HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE DIÁCONOS DE CÉSAR IGUAL, ION SOLOZÁBAL Y JESÚS CHÁVEZ
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S.I. Concatedral de Sta. María de Castellón, 7 de diciembre de 2019
(Jer 1,4-9; Sal 88; Hech 10,341.37-43; Jn 12,24-26)
Amados todos en el Señor!
Alabanza y acción de gracias
1. “Cantaré eternamente, tus misericordias, Señor” (Sal 88). Estas palabras del Salmista nos invitan una vez más a la alabanza y a la acción de gracias a Dios: esta mañana lo hacemos por vuestra vocación sacerdotal y por vuestra ordenación diaconal, queridos César, Ion y Jesús. Son dones del amor gratuito de Dios ante todo para nuestra Iglesia diocesana, a cuyo servicio seréis ordenados y que se ve una vez más agraciada en vuestras personas. Nos unimos a vuestra alegría, y juntos cantamos al Señor por su gran amor para con vosotros, para vuestras familias y para nuestra Iglesia diocesana.
Alabamos y damos gracias a Dios, que os escogió desde el seno materno (cf. Jer 1, 4), que os llamó al sacerdocio, y que os ha cuidado y enriquecido con sus dones a lo largo de estos años de seminario en que habéis sabido acoger, discernir y madurar su llamada. Cada uno tenéis vuestra personal historia vocacional; Dios tiene sus tiempos y sus caminos. En todo este proceso vocacional quizá no encontréis nada especialmente extraordinario, salvo la acción misericordiosa de Dios, que han conducido vuestros pasos hasta aquí. Gracias le sean dadas por vuestro corazón disponible, generoso y agradecido a su vocación; gracias por vuestra fe confiada en el Señor, que os ha ayudado a superar miedos, temores y pruebas; gracias damos a Dios por vuestras familias, que, lejos de obstaculizar vuestra vocación, la han apoyado; gracias le damos por cuantos os han ayudado en el camino del discernimiento y maduración de vuestra vocación: vuestras comunidades y catequistas, vuestros amigos y compañeros, y, sobre todo, vuestros rectores y formadores de ambos Seminarios y todos aquellos –sacerdotes y laicos- que el Señor ha puesto en vuestro camino vocacional.
Llamados y consagrados para ser siervos
2. Mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a derramar sobre vosotros su Espíritu Santo y quedaréis consagrados diáconos. Participaréis así de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Resucitado y seréis en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). El Señor imprimirá en vosotros un sello imborrable, que os configurará para siempre con Cristo Siervo: seréis para siempre signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos. ¡Sedlo con vuestra palabra y, sobre todo, con vuestra vida! ¡Mantened siempre viva esta vuestra condición de “siervos”, de servidores de Cristo, de su pueblo y de su misión; también cuando seáis presbíteros! Ello os librará de la tentación de consideraros dueños del pueblo de Dios, de buscar los primeros puestos y de la tentación de la mundanidad, siempre al acecho.
“El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor” (Jn 12, 26), os dice Jesús hoy a cada uno de vosotros, queridos hijos. Como diáconos os ponéis al servicio incondicional del Señor Jesús; estáis llamados a servir a Cristo y, como Él, a su Iglesia y a los hermanos: es decir, sin poner condiciones de tiempo, de lugar o de tarea, estando siempre disponibles para Dios y para los hermanos en total obediencia a la Iglesia y al Obispo diocesano. ¡Es fácil prometer obediencia; más difícil es vivirla! Como Cristo estáis llamados a poner toda vuestra persona y vida –capacidades, energías, tiempo y deseos- al servicio de Cristo, de su Evangelio y de la vida y misión de la Iglesia para la salvación del mundo. Morir a sí mismos para dar mucho fruto como el grano de trigo ha de morir en la tierra para desplegar toda su fecundidad: este es el camino indicado por Cristo y que se simboliza plásticamente en el rito de la postración.
Al postraros con todo vuestro cuerpo, manifestáis vuestra completa disponibilidad para el servicio que se os confía. En ese yacer por tierra en forma de cruz antes de la ordenación mostráis que acogéis en vuestra propia vida la Cruz de Cristo, que es la entrega total de sí mismo por amor. Como nos recuerda el mismo Señor en el Evangelio: No se genera nueva vida sin entregar la propia. Amar como Cristo es darse sin escatimar nada, hasta desaparecer uno mismo. Solamente el don total de sí libera la capacidad del hombre para amar de verdad, mientras que el apego a sí mismo lleva a la autodestrucción. Se trata de una verdad que se rechaza o menosprecia en el mundo de hoy, cuando se hace del amor a sí mismo el criterio último de la existencia. Pero para el discípulo de Cristo, la búsqueda de su interés personal y de su bienestar no es el camino de la fidelidad al Evangelio. Por el contrario, sabe que entregar la propia vida por amor a Cristo y a los hermanos es el camino de la santidad, de la perfección en el amor, para la vida definitiva y eterna. Ser discípulo de Cristo significa vivir como Él, aun en medio de la hostilidad y de la incomprensión; quien así vive se encuentra, como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre. Quien así vive pasará por este mundo haciendo el bien, como Jesús (cf. Hech 10, 38).
La gracia divina, que recibiréis con el sacramento, os hará posible esta entrega total y la dedicación plena a los otros por amor de Cristo; y además os ayudará a buscarla con todas vuestras fuerzas. Este será el mejor modo de prepararos para recibir un día la ordenación sacerdotal: servir, en efecto, es un ejercicio fecundo de caridad. Hoy, todos nosotros pediremos al Señor la gracia que os ayude a transformaros en fiel espejo de su caridad, hecha servicio.
En la triple diaconía de la Palabra, de la Eucaristía y de la Caridad
3. Al ser ordenados diáconos seréis “ungidos por la fuerza del Espíritu Santo” (Hech 10, 38), capacitados y enviados para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la caridad, en especial hacia los más pobres y necesitados, para los que habéis de tener una especial predilección.
Entre otras, es tarea del diácono proclamar el Evangelio como también la de ayudar a los presbíteros en la explicación de la Palabra de Dios. Más tarde os entregaré el Evangelio con estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”. Como Felipe (cf. Hech 8, 26-40) os habéis de poner en camino, dóciles a la moción del Espíritu, para anunciar el Evangelio de Jesús a todo el que expresa o implícitamente os lo pida, para guiarlos en su comprensión y acompañarles hasta el encuentro personal Jesús y su salvación. Para poder proclamar y anunciar el Evangelio de Cristo, su mensajero ha de leer y escuchar, escrutar y acoger, contemplar y asimilar previamente la Palabra de Dios, hasta dejarse él mismo configurar y conducir por la Palabra de Dios. No olvidéis que no sois dueños, sino servidores del Evangelio de Cristo. Habréis de anunciarlo íntegramente tal como nos es transmitido en la comunión de fe de la Iglesia; no os dejéis llevar por vuestras interpretaciones personales o por el deseo de halagar los oídos de quienes la escuchan. El Evangelio pide ser enseñado sin reducciones, sin miedos y sin complejos, también ante la cultura dominante. Una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia y el mejor servicio que puede prestar hoy es la diaconía a la Verdad de la Palabra de Dios, y en ella a la verdad del hombre, del matrimonio, de la familia y de la vida, de la sociedad y de la historia. Sed con vuestra palabra y con vuestra vida heraldos del Evangelio, profetas de un mundo nuevo, portadores de un mensaje que sigue arrojando la luz sobre los problemas de hoy.
Como servidores de la Eucaristía seréis los primeros colaboradores del Obispo y del sacerdote en la celebración de la Eucaristía; consideradlo siempre como un servicio; vivid con humildad, con profundo gozo y con sentido de adoración vuestra condición de servidores del ‘misterio de la fe’ y del ‘sacramento del amor’ para alimento de los fieles. Podréis también administrar solemnemente el bautismo, reservar y repartir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el Viático a los moribundos, administrar los sacramentales y presidir el rito de los funerales y de la sepultura.
A vosotros se os confía, de modo particular, el ministerio de la caridad. La comunión con Cristo en la Eucaristía, fuente permanente del amor de Dios, os ha de llevar a dejaros llenar de la Caridad, que es Dios, para vivir la caridad con todos. La atención a los hermanos en sus necesidades, penas y sufrimientos serán vuestros signos distintivos como diáconos del Señor. Sed compasivos, caritativos, solidarios, acogedores y benignos con todos ellos.
Exhortación final
4. Por la ordenación de diáconos, queridos hijos, ya no os pertenecéis a vosotros mismos. Como servidores de Jesucristo, que se mostró servidor de sus discípulos, servid con amor y alegría tanto a Dios como a los hombres.
Para ser fieles al don que hoy recibís habréis de vivir enraizados en la vida de gracia, alimentada por la recepción de los sacramentos de la Eucaristía y de la Reconciliación. Sed fieles al rezo diario y completo de la Liturgia de las Horas, a lo que hoy os comprometéis; es la oración incesante de la Iglesia por el mundo entero, que a partir de hoy os está encomendada de modo directo. Esforzaos por fijar vuestra mirada y vuestro corazón en Cristo con la oración personal diaria, que os llevará a ver el mundo con los ojos de Dios y a amar a los hermanos y a la Iglesia con el corazón de Cristo.
El don del celibato que hoy acogéis y que libre, responsable y conscientemente prometéis observar durante toda la vida por causa del reino de los cielos y para servicio de Dios y de los hermanos será para vosotros símbolo y, al mismo tiempo, estímulo de amor servicial y fuente de fecundidad apostólica. Movidos por un amor sincero a Jesucristo y su Iglesia y viviendo este estado con total entrega, os resultará más fácil consagraros con corazón indiviso al servicio de Dios y de los hombres.
Queridos todos: Dentro de unos momentos suplicaré al Señor para que derrame el Espíritu Santo sobre estos hermanos nuestros, con el fin de que los “fortalezca con los siete dones de su gracia y cumpla[n] fielmente la obra del ministerio”. Unámonos todos en esta oración para que César, Ion y Jesús se dejen llenar por esta nueva efusión del Espíritu Santo. Y oremos a Dios, fuente y origen de todo don, que nos conceda nuevas vocaciones al ministerio sacerdotal. A Él se lo pedimos por intercesión de María Inmaculada, la sierva y esclava del Señor. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón