a María, Madre de la Esperanza. Dichosa por haber creído, la Virgen nos muestra que la fe es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23). María es la madre de la esperanza, porque nos ha dado a Jesús, nuestra esperanza. En Maria, Dios, dador de vida, irrumpe en la historia humana. Dios no deja sola y abandonada a la humanidad. Dios ama a los hombres, nos llama a su amor y a vivirlo en el amor a los hermanos. Dios nos bendice y nos ofrece la salvación en su Hijo Jesús, nuestra esperanza. Amén.
El pasado martes, 24 de diciembre de 2024,el Papa Francisco abrió la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, marcando el inicio del Jubileo Ordinario de 2025. Con el rito de la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, ha comenzado este tiempo de gracia que se extenderá hasta el 6 de enero de 2026, según la disposición del Pontífice en la Bula de Indicción «Spes non confundit».
Este próximo domingo, 29 de diciembre, coincidiendo con la festividad de La Sagrada Familia, la Diócesis de Segorbe-Castellón, celebrará la apertura del Jubileo de la Esperanza, con dos solemnes ceremonias que tendrán lugar:
a las 11:30h, desde la Iglesia de la Purísima Sangre, en peregrinación hacia la Concatedral de Santa María, en Castellón
a las 18:00h, desde la Capilla del seminario Diocesano de Segorbe, en peregrinación hacia la S.I. Catedral
En ambos templos se celebrará la Misa Estacional que, presididas por Mons. Casimiro López Llorente, constituirán el punto culminante de la apertura del Jubileo de la esperanza en nuestra Diócesis.
El Obispo hizo extensiva la invitación a participar en las celebraciones, a través de una carta a todo el Pueblo de Dios de Segorbe-Castellón (puedes leerla AQUI).
Castellón de la Plana, S.I. Concatedral, 25 de diciembre de 2024
(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
1. “El ángel les dijo: No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Estas palabras del ángel a los pastores, que escuchábamos en la Misa del Gallo, contienen el gran acontecimiento, que hoy celebramos: el nacimiento de Jesús en Belén. El es el Mesías esperado, el Salvador de toda la humanidad, el Señor de tierra y cielo, de la historia y del universo.
Jesús nace en una familia pobre, pero rica en amor. Nace en un establo, porque para Él no hay lugar en la posada (cf. Lc 2,7); es acostado en un pesebre, porque no tiene una cuna. Llega al mundo ignorado por muchos, pero acogido y reconocido por los humildes pastores, que prontos corren al portal de Belén para contemplar y adorar al Niño recién nacido. Si todavía nos queda capacidad de asombro y gratitud, vayamos también nosotros con los pastores a Belén y contemplemos el misterio de la Navidad: adoremos al Niño-Dios. Hoy viene a nosotros el Hijo de Dios en nuestra carne. Acojámosle de rodillas en adoración agradecida.
2. Es Navidad y celebramos con gozo el nacimiento del Hijo de Dios en Belén. “El Verbo Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn, 1, 14). Estas palabras de Juan expresan el motivo de nuestra alegría navideña. El Niño que nace en Belén es el Verbo de Dios, la Palabra de Dios. Este Niño es Dios hecho hombre. Dios y Hombre, la divinidad y la humanidad, unidas en una sola persona: el Niño-Dios nacido en Belén.
Nace un Niño, que es el Hijo eterno del Padre, “reflejo de su gloria e impronta de su ser” (Heb 1,3), el Creador del cielo y de la tierra. En este acontecimiento extraordinario se revela el misterio de Dios. La Palabra de Dios, que ya existía desde un principio, toma carne en un momento de la historia. Jesús, el Niño que nace en Belén de la Virgen María, es la Palabra pronunciada por Dios, la manifestación y revelación definitiva de Dios a los hombres. Jesús dirá más tarde, “el que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9).
El Niño, adorado por los pastores en la gruta de Belén, es “el Salvador del mundo” (cf. Lc 2,11). Sus ojos ven a un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre, y en aquella “señal”, gracias a la luz interior de la fe, reconocen al Mesías anunciado por los Profetas.
Ese Niño es el Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, que viene a llenar la tierra de gracia y de amor, de luz, de verdad y de vida. El es la esperanza que no defrauda. Viene al mundo para transformar la creación. Se hace hombre entre los hombres, para que en Él y por medio de Él todo ser humano pueda quedar sanado y salvado, pueda renovarse y alcanzar su plenitud. Con su nacimiento nos introduce a todos en la dimensión de la divinidad: a quien lo acoge con fe le da la posibilidad de participar de su misma vida divina, de ser hijo de Dios (cf. Jn 1,12).
“Os ha nacido un Salvador” (Lc 2,11). Con la venida de Cristo entre nosotros, la historia humana adquiere una nueva dimensión y profundidad. Es Dios mismo quien escribe la historia entrando en ella. En Navidad, Dios mismo abraza totalmente la historia humana, desde la creación a la parusía. El mundo, la historia y la humanidad recobran su sentido: no estamos sometidos a la fuerzas de un ciego destino o a una evolución sin rumbo. El destino de la humanidad no es otro sino Dios en Cristo Jesús. Por esto podemos cantar “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios” (cf. Sal 97,1).
3. En Navidad nace Dios en nuestra carne. La Palabra de Dios, hecha carne, es el mismo Dios. Dios mismo se revela, manifiesta y se pone a nuestro alcance en este Niño que nace en Belén. Jesús no es un fantasma o una ficción retórica, sino un hombre de verdad, de carne y hueso; no es un mito de la religión, no es una leyenda piadosa, sino alguien concreto, que provoca nuestra fe. Jesús es la epifanía de Dios. En Jesús y por Jesús, Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús, Dios no es una idea ni un ser lejano, sino que es Dios con nosotros, en medio de nuestro mundo, inserto en nuestra historia personal y colectiva. Jesús es la manifestación de Dios. Sus palabras, sus acciones y su vida entera, recogida por los testigos en el evangelio, son palabras de Dios.
Y la Palabra de Dios es siempre eficaz, hace lo que dice. Por eso el nacimiento de Jesús culmina la plenitud de los tiempos, es el cumplimiento de la promesa de Dios, promesa de salvación para todos los hombres. Con el nacimiento de Jesús, Dios pone su tienda en medio de la humanidad, haciéndose solidario de todos. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene en el punto de mira que nos orienta y conduce a Dios. Jesús unirá indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo, de modo que ya no serán -para los creyentes- sino las dos caras de la misma moneda.
4. En Navidad nace Dios en nuestra carne. Y nace para todos los hombres, también para los hombres de nuestro tiempo. Este Niño trae la salvación al mundo, el amor de Dios, la alegría, la paz y la esperanza para todos. El nacimiento de Jesús es el encuentro de Dios con los hombres, pero es también el encuentro del hombre -de todos los hombres- con Dios. El Niño-Dios nacido en Belén nos abre definitivamente a todos los hombres el camino hacia Dios. Nos abre así la posibilidad de alcanzar la suprema aspiración del hombre: ser como Dios. Pues como dice Juan, a cuantos lo recibieron les dio el poder ser hijos de Dios, no por obra de la raza, sangre o nación, sino por la fe: si creen en su nombre (cf. Jn 1,12). Por eso Navidad es la gran proclamación del amor de Dios y de la dignidad del hombre. El hombre sólo es digno de Dios y la gloria de Dios es que el hombre viva (S. Irineo): el hombre es hechura de Dios, creado por amor y para el amor de Dios sin límites. Esa es la verdadera dignidad de toda persona, fundamento de todos lo derechos humanos.
5. Por todo ello, la Navidad es causa de alegría para todos. Los ángeles anuncian “una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Alegría a pesar de la lejanía de casa o de la pobreza del pesebre, de la indiferencia del pueblo o de la hostilidad del poder. Alegría a pesar de todo, porque “hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador” (Lc 2, 11). De este mismo gozo participa la Iglesia entera: y las tinieblas jamás podrán apagarla. El creyente acoge y anuncia la alegría a todos: a propios y a extraños, a los sanos y a los enfermos, a los pobres y a los atribulados, al que sufre soledad, paro o marginación. La Navidad es causa de nuestra alegría a pesar de la indiferencia de una sociedad narcisista y hedonista que no quiere saber nada del Dios que nace para ofrecerle la verdadera vida; causa de alegría a pesar de la hostilidad de los poderosos, que intentan marginar al Dios que nace el Belén o que reniegan de las raíces cristianas de nuestro pueblo.
En Navidad celebramos el misterio del amor de Dios. Del amor de Dios-Padre, que envía al mundo a su Hijo unigénito, para darnos su propia vida (cf. 1 Jn 4,8-9). Es el Amor del Emmanuel, “Dios con nosotros”, que ha entrado en nuestra historia, que camina con nosotros, que quiere darnos vida y vida en abundancia. El Príncipe de la paz, que nace en Belén, dará su vida en el Gólgota para que en la tierra reine la fraternidad y el amor; un amor que se ofrece a todos, un amor que está a la puerta y llama con insistencia para que le abran incluso los alejados, los indiferentes o los que le rechazan.
La Navidad es misterio de paz. Conscientes de la divinización del hombre, gracias al misterio del Hijo de Dios hecho carne, la Navidad nos compromete a «humanizar” este mundo, nuestra sociedad, para que ajuste al deseo de Dios, a su plan de salvación para todos los hombres. Desde la gruta de Belén se eleva una llamada apremiante para que la humanidad no caiga en la sospecha o en la desconfianza recíproca, para que se supere toda violencia verbal, doméstica o terrorista. Navidad nos invita y apremia a la reconciliación mutua, basada en el encuentro, en el perdón sincero y en el diálogo mutuo, que ayuden a superar las tensiones entre las personas o la crispación en nuestra sociedad. Navidad nos invita a buscar lo que nos une y a no hacer de las diferencias motivo de separación. Navidad nos llama a trabajar por el bien común de todos, basado en el respeto de la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Navidad llama a los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad a construir la paz basada en la justicia, superando toda forma de intolerancia, discriminación y egoísmo.
5. Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, nos invita con fuerza a entrar en una vida nueva, la que Él mismo nos da en abundancia. El hombre moderno cree no necesitar de Dios; la época presente se empecina en vivir de espaldas a Dios. Pero el hombre permanece siempre el mismo; se hace siempre las mismas preguntas; sufre y necesita amar y ser amado; busca seguridad y reclama consuelo y esperanza en su desvalimiento. Cuando pasa el frenesí del momento, se da cuenta de que es barro, frágil y limitado. En Navidad, Dios sale nuestro a nuestro encuentro porque nos ama. Es preciso dejarse encontrar por Dios, ponerse en camino como los pastores o los magos del Oriente y encontrarlo en el “niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. Jesús es y nos trae una Buena Noticia. Alegrémonos, porque la salvación ha venido por Jesucristo al mundo y algo ha cambiado definitivamente desde entonces. Y algo puede y debe cambiar también en nuestra vida, si contemplamos, acogemos y adoramos al Niño-Dios, nacido en Belén.
Dios ha nacido para nosotros, ¡venid a adorarlo! Feliz y santa Navidad para todos. Amén.
La Concatedral de Santa María de Castellón ha acogido esta mañana la Misa de Navidad presidida por el Obispo D. Casimiro López Llorente, en un ambiente de alegría y recogimiento. La celebración contó con el acompañamiento musical del coro parroquial junto a la Coral de Barreros de la Mare de Déu del Lledó, y con Augusto Belau al órgano.
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En su homilía, el Obispo centró su mensaje en el misterio central de la Navidad: el nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios, quien, al hacerse hombre, abre a la humanidad las puertas de la filiación divina. “Dios se hace hombre para hacernos hijos de Dios”, destacó, recordando que este acontecimiento es fuente de esperanza para todos, incluso en las adversidades más difíciles.
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D. Casimiro invitó a los fieles a redescubrir el significado profundo de la Navidad, acudiendo simbólicamente al pesebre de Belén como hicieron los pastores: “Ellos, los más humildes, fueron los primeros en acoger la buena noticia del ángel y en contemplar al Salvador”. Añadió que el nacimiento de Jesús nos muestra la cercanía de Dios, quien “se ha hecho frágil para que lo acojamos con el calor con que siempre acogemos a un pequeño”.
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El Obispo subrayó que la Navidad es una ocasión para renovar la fe y reflexionar sobre la importancia de trabajar por un mundo más justo y solidario. “Él es el Príncipe de la Paz, y la paz que nos trae nace de estar reconciliados con Dios y, desde ahí, unidos con los demás”. Recordó la necesidad de construir relaciones de amor, justicia y verdad, pilares fundamentales para una paz duradera.
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No faltaron palabras sobre el papel de los cristianos en la sociedad actual, llamados a ser “signos de paz” en el entorno familiar y social, enfrentando la crispación y fomentando la concordia. También apeló a la solidaridad con los más necesitados: “Trabajar por la paz significa ser solidarios con aquellos que sufren tragedias, como los damnificados por las recientes inundaciones, y con todos aquellos que necesitan nuestra cercanía y apoyo”.
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Además, destacó el valor de la Navidad como fundamento de la dignidad humana: “La gloria de Dios es que el hombre viva y viva para siempre”, recordó, citando a San Ireneo. Animó a los presentes a dejarse llenar por el amor de Dios y a ser testigos de esperanza y fe: “En este Niño se nos revela de dónde venimos y hacia dónde caminamos. Él nos muestra el camino para participar, para siempre, de la vida de Dios”. D. Casimiro concluyó con un deseo para todos los presentes: “Que esta Navidad sea santa, llena del amor de Dios. Una Navidad auténtica que nos impulse a ser sembradores de paz, amor y justicia allá donde nos encontremos”.
Ayer por la tarde, la Concatedral de Santa María, en Castellón, se convirtió en el epicentro de un emotivo encuentro con la llegada de la Luz de la Paz de Belén. Esta iniciativa, promovida por el Movimiento Scout Católico (MSC) ofrece a los fieles la posibilidad de llevar a los hogares y parroquias de la Diócesis de Segorbe-Castellón la auténtica luz que simboliza la paz y el amor del nacimiento de Cristo.
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“Somos luz, somos cambio” es el lema elegido para este año 2024, que, según explican desde el MSC, busca “hacer de nuestro hogar, nuestro mundo, un lugar más solidario, pacífico e igualitario”.
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La tradición de la Luz de la Paz de Belén tiene su origen semanas antes de la Navidad, cuando un niño austriaco viaja a la gruta de Belén para encender una vela que representa la Luz de la Paz. Posteriormente, esta luz es compartida en una ceremonia ecuménica en Viena, donde se distribuye entre representantes scouts de numerosos países.
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Finalmente, es transmitida en cada país a parroquias, hogares particulares, hospitales, residencias de ancianos, prisiones y otras asociaciones locales con un mensaje de amor, paz y esperanza. Este año, debido a la situación de guerra en Tierra Santa, la tradición sufrió una ligera variación y, aunque no fue posible el viaje de un niño desde Austria a Belén, la Luz fue enviada directamente desde Belén a Austria para su posterior distribución.
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El Obispo D. Casimiro presidió la celebración de recepción y entrega de la Luz, destacando en sus palabras el verdadero significado de la Navidad. Recordó que esta festividad no se reduce a compras y celebraciones, sino que es una invitación a acoger la luz que representa a Cristo, quien trae vida, amor y paz. “La alegría brota de sentirnos amados por Dios en ese Niño frágil que nos acompaña siempre”, afirmó.
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Y animó a los asistentes a trasladarse espiritualmente a Belén y a dejar que esta Luz ilumine sus vidas y hogares. La distribución en la Diócesis ha sido posible gracias al Grupo Scout Tramuntana, encargado de traer la Luz desde Valladolid directamente hasta la Concatedral. La celebración concluyó con un mensaje de esperanza y la invitación a dejarse transformar por el amor del Niño Dios, deseando a todos una Feliz Navidad.
En 2024 celebramos la efeméride aludida en el título, que constituyó para la Iglesia Mayor de la capital de La Plana el esperado inicio de una nueva etapa que quiere mirar al futuro con esperanza. La hoy Concatedral de Castellón inició su andadura en 1939 sobre los cimientos del notable templo del siglo XV derribado tres años antes. Podría pensarse así que su historia es reciente, pero nos daremos cuenta de que no lo es tanto cuando descubramos que comenzó con la primera de las tres iglesias preexistentes en su mismo solar —la segunda inconclusa— cuyo origen hay que buscar en la misma fundación de la villa a mediados del siglo XIII. Sin embargo, Santa María no tiene la suerte de otros monumentos que, por estar situados en lugares más importantes o por haber gozado del mecenazgo de personajes destacados, se distinguen por la magnificencia de su arquitectura y la belleza de las obras de arte que contienen, pues, muy al contrario, debió superar los muchos obstáculos que a lo largo del tiempo han ido modelando su singular identidad.
La más antigua referencia a una iglesia en Castellón aparece en 1289, tan sólo treinta y ocho años tras su fundación, con motivo de la reunión que las autoridades locales y el pueblo hicieron en ella para jurar vasallaje al Monasterio de Poblet, por aquel entonces señor de la villa. Este pequeño templo, de los llamados “de reconquista” y ya bajo la advocación de Santa María de la Asunción, se hallaba más o menos en el lugar donde hoy se encuentra la Concatedral. Orientado de norte a sur, fue construido con mampostería y probablemente constaba de cabecera plana, tres o cuatro tramos separados por arcos diafragmáticos y tejado de madera a dos aguas. Quizá tuviese también una sencilla portada románica. Hacia 1337 —menos de un siglo después de su construcción— el modesto edificio que hemos descrito sufre la primera de la larga lista de desgracias que distinguirán la historia de Santa María, pues un incendio, al parecer causado por una negligencia del párroco, acabó reduciéndolo a cenizas. La noticia llegó hasta Aviñón —residencia de los papas de la época—, desde donde Benedicto XII condenó al descuidado presbítero a que, descontando sólo lo necesario para su subsistencia, pagase de su propio pecunio la reconstrucción de la iglesia. También mandó que se usaran limosnas y recaudaciones de la villa con el mismo propósito. De este modo, se decidió levantar un nuevo templo sobre el solar del anterior, también de pequeñas proporciones y similar al destruido, aunque con una espadaña con tres campanas y una portada gótica. Ésta, orientada hacia el sur, fue labrada en 1382 por Guillem Coll a quien se le pagaron por su trabajo veinte florines de oro.
La erección de este segundo edificio, comenzado en 1341, llevaba un ritmo tan lento que en 1403 —sesenta y dos años después— se propuso abandonar el aún inacabado proyecto para levantar en su lugar una tercera iglesia más grande y mejor construida. El motivo del retraso estuvo en los efectos de un terremoto que en 1373 derribó parte de los muros en ejecución y también en los de un segundo seísmo, en 1396, que causó nuevos destrozos. A ello se sumó que los vecinos, afectados igualmente por tales circunstancias, se llevaran materiales destinados al templo para reparar sus propias casas, a pesar de las medidas disuasorias que implantó el Consell Municipal para evitarlo.
Por aquella época, en 1378, se inició el Cisma de Occidente, uno de cuyos principales protagonistas tuvo que ver con la historia de la iglesia que nos ocupa. En efecto, Benedicto XIII —el famoso Papa Luna, que en 1411 se instalará en Peñíscola y cuatro años después visitará Castellón—, decide, mediante bula fechada en Aviñón en 1397, que Santa María pase a depender de la Cartuja de Valldecrist, monasterio cercano a la localidad de Altura también en construcción por entonces, que llegó a alcanzar gran importancia. Tal decisión fue vivamente protestada por los jurados y el vecindario de la villa al entender que las rentas generadas por su templo no se invertirían en él, mermando así sus posibilidades de engrandecimiento, sino en la mencionada Cartuja, la cual quizá no lo necesitara tanto al disponer ya de cuantiosos bienes. Sea como fuere, lo ocurrido originó numerosos conflictos, incluso con la intervención de varios papas, que no lograron cambiar las cosas. De hecho, desde 1529 la iglesia pasó a estar regida por el abad del monasterio, quien ejercía su función mediante un vicario que vivía en la cercana y hoy reconstruida Casa Abadía —en referencia al citado abad—, sobre cuya pétrea portada se colocó el blasón de la Cartuja que todavía podemos ver. Esta complicada situación no terminó hasta 1835 —más de cuatro siglos después— con la supresión de las órdenes religiosas, lo que supuso para Santa María liberarse de aquella dependencia.
Entretanto, el tercer templo que hubo en el solar de la Concatedral empezó a edificarse en 1410. Se utilizaron materiales de mejor calidad y se cambió la orientación a este-oeste para dotarlo de mayores proporciones aprovechando el espacio que ofrecían las plazuelas colindantes. Esto propició que a medida que avanzaba la construcción se fuesen derribando algunas partes de la iglesia anterior que estaban en uso —cuyas piedras se utilizaron en 1437 para levantar el primer cuerpo de la cercana Torre Campanario—, mientras que otras se conservaron, como fue el caso de la portada de 1382 que de esa forma pasó de ser la principal del templo inconcluso a la lateral sur del tercero. La nueva iglesia se inició por el ábside y fue realizada por Johan Poyo y, sobre todo, por el maestro de obras Miguel García, segorbino que también había trabajado en la Cartuja de Valldecrist. Era un edificio gótico, de una sola nave, con seis capillas a cada lado entre los contrafuertes, y ábside poligonal. En 1420 se concluye la portada norte o de la Plaza de la Hierba —la más interesante— y en 1435 la oeste o principal. Al año siguiente se termina la fachada que contiene esta última portada pero sólo hasta la altura de la nave, ya que su remate se acabó mucho después y en estilo renacentista. Terminadas las obras, quizá aún sin el remate citado, en 1549 Francesc Roures, obispo de la diócesis de Tortosa a la que pertenecía Castellón, celebró la solemne consagración. Se depositaron bajo el Altar reliquias de san Ginés y san Nicasio.
Este templo, Iglesia Mayor de Castellón durante siglos, también fue decorado con destacadas obras de arte salidas de los talleres de algunos de los más reputados artistas de cada época. Probablemente, una de las principales fue el magnífico retablo que en 1495 realizó Paolo de San Leocadio para el Altar Mayor. No en vano, el historiador Rafael Martí de Viciana dijo de él en el siglo XVI que era el mayor del Reino, y en el Museo del Prado se indica que medía quince metros de alto, en referencia a “La Oración en el Huerto”, óleo sobre tabla hoy expuesto allí y que perteneció a aquel retablo. Señalar igualmente la gran cruz procesional renacentista, debida a los orfebres valencianos Francesc Eva y Geroni Camanyes, considerada como la mejor de toda la Comunidad Valenciana de las realizadas en el siglo XVI y que todavía conserva la Concatedral.
La primera reforma importante que se llevó a cabo en el templo que estamos comentando fue la modificación del ábside en 1616 para añadirle la que fue Capilla de la Comunión hasta que en 1670 se edificó otra a los pies de la iglesia, más apropiada para ello, y pasó a hacer las funciones propias del Coro. Esta segunda capilla, de mayor tamaño, era cuadrada por fuera pero de planta de cruz griega por dentro, y estaba cubierta por una cúpula de media naranja con linterna. Además del acceso desde la nave del templo tenía también una portada lateral orientada al este. Mientras tanto, en 1645 se cambió la ornamentación interior del resto del edificio para adecuarla al entonces imperante gusto barroco, redondeando arcos con yeso, añadiendo columnas salomónicas, angelotes, etc., de modo que su primitiva apariencia gótica quedó oculta.
Salvo la cripta construida bajo el presbiterio en la segunda mitad del siglo XVII, que en 1800 se eliminó por los problemas derivados de los enterramientos que en ella se hicieron, Santa María no fue objeto de obras significativas hasta dos centurias después. Así, en 1869, el preclaro arcipreste Juan Cardona Vives acometió una serie de reformas a cargo de su patrimonio personal —utilizado también para levantar otros importantes edificios de la ciudad—, entre las que destacan la modificación del ábside, el cambio del pavimento, la ampliación del Coro y la apertura de huecos en los muros de las capillas para facilitar el paso entre ellas, que fueron dirigidas por los arquitectos Manuel Montesinos y Vicente Martí. De todas estas actuaciones la más notable fue la repristinación que recuperó las formas góticas originales al retirar la decoración barroca añadida tiempo atrás. Dos décadas más tarde, Godofredo Ros de Ursinos adornará la portada principal con un atrio neogótico de piedra con reja de hierro. Todo ello mejoró las condiciones del templo, que en 1894 fue elevado al rango de Arciprestal.
Llegamos así al siglo XX, a principios del cual —en 1906—, y como un presagio de lo que se avecinaba, un vendaval arrancó la cruz-veleta que remataba la cúpula de la pequeña torre situada en lo más alto de la fachada principal. Treinta años después, otro vendaval, esta vez mucho más violento, arrancó igualmente la antigua Iglesia de Santa María del solar en el que estuvo durante cinco siglos. A los seis días de iniciarse la Guerra Civil un incendio provocado, del que sólo se salvaron unas cuantas de las muchas y valiosas obras de arte que atesoraba el templo, dio inicio al peor desastre sufrido por esta iglesia que acabó reducida a escombros, a pesar de haber sido declarada Monumento Histórico-Artístico Nacional en 1931, al llevarse a efecto una desafortunada decisión del Ayuntamiento. De este despropósito sólo se recuperarán las tres portadas góticas y algunos pocos elementos más de lo que constituyó el logro artístico más importante, admirado y representativo que tuvo Castellón.
Así las cosas, a partir de 1938 empezaron las gestiones para reconstruir el templo derribado, gracias a otro insigne arcipreste como fue Joaquín Balaguer Martinavarro, cuyo entusiasmo por la Iglesia de Santa María —en la que está enterrado— fue el auténtico motor de su recuperación. La oportunidad de levantar un edificio prácticamente de nueva planta impulsó la idea de hacerlo de mayores dimensiones para darle la prestancia y la capacidad que serían necesarias si algún día se alcanzaba la vieja aspiración de que el templo llegara a ser Catedral —cosa solicitada varias veces desde 1600 sin éxito—. Para ello se buscaron distintos emplazamientos que permitiesen esa ampliación, pero por razones históricas se acabó edificando sobre el solar en el que estuvo la antigua iglesia aunque modificando un poco la dirección del eje de la misma para poder ocupar más espacio, lo que, en menor medida y sin pretenderlo, reprodujo lo ocurrido cuando se erigió el templo anterior.
La construcción de la iglesia que vemos hoy, cuya ejecución fue obra de Vicente Traver Tomás —autor del proyecto inicial—, continuada por su hijo Vicente Traver González-Espresati y luego por su nieto Juan Ignacio Traver de Juan, comenzó en 1939, como ya dijimos, por el muro recayente a la plaza de la Hierba al que se incorporó, reconstruida, la portada de 1420. Este muro, para mantener la fisonomía de la citada plaza, es lo único del templo actual que coincide en su ubicación con la de su homólogo en el anterior, porque el resto del edificio se desplazó para ganar sitio, como hemos indicado. Sólo cambia que la portada se halla ahora sobre unos escalones que antes no tenía. Se continuó la edificación por la calle Colón para completar el exterior de la Capilla de los Santos Patronos, de modo que ésta, la hoy Capilla de la Carroza del Corpus y el espacio entre ambas, se convirtieron en el año 1943 en la parte de la iglesia que primero se terminó. Lo dicho supuso que esa zona asumiese el culto hasta 1950, cuando entró en servicio la mitad del templo desde la fachada principal hasta el crucero. Esta fachada y la de la calle Arcipreste Balaguer se completaron, respectivamente, con las portadas de 1435 y 1382, ambas igualmente reconstruidas y sobre escalones, imitando así de manera aproximada sus ubicaciones originales en la iglesia medieval a la que pertenecieron.
Aunque parecía que las cosas estaba yendo como debían ir, lo cierto es que Santa María, al igual que había pasado en varias ocasiones con el templo anterior, también fue objeto de algunos contratiempos. Así, en el año 1947, el obispo de Tortosa —diócesis de la que todavía formaba parte Castellón— dispuso que la mitad de lo recaudado para la reconstrucción, que se estaba financiando por suscripción popular, se destinara al nuevo Seminario Diocesano ubicado en aquella ciudad. Esto enfrió los ánimos de la gente al ver que parte del dinero donado no se empleaba en esa reconstrucción, lo que originó paralizaciones de las obras y que con el tiempo el proyecto inicial, mucho más ambicioso, tuviera que dejar paso a otro más funcional pero de menor prestancia.
En 1953 la recuperación del atrio frente a la portada principal, con la reja de hierro procedente del anterior, dio paso a una etapa sin actuaciones importantes como consecuencia de la referida decisión de aquel obispo. Pero el hecho de que en 1960 la Iglesia de Santa María obtuviese la dignidad catedralicia al crearse la Diócesis de Segorbe-Castellón por parte del papa san Juan XXIII dio un pequeño impulso a las obras, lo que se tradujo en el inicio de la Capilla de la Comunión tres años más tarde. Sin embargo, debido a los problemas económicos que se arrastraban, esta capilla no se finalizó hasta 1968, tras lo cual se entró en otro periodo de poca actividad sólo interrumpido por la construcción de las dependencias parroquiales, cuyos dos edificios —anexos— se acabaron en 1979 y 1984, respectivamente. Así, hemos de llegar al año 1988 para que, con el 75 Aniversario de la Coronación de la Virgen del Lledó en el horizonte, se retomen los trabajos que llevarán a la finalización de la Concatedral, en los que colaboraron diversas instituciones como el Ayuntamiento, la Diputación, la Generalitat y el propio Obispado. En 1994 se concluye el exterior del templo y dos años después empiezan los trabajos en su interior, desde el crucero hasta el ábside, que acabarán en 1998. Al año siguiente, con la construcción de una cripta bajo el citado crucero, la iglesia quedó lista para su inauguración, a falta del claustro y el resto de dependencias que se harán realidad en 2008. De este modo, la nueva Concatedral constaba de tres naves, capillas laterales —entre las que destacan la de la Comunión y la de los Santos Patronos—, crucero, cimborrio, ábside poligonal y cripta. Los detalles de su arquitectura, sin reproducirla de manera exacta, se basan en el derribado templo del siglo XV, especialmente en la disposición de su fachada principal que reproduce la anterior con ligeras modificaciones.
Así pues, el día 4 de mayo de 1999 se celebró la ceremonia de Consagración y Dedicación de la Concatedral de Santa María, que se hizo coincidir con los actos del 75 Aniversario de la Coronación de la Virgen del Lledó, patrona de la ciudad, con lo que la nueva etapa de la Iglesia Mayor de Castellón comenzó en el marco de unos festejos de honda significación para la ciudad. Ese día la Concatedral brilló con luz propia envuelta en la solemnidad de las grandes ocasiones. Acudieron cuatro cardenales, veinte obispos, doscientos sacerdotes, numerosas autoridades, tanto de la Generalitat como provinciales y locales, y unos dos mil fieles de toda la diócesis que llenaron las espaciosas naves de la iglesia. En la contigua Plaza Mayor una pantalla gigante permitió ver lo que acontecía en el interior del templo, gracias a la retransmisión televisiva que ofreció Canal 9 para toda la Comunidad Valenciana. Actuaron la Coral y Orquesta de la Generalitat Valenciana y la Coral “Vicent Ripollés”.
La celebración fue oficiada por el cardenal Darío Castrillón Hoyos, Legado Pontificio Ad Casum, quien definió la Iglesia de Santa María como una Catedral mártir, señalando que murió por decreto, por ser símbolo de la fidelidad de la fe de Castellón a Cristo. Posteriormente, se enterraron bajo el Altar Mayor reliquias de san Pascual Baylón, patrono de la diócesis, san Vicente Ferrer, patrono de la Comunidad Valenciana, san Blas, segundo patrono de la ciudad, san Enrique de Ossó y santa María Rosa Molás. Y se hizo lo mismo con las de los beatos Manuel Domingo y Sol, Recaredo Centelles y Genoveva Torres, nacida en Almenara y desde 2003 primera santa de nuestra diócesis. Todos ellos, excepto san Blas que vivió en el siglo IV, visitaron el templo anterior o celebraron misa en él. Actualmente, dos grandes lápidas a los pies de ambas naves laterales de la iglesia recuerdan el acontecimiento con el que veinticinco años atrás Castellón culminó felizmente la recuperación de su templo más importante.
Y así, la Concatedral de Santa María pasó a ser la heredera de una historia de más de siete siglos cuyos azares no han impedido que, hoy como ayer, la Iglesia Mayor de Castellón siga ocupando en el corazón de la ciudad el mismo suelo sagrado que desde la ya lejana fundación de la villa fue siempre su lugar.
Anoche, la Concatedral de Santa María de Castellón acogió la primera Vigilia Diocesana de Jóvenes de este curso pastoral, presidida por el Obispo D. Casimiro López Llorente. El evento, organizado por la Delegación para la Infancia y la Juventud en colaboración con la Casa de Misericordia, congregó a jóvenes de toda la Diócesis con un mensaje central: «Peregrinos de Esperanza».
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El Obispo, en su homilía, destacó que la esperanza no es solo un sentimiento, sino una persona: Jesucristo. «El amor de Dios se nos ofrece a través de Jesucristo, cuya muerte y resurrección nos regalan la plenitud de la esperanza», afirmó. También recordó las llamadas del Papa Francisco a centrar nuestra mirada en la esperanza, que nace del corazón traspasado de Jesús en la cruz, una fuente inagotable de misericordia y amor para todos.
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La Vigilia, además de ser un espacio de oración y reflexión, invitó a los jóvenes a experimentar la misericordia de Dios, especialmente a través del sacramento de la penitencia, para renovar su esperanza y caminar con fe hacia la plenitud de la felicidad prometida. «No podemos caminar solos, necesitamos que Jesús entre en nuestras vidas», destacó el Obispo, señalando que, aunque el camino hacia la santidad y el amor perfecto pueda ser desafiante, la misericordia de Dios nos acompaña en cada paso.
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En esta ocasión, el Evangelio proclamado fue el pasaje de San Juan (Jn 16, 29-33), en el que Jesús anuncia la paz y la victoria sobre el mundo. Esta Vigilia, en preparación para el Jubileo de los Jóvenes en Roma en 2025, fue una oportunidad única para fortalecer la fe y la comunión entre los jóvenes, animándolos a ser «signos de esperanza» en sus comunidades y en la sociedad. La Delegación de Juventud también anunció una peregrinación especial a Roma para este evento jubilar, que se celebrará del 23 de julio al 4 de agosto de 2025, invitando a todos los jóvenes a unirse en esta experiencia de fe compartida.
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Miriam y Miguel, jóvenes de Casa de Misericordia, compartieron sus experiencias de fe y peregrinaciones durante un testimonio. Miriam, de 17 años, explicó cómo su familia cristiana la ha acompañado en su formación espiritual desde pequeña. Relató cómo encontró su lugar en la fe a través de diferentes movimientos y su participación en las peregrinaciones, destacando especialmente la JMJ. Compartió cómo en esos momentos de caminar y oración, sintió la paz de confiar en que su vida está en las manos de Dios. Además, mencionó la importancia del silencio y cómo Dios se manifiesta en esos espacios de calma.
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Por su parte, Miguel, de 19 años, recordó cómo su participación en Casa de Misericordia y en la JMJ le permitió profundizar en su relación con la Virgen María, especialmente después de recibir un rosario de Tierra Santa. Relató momentos de conexión profunda con otros jóvenes en actividades como «hacer el desierto», donde pasó tiempo a solas con Dios, y cómo la peregrinación le permitió sentirse parte de una gran comunidad de fe. Subrayó la alegría de compartir esos momentos con jóvenes de todo el mundo, fortaleciendo su convicción de que la fe es un camino que se vive en comunidad y en servicio a los demás.
El pasado domingo 27 de octubre, D. Samuel Torrijo tomó posesión como Canónigo de la Concatedral de Santa María de Castellón. El acto, seguido de la celebración de la Eucaristía, fue presidido por el Deán y párroco de la Concatedral, D. Joaquín Muñoz, y concelebrado por numerosos sacerdotes de toda la Diócesis de Segorbe-Castellón, junto al Cabildo Catedral, el Cabildo Concatedral y una representación del Cabildo Metropolitano de Valencia.
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Al inicio, el Secretario Capitular, D. Joaquín Guillamón, leyó el Decreto de nombramiento emitido por el Obispo D. Casimiro. Ante los Santos Evangelios y el Deán, D. Samuel realizó la profesión de fe y el juramento de fidelidad. Seguidamente, el Deán firmó los documentos oficiales, que fueron recogidos por el Secretario Capitular.
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Tras esta formalidad, el nuevo Canónigo tomó su lugar en el coro, y el Deán proclamó solemnemente: “Ha tomado quieta, tranquila y pacífica posesión del oficio de canónigo de este Cabildo Concatedral, el M. I. Sr. D. Samuel Torrijo Vicente de Vera”, seguido por el canto del coro “Ad multos annos!”. Al concluir el acto, comenzó la Eucaristía.
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Al finalizar, D. Samuel dirigió unas palabras a los presentes, quienes habían acudido desde varios lugares de España. Entre ellos se encontraban su familia, que vino desde su localidad de origen, Illueca (Zaragoza), junto al alcalde, seminaristas y formadores del Redemptoris Mater, representantes de las universidades CEU y UJI, miembros de la Asociación Católica de Propagandistas, de la Pastoral Universitaria, personal de la curia y del tribunal eclesiástico, hermanos de las comunidades neocatecumenales, jóvenes de Hakuna, feligreses de las parroquias de El Salvador y Nuestra Señora de Los Ángeles de Castellón, y Nuestra Señora de la Merced de Burriana, así como autoridades locales, provinciales y autonómicas y empresarios.
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“Todos vosotros sois el origen de mi vocación – expresó D. Samuel – Dios, pensando en vosotros, me eligió a mí, y por eso asumo este cargo como un humilde servicio de intercesión. Ser canónigo es un servicio al Obispo diocesano para suplicar por el pueblo que Dios me ha encomendado, para que prevalezca sobre las fuerzas del mal”, afirmó.
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“Le pido al Señor que renueve en mí la llamada que escuché a los seis años – añadió- dar mi vida al Señor me trajo a esta Diócesis de Segorbe-Castellón para conoceros a vosotros y a las parroquias o misiones que me ha confiado”. Finalizó agradeciendo: “Dios no se ha dejado vencer en generosidad. Él no quita nada, lo da todo”.
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