Queridos diocesanos:
Con la Fiesta del Bautismo de Jesús, este domingo 8 de enero, concluye el tiempo de la Navidad. La Iglesia ofrece en este día a nuestra consideración el bautismo de Jesús a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. El bautismo de Juan era un bautismo de penitencia y conversión para el perdón de los pecados. Jesús se pone en la cola de los pecadores como un signo más de que ha asumido nuestra naturaleza humana. Él no necesitaba purificación alguna, pues no tenía pecado, pero se identifica con todos aquellos que necesitan convertirse a Dios.
El bautismo de Jesús tiene un valor simbólico. Este gesto sirve para hacer una solemne manifestación de la divinidad de Jesús. “Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»” (Mt 3,14-17). Son las palabras de Dios-Padre que nos muestra a Jesús como su Hijo unigénito al inicio de su vida pública. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse “en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 12-13).
El bautismo de Jesús, aunque distinto, nos recuerda nuestro propio bautismo. El mismo Juan Bautista dirá: “Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Lc 3, 16). En el bautismo, por el agua y por el Espíritu Santo, renacemos a la vida misma de Dios. Dios nos hace sus hijos en su Hijo amado, nos hace cristianos, hermanos y amigos de Jesús, y nos incorpora a la familia de los hijos de Dios, a su Iglesia. La gracia bautismal nos libera del pecado y de la muerte eterna: entramos así en la comunión de vida con Dios y con el resto de los bautizados.
¡Cómo no dar gracias a Dios por este gran regalo! Con frecuencia, los bautizados no valoramos nuestro bautismo ni vivimos con gozo oír en el hondón de nuestra alma la voz de Dios que nos dice: Tú también eres mi hijo amado en quien me complazco. Esta es la experiencia que fundamenta nuestra vida como cristianos y que da consistencia a toda nuestra existencia cristiana y eclesial. El bautismo, perdona el pecado original y los pecados personales, nos hace miembros de la Iglesia y sobre todo nos hace hijos amados de Dios. Una condición que nada ni nadie nos puede quitar; una condición que nunca deberíamos olvidar, porque da sentido a nuestra existencia terrenal y nos llena de esperanza en nuestro caminar hacia la casa del Padre.
Saberse hijos e hijas amados personal e infinitamente por Dios y para siempre es motivo de gran alegría, una alegria que no se puede ni se debe ocultar ni callar. Es cierto que en nuestros días no se lleva ser cristianos, y, menos aún, ser católicos, ni vivir como tales. Muchos bautizados, llevados por este ambiente, lo ocultan por temor a ser señalados, menospreciados, discriminados o perseguidos. Algo que por desgracia ocurre con frecuencia en la vida social y laboral.
Hoy es un día apropiado para recordar con gozo nuestro bautismo, para dar gracias a Dios por ser sus hijos amados en su Hijo y para recuperar la alegría de ser cristianos. Así está ocurriendo también en nuestras peregrinaciones a la Catedral con motivo de nuestro Jubileo diocesano. Es emocionante ver la alegría de los peregrinos al pasar la Puerta santa, que representa a Jesucristo, y después, en torno a la pila bautismal, recibir el agua bendita en recuerdo de nuestro bautismo, profesar juntos el credo –la fe de la Iglesia- , renovar las promesas bautismales y sentirse miembros de esta familia de los hijos e hijas de Dios en Segorbe-Castellón.
El difunto Papa emérito Benedicto XVI nos ha dejado como testamento espiritual estas hermosas palabras: “No tengáis miedo al mundo, ni al futuro, ni a vuestra debilidad. El Señor os ha otorgado vivir en este momento de la historia, para que gracias a vuestra fe siga resonando su Nombre en toda la tierra”. Mostremos sin temor que somos cristianos. Ayudemos a otros bautizados a recuperar el gozo de serlo. Invitemos a los no bautizados a dejarse encontrar personalmente por Cristo, para que, conociéndolo y creyendo en Él, pidan ser bautizados y ser hijos amados por Dios en su Hijo, Jesucristo.
Pidamos a Dios que nos conceda el don de la fortaleza para perseverar en la fe y vivir con alegría nuestra condición de cristianos católicos en el seno de su Iglesia. Acojamos con fe la palabra del Cristo que nos convierta en discípulos misioneros suyos, para crecer en la comunión con Dios y con los hermanos y salir a la misión.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón