Queridos diocesanos:
Poco antes de su Ascensión, Jesús promete a sus discípulos el don del Espíritu Santo para ser sus testigos hasta el confín de la tierra (cf. Hech 1, 8); y su última palabra fue: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo he enseñado” (Mt 28, 19-20). Estas frases contienen una promesa, un mandato y una misión. La promesa de Jesús es el envío del Espíritu Santo; su mandato, id y salid; y su misión, hacer discípulos suyos.
Sin el Espíritu Santo es imposible cumplir el mandato y llevar a cabo la misión. Ya en la Última Cena, Jesús había prometido a sus Apóstoles que les enviaría el don del Padre: el Espíritu Santo (cf. Jn 15, 26). Esta promesa la cumplió el día de Pentecostés, cuando el Espíritu descendió sobre los discípulos en el Cenáculo. Aquel día “se llenaron todos de Espíritu Santo” (Hch 2, 4). Esa efusión, si bien extraordinaria, no fue única y limitada a ese momento. El Espíritu sopla cuando y donde quiere. Pero cada año, en la Solemnidad de Pentecostés, actualizamos la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad de los discípulos de Jesús de hoy. Cristo glorificado a la derecha del Padre sigue cumpliendo su promesa y enviando el Espíritu vivificante; el Espíritu sigue derramándose sobre las personas, las comunidades y sobre toda la Iglesia.
Para salir a la misión, hemos de abrir nuestros corazones a una nueva efusión del Espíritu Santo, que nos enseña, renueva, fortalece y alienta a salir a la misión. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia en su vida y en su misión. Él es el Maestro interior, que nos enseña a escuchar la voz del Resucitado, a seguirlo y a ser sus discípulos misioneros; Él es la memoria viviente de Jesús en la Iglesia, que recuerda y actualiza todo lo que Él dijo e hizo. El Espíritu Santo nos guía “hasta la verdad plena” (Jn 16, 13) y nos introduce en la verdad y en la belleza del evento de la salvación, la muerte y la resurrección de Jesús, como la expresión suprema del amor de Dios. Y esta realidad se convierte en Buena Noticia que se debe anunciar a todos.
El Espíritu Santo es el aliento que nos empuja a recorrer el camino del seguimiento y del anuncio de Jesús. Cuanto más generosa es nuestra respuesta, en mayor medida las palabras de Jesús se hacen vida en nosotros en actitudes, opciones, gestos y testimonio. El Espíritu Santo nos ayuda a estar con Dios en la oración, en la que Él ora en nosotros; y nos lleva a hablar con los hombres, haciéndonos ‘canales’ humildes y dóciles de la Palabra de Dios. Llenos del Espíritu de amor, podemos ser signos e instrumentos de Dios que ama, sirve y dona la vida.
El Espíritu Santo cambia nuestros corazones. Los Apóstoles son transformados por el Espíritu y salen a las calles de Jerusalén a proclamar el Kerigma. Pierden el miedo y salen a anunciar a Jesús muerto y resucitado hasta los confines del mundo. El Espíritu Santo libera nuestros corazones bloqueados; vence nuestra resistencia y mediocridad; agranda los corazones y anima a dejar la comodidad; despereza en la tibieza y mantiene joven el corazón. De este modo, el Espíritu Santo hace que renazca la alegría en la misión. “Ven, Espíritu Santo, riega nuestra tierra en sequía, sana nuestro corazón enfermo, lava nuestras manchas e infunde calor de vida en nuestro hielo”.
Jesús nos dice hoy de nuevo: “Id y haced discípulos a todos los pueblos”. Su mandato no es facultativo. La Iglesia fue convocada para ser enviada, nació “en salida” y existe para evangelizar. El mandato de Jesús tiene una finalidad bien precisa: Hacer discípulos del Señor mediante el anuncio, el bautismo y una vida conforme a lo que Jesús ha enseñado y mandado. La Iglesia somos todos los bautizados: el obispo, los sacerdotes, los diáconos, los religiosos, sí, pero también los laicos. En Pentecostés recordamos de modo especial la llamada de todos los laicos a la misión. Todos, también y especialmente los laicos, estamos invitados a comprender mejor que Dios nos ha dado la gran dignidad y la responsabilidad de anunciar a Cristo al mundo y de hacerlo accesible a la humanidad. Este es el honor más grande para cada uno de los bautizados.
“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt, 28, 21). Solos, sin Jesús y sin el Espíritu Santo, no podemos hacer nada. Para la misión no bastan nuestras fuerzas, recursos y estructuras. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu, nuestro trabajo resulta ineficaz. Su presencia es fortaleza ante la persecución, consuelo en la tribulación y aliento en el cansancio de la misión.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón