Queridos diocesanos:
Este domingo comienza el tiempo litúrgico del Adviento, que significa ‘venida’. Son cuatro semanas para prepararnos a la celebración gozosa de la Navidad, la ‘primera’ venida en la historia de Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías y el Salvador. Por otra parte, en este tiempo dirigimos nuestra mirada hacía la ‘segunda’ venida de Jesucristo al final de los tiempos, con poder y con gloria para juzgar a vivos y muertos. El Adviento nos invita a despertar de un estilo de vida rutinario y resignado, preparándonos para el encuentro final con Cristo glorioso con elecciones valientes, alimentando la esperanza de un futuro nuevo.
Por ello, el Adviento mira también al presente: Jesús, el Hijo de Dios, ha muerto y ha resucitado, para que todo el que crea en Él tenga Vida eterna. Cristo vive y está entre nosotros; en Él, Dios ama a cada uno personalmente y sin medida. Cristo vivo sale constantemente a nuestro encuentro en su Palabra, en la oración, en los Sacramentos, en los acontecimientos de cada día, en cada hombre y mujer, en especial en los hambrientos, sedientos, forasteros, enfermos y encarcelados.
Esta triple perspectiva hace que el Adviento sea un tiempo de alegría serena, de espera vigilante y de la verdadera esperanza. El cristiano vigila y espera siempre la venida del Señor. No se deja deslumbrar ni aturdir por los reclamos de este mundo. Se prepara para la celebración de la Navidad sabiendo que el Señor resucitado y su Salvación están ya presentes en su Iglesia; y lo hace con la esperanza confiada en su venida definitiva. Esto despierta actitudes de fe y de humildad reconociendo que tiene necesidad de Dios, lo que suscita el deseo del encuentro con Cristo.
El Adviento nos llama a la conversión, a volver nuestra mirada a Dios. Pero ¿cómo lo haremos si no reconocemos que estamos necesitados de Dios, de su salvación, de su amor, de su perdón y de su vida? Hay quien afirma que no tiene necesidad de Dios, porque con lo que tiene y disfruta en este mundo se siente feliz. Necesitamos ser humildes y vivir en la verdad de que sin Dios nada somos para sentirnos pobres y abrirnos a la novedad de Dios. La pobreza espiritual es sentir necesidad de Dios, el único capaz de llenar nuestro deseo de plenitud, de felicidad y de vida para siempre; es la disposición para acoger todas y cada una de sus iniciativas y de su novedad en nuestra vida.
Dios viene a nuestro encuentro, porque nos ama. La conversión a Dios equivale a acoger al Señor presente entre nosotros y en la existencia de cada uno. La espera vigilante es también luchar contra el mal que nos acecha y es, a la vez, expectación confiada y gozosa de Dios que nos salva y libera del mal.
Acoger a Dios presente entre nosotros aviva y fortalece nuestra esperanza. Benedicto XVI, en su encíclica Spe Salvi (Salvados en esperanza), señala que el hombre tiene diferentes esperanzas en las diversas épocas de su vida, unas más grandes y otras más pequeñas; “sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar”. De esta gran esperanza, que es Dios, nos habla el tiempo de Adviento.
Este tiempo nos ofrece la oportunidad de preguntarnos qué esperamos de verdad. Muchos están afectados hoy por un oscurecimiento de la esperanza; parecen desorientados e inseguros, con miedo a afrontar el futuro, a asumir compromisos duraderos, a adoptar decisiones de por vida, a abrirse al don de la vida. El vacío interior y la pérdida del sentido de la vida atenazan a muchas personas, porque viven sin esperanza. En la raíz de esta pérdida de esperanza está el intento de excluir a Dios y a su Hijo, Jesús, de su vida.
Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin esperanza pues su vida se haría insoportable. Con frecuencia busca saciarla con realidades efímeras y frágiles; es una esperanza cerrada a Dios, que se contenta con el paraíso prometido en esta tierra por la ciencia y la técnica, o con el disfrute del día a día. Pero al final todo esto se demuestra ilusorio e incapaz de satisfacer la sed de felicidad infinita que el corazón del hombre continúa sintiendo dentro de sí y que sólo Dios puede saciar.
Abramos nuestro corazón a Dios que se hace hombre en el misterio de la Navidad. En Jesús, nuestra verdadera esperanza, descubriremos nuestro verdadero destino que no es otro sino Dios. Que el Adviento nos ayude a comprender que si falta Dios, falla la esperanza, y todo pierde sentido. Como María, acojamos a Dios que viene a nuestra vida.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón