Queridos diocesanos:
Este VI Domingo de Pascua, la Iglesia en España y nuestra Iglesia diocesana celebra la Pascua del Enfermo. El Señor Resucitado nos llama a atender a los enfermos, pero también a responder a los desafíos actuales de la salud. El Papa Francisco alerta sobre las consecuencias para la salud, generadas por las agresiones al medio ambiente, la falta de una ética ecológica integral, en cuyo centro debe estar la persona, y la falta de atención a los riesgos medioambientales. Consecuencias que se convierten en enfermedades y sufrimiento, especialmente para los más pobres (cf. LS.20,21,29,183).
Hemos de redoblar nuestro compromiso con el cuidado de la creación, con el medio ambiente y con la dignidad de la persona humana. El dolor y la enfermedad, sin embargo, formarán siempre parte del misterio del hombre en la tierra; son propios de nuestra condición humana, finita y limitada. Es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Es obligado trabajar contra la degradación medioambiental, provocada por el ser humano, y causa de muchas enfermedades. Pero es muy importante también saber ver el plan de Dios cuando el sufrimiento y la enfermedad llaman a nuestra puerta. Y es propio del cristiano dirigirse a Dios en la enfermedad para pedirle la salud del cuerpo y del espíritu, y no dejar nunca de esperar en la vida eterna, inmortal y gloriosa, cuyo camino ha abierto Jesús, con su muerte y resurrección, y que ha prometido a los que creen y confían en Él.
La clave para leer nuestra propia existencia, especialmente en la enfermedad, es la cruz y la resurrección del Señor. Jesús, el Hijo de Dios, acogió nuestra finitud y debilidad humanas, asumiéndolas sobre si en el misterio de la cruz y haciendo de ellas camino de resurrección. Desde entonces, el sufrimiento tiene una posibilidad de sentido. Desde hace dos mil años, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros y nunca nos abandona: Dios acoge la entrega de su Hijo en la Cruz por amor a la toda la humanidad y lo resucita a la Vida gloriosa de Dios. Quien sabe acoger la cruz en su vida y se entrega a Dios como Jesús, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de gracia, de esperanza y de salvación.
Ante las preguntas más profundas y personales del ser humano, como preguntas por el sentido de la vida, de la enfermedad y del futuro más allá de la muerte, ¿podemos confiar en algo o en alguien? La Pascua del Enfermo nos invita a mirar a Cristo. “De la paradoja de la cruz brota la respuesta a nuestros interrogantes más inquietantes. Cristo sufre por nosotros: toma sobre sí el sufrimiento de todos y lo redime. Cristo sufre con nosotros, dándonos la posibilidad de compartir con El nuestros padecimientos. Unido al sufrimiento de Cristo, el sufrimiento humano se transforma en medio de salvación. El dolor y la muerte, si son acogidos con fe, se convierten en puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Señor. Un sufrimiento que no puede quitar la paz y la felicidad, porque está iluminado por el fulgor de la resurrección” (San Juan Pablo II). Dirijamos nuestra mirada a Jesucristo. Nuestra alegría pascual se basa en el amor infinito que Dios Padre nos muestra y nos comunica en la cruz y resurrección de su Hijo; un amor que quiere transformar y renovar nuestras vidas, para caminar según el plan de Dios creador y salvador, que nos ha confía el cuidado de la creación, y nos llama a participar de su propia vida; un amor que quiere iluminar nuestra existencia, también en el dolor, en la enfermedad y en la muerte. Sólo en Jesucristo encuentra reposo nuestro corazón inquieto y turbado. El es la verdadera paz que nada ni nadie pueden ofrecer.
La Pascua del Enfermo nos invita a acoger la presencia sanadora de Cristo en su Iglesia para que llegue a todos y, en especial, a los más pobres y necesitados. Así lo entienden las Hijas de la Caridad, que celebran este año el IV Centenario de su fundación: ellas están presentes desde hace años en nuestra Diócesis en el campo de la salud, de la enseñanza y de la caridad. Siguiendo el carisma de Vicente de Paul y Luisa de Marillac quieren servir a Jesucristo en la persona de los pobres, marginados y enfermos con espíritu de humildad, sencillez y caridad. Les felicitamos y les encomendamos a la protección de María, la Virgen de la Medalla Milagrosa. Bajo su protección ponemos también a todos los enfermos, a sus familias y a sus cuidadores.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón.