Podría parecer una redundancia hablar del sentido cristiano de la Semana Santa. Pero ya no lo es en nuestro tiempo. La Semana Santa va perdiendo, en efecto, su sentido originario y propio, su sentido cristiano. Para muchos es tiempo de vacaciones y hablan de vacaciones de Semana Santa; otros la identifican con las procesiones; y, a tenor de la baja participación en los actos litúrgicos, no son tantos los que la entienden y viven todavía desde su sentido genuino.
La Semana Santa es la más importante de todo el año para la fe cristiana. La llamamos ‘santa’, porque es santificada por los acontecimientos que en estos días conmemoramos y actualizamos en la liturgia: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son la prueba definitiva del amor misericordioso de Dios a los hombres, manifestado en la entrega de su Hijo hasta la muerte y su resurrección a la Vida gloriosa. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve a la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruye la muerte y resucitando restaura la vida.
Las Cofradías y Hermandades de Semana Santa de nuestra diócesis están convocadas este domingo para la procesión diocesana de Semana Santa en Nules. Cercanos los días santos, la procesión será una expresión de nuestra fe común en Cristo Jesús, muerto y resucitado para la Vida del mundo, y de nuestra pertenencia a la gran familia de la Iglesia diocesana. Las Cofradías son ante todo una realidad cristiana y eclesial. En su centro y raíz está Jesucristo, Redentor único de todos, que vive y está presente en su Iglesia. Él es la única roca firme sobre la que se ha de edificar cualquier realidad que es parte de la Iglesia, como son las Cofradías y Hermandades. Sin Jesucristo y sin la Iglesia no serían nada, se quedarían en lo puramente estético y costumbrista, vacío de hondura y de verdad.
El próximo 6 de abril vamos a celebrar por tercer año consecutivo un encuentro diocesano con los adolescentes y jóvenes que se preparan para recibir la Confirmación. Es una buena ocasión para conocerse y para compartir juntos la alegría de ser amigos de Jesús. Para mí es un verdadero gozo pasar este día con los confirmandos, escuchar sus anhelos y esperanzas, y también –claro está- sus dificultades y peticiones a nuestra Iglesia para poder ser y vivir como cristianos hoy. Y, sobre todo, es nuestro deseo ayudarles a preparar como se merece su Confirmación.
Hemos elegido como lema del encuentro las palabras de Jesús: “Venid a Mí…”. Porque en el centro de nuestro encuentro -como en todo el proceso de preparación para la Confirmación- estará el Señor Resucitado para dejarnos encontrar o reencontrar por Él o para profundizar en este encuentro personal con el Señor vivo sin el cual no se puede ser cristiano. Nos han recordado insistentemente los papas Benedicto y Francisco.
El próximo día 25 de marzo celebramos la fiesta de la Anunciación del Señor, el acontecimiento cuando el ángel Gabriel trasladó a la Virgen María que era la agraciada y elegida por Dios para ser la madre de su Hijo. Gracias al ‘fiat’ (hágase) incondicional de María al amor de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, se encarnó en su seno virginal y comenzó su vida humana; fue el de María un “sí” agradecido y gozoso: “proclama mi alma la grandeza del Señor”, cantará más tarde María. Por ello, en este día también la Jornada por la vida, que nos llama a acoger y cuidar con amor toda vida humana.
Durante la Cuaresma, la Palabra de Dios nos exhorta a la conversión de mente, de corazón y de vida a Dios. Jesús nos dice: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Es el camino para prepararnos debidamente a la celebración del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo; éste es el camino hacia la Pascua del Señor.
El misterio de la redención de Cristo en la Cruz nos muestra que el amor de Dios es más fuerte que nuestro pecado. Quien conoce, contempla y experimenta la grandeza y profundidad del amor de Cristo, siente profundo dolor por la propia infidelidad al amor de Dios y la urgencia de conformarse cada vez más con el amor de Cristo.
Por San José celebramos el Día del Seminario. Este año, en nuestra Diócesis lo celebraremos el Domingo, día 17, y en las Misas vespertinas del sábado anterior. Nuestros seminarios estarán estos días especialmente presentes en la oración de nuestras comunidades; algo que no debería faltar a lo largo de todo el año. Porque todos y cada uno estamos llamados a orar por la buena formación de nuestros seminaristas y pedir con insistencia y perseverancia a Dios que nos envíe vocaciones al sacerdocio ordenado. Nos urge –y mucho- recuperar o intensificar nuestro amor y compromiso por nuestros seminarios; en ellos se forman, aquellos que han sentido la llamada del Señor al sacerdocio y que serán los futuros pastores de nuestras comunidades. Hemos de intensificar también nuestra oración por las vocaciones sacerdotales.
El próximo miércoles, Miércoles de Ceniza, comienza el tiempo de Cuaresma. En la imposición de la ceniza escucharemos las palabras de Jesús al inicio de su actividad pública: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Estas palabras son el leit-motiv del camino cuaresmal hacia la Pascua. La conversión pide un cambio de mentalidad: volver la mirada y el corazón a Dios, dejarse encontrar por su amor misericordioso y vivir en adhesión amorosa a Dios y a sus mandamientos, y así el amor al prójimo y a toda la creación. Nos lo recuerda el papa Francisco en su mensaje para la cuaresma de este año: “La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,19).
Hemos traspasado ya el ecuador del curso pastoral. Es bueno recordar que para este año en nuestra Iglesia diocesana nos hemos propuesto hacer de la Eucaristía el centro de la vida y de la misión de toda comunidad parroquial y de todo cristiano. Es necesario, por ello, que cada parroquia en su consejo de pastoral, los grupos de sacerdotes de los arciprestazgos y el consejo arciprestal revisen qué lugar está ocupando este objetivo en la vida parroquial y qué acciones se están llevando a cabo. Aún hay tiempo para que nuestra programación diocesana anual no quede en el papel, y pongamos por obra lo que pensemos necesario en orden a dicho objetivo.
Como fruto visible del Jubileo de la Misericordia, nuestra Diócesis puso en marcha el “Proyecto sí a la vida, Hogar de Nazaret”. Está pensado para acompañar a adolescentes embarazadas y ayudarles en la acogida de la vida que llevan en su seno. Es un compromiso más de nuestra Iglesia en nuestro ‘Sí, a toda vida humana’ en todos los momentos y circunstancias de su existencia terrenal.
El derecho a la vida es un derecho universal, que corresponde a todo ser humano. El primer derecho de una persona humana es su vida; es el bien fundamental, condición para todos los demás. Las cosas tienen un precio y se pueden vender, pero las personas tienen una dignidad que no tiene precio y que vale más que cualquier otra cosa. Por el sólo hecho de haber sido querido por Dios y creado a su imagen y semejanza, todo ser humano tiene una dignidad innata e inalienable que pide y merece ser reconocida, respetada y promovida por parte de todos. La vida de todo ser humano, en cualquier fase de su desarrollo, desde su fecundación hasta su muerte natural es inviolable. El respeto y la defensa de toda vida humana es la primera expresión de la dignidad inviolable de toda persona humana.
Toda vida humana siempre ha de ser acogida y protegida -ambas cosas juntas: acogida y protegida- desde la concepción hasta la muerte natural, y todos estamos llamados a respetarla y cuidarla. Por otro lado, es responsabilidad del Estado, de la Iglesia y de la sociedad acompañar y ayudar concretamente a quienquiera que se encuentre en situación de grave dificultad, para que nunca sienta a un hijo como una carga, sino como un don, y no se abandone a las personas más vulnerables y más pobres. Muchas veces nos hallamos en situaciones donde vemos que lo que menos vale es la vida de un ser humano. Por esto la atención a la vida humana en su totalidad se ha convertido en los últimos años en una auténtica prioridad del Magisterio de la Iglesia, particularmente a la más indefensa, o sea, al discapacitado, al enfermo, al que va a nacer, al niño, al anciano, que es la vida más indefensa.
Entre nosotros se extiende la así llamada ‘cultura de la muerte’, basada en el egoísmo individualista. A nuestra sociedad le aqueja una grave incoherencia, un doble lenguaje y una doble vara de medir a la hora de reconocer, respetar y promover el derecho a la vida. En la cultura del culto al cuerpo, se subraya la importancia y el valor de la vida de los sanos, pero no se valora igual la vida de los enfermos incurables, ni de los discapacitados, ni la de los ancianos, ni la de los niños no nacidos. Una mentalidad muy difundida de lo útil, la “cultura del descarte” -en palabras del papa Francisco-, esclaviza los corazones y las inteligencias de muchos. Esta “cultura” pide eliminar seres humanos, sobre todo si son física o socialmente más débiles e improductivos.
Nuestra respuesta a esta mentalidad es un ‘sí’ decidido y sin titubeos a la vida. La vida de todo ser humano es un bien en sí mismo. Además, en el ser humano frágil cada uno de nosotros está invitado a reconocer el rostro del Señor, que en su carne humana experimentó la indiferencia y la soledad a la que a menudo condenamos a los más pobres, débiles e indefensos. Cada niño no nacido, pero condenado injustamente a ser abortado, tiene el rostro de Jesucristo, que antes aún de nacer, y después recién nacido, experimentó el rechazo del mundo. Y cada enfermo, cada discapacitado, y cada anciano, aunque esté enfermo o al final de sus días, lleva en sí el rostro de Cristo. No nos pueden ser indiferentes ni pueden ser marginados o descartados.
Los cristianos estamos llamados a sertestigos y difusores de la cultura de la vida humana frente a los desafíos de nuestro tiempo. Cada vida es un don de Dios y una responsabilidad nuestra. El futuro de la libertad y de la humanidad de nuestra sociedad depende del modo en que sepamos responder a estos desafíos. No podemos eludir estas cuestiones ni silenciarlas. Son aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia y pertenecen al núcleo de lo que nos ha sido transmitido por el Señor. Esto no sólo requiere palabras sino también hechos; y pide conquistar espacio en el corazón de los hombres y en la conciencia de la sociedad. Es éste un compromiso de evangelización que requiere a menudo ir a contracorriente. El Señor cuenta con nosotros para difundir el “Evangelio de la vida”.
En la fiesta de la Virgen de
Lourdes, el 11 de febrero, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo. Es un día
para renovar la cercanía, la solicitud, el afecto y el compromiso de toda la
Iglesia y de cada uno de nosotros hacia los enfermos.
La
enfermedad es un signo de nuestra condición humana, finita y limitada. Como nos
recuerda el papa Francisco, en su Mensaje para esta Jornada, “cada hombre es
pobre, necesitado e indigente. Cuando nacemos, necesitamos para vivir los
cuidados de nuestros padres, y así en cada fase y etapa de la vida, nunca
podremos liberarnos completamente de la necesidad y de la ayuda de los demás,
nunca podremos arrancarnos del límite de la impotencia ante alguien o algo.
También esta es una condición que caracteriza nuestro ser “criaturas”. El justo
reconocimiento de esta verdad nos invita a permanecer humildes y a practicar
con decisión la solidaridad, en cuanto virtud indispensable de la existencia”.
Igual que a los pobres, como
nos dice Jesús, también a los enfermos, siempre los tendremos entre nosotros. Los
enfermos no nos pueden ser indiferentes: no podemos olvidarlos, ocultarlos o
marginarlos. En la atención gratuita y en la acogida afectuosa de cada vida
humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto
importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se
ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para
curarlos. “Los gestos gratuitos de donación, como los del Buen Samaritano, son
la vía más creíble para la evangelización” (Francisco).
Jesús siempre se acercaba y atendía
a los enfermos, especialmente a los que habían quedado abandonados y arrinconados
por la sociedad. La cercanía y compasión de Cristo hacia los enfermos, sus
numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que
Dios ha visitado a su pueblo y del amor de Dios hacia cada uno de ellos; su
compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “estuve
enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
El ejemplo que nos dio Jesús
es admirable y muestra, a la vez, el camino y la actitud que todo cristiano y
toda comunidad cristiana hemos de mostrar hacia los enfermos. El mismo Jesús
encargó a sus discípulos la atención de los enfermos. Por ello la atención
cercana a los enfermos, hecha con cariño y gratuidad, no puede faltar nunca en la acción pastoral de nuestra Iglesia
diocesana y de cada parroquia. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario
en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas y de los
cristianos, siguiendo las palabras de Jesús y su ejemplo al modo del buen
samaritano.
La Campaña para la Jornada de este año se fija en el voluntariado
en la pastoral de la salud bajo el lema bíblico “Gratis habéis recibido, dad
gratis” (Mt 10, 8). Contamos con un buen número de visitadores de enfermos en
muchas parroquias y, en los hospitales, con muchos voluntarios: junto con los
sacerdotes y los capellanes, se acercan y atienden a los enfermos y a sus
familias humana y espiritualmente.
Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que atender. Es
una pena que haya quienes priven a sus familiares enfermos de la atención y
cercanía del sacerdote o de los
visitadores y voluntarios sea en casa o en los hospitales. Nos se les avisa a
veces en contra de voluntad del mismo enfermo. De otro lado, no olvidemos que
en todos los hospitales existe un servicio religioso católico, que se ha pedir
expresamente para que los capellanes o visitadores puedan acudir a las
habitaciones y evitar dificultades administrativas.
Nuestros enfermos necesitan de nuestra atención humana y espiritual,
de nuestra cercanía cordial. Esto hace necesaria una formación del corazón. Nuestros
visitadores de enfermos y voluntarios están llamados a ser hombres y mujeres
movidos, ante todo por el amor de Cristo, personas cuyo corazón ha sido
conquistado por Cristo con su amor, para que los enfermos y sus cuidadores
sientan al amor de Cristo hacia cada uno de ellos, que nunca los abandona; porque
es la caridad de Cristo, quien les mueve.
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