(David Vázquez Parente, Wilson González Lluberes, Jae Kang Albino Hong)
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S.I Catedral-Basílica de Segorbe, 15 de mayo de 2021
(Jr 1,4-9; Sal 83; Hechos ó, 1-7b; Mt 20,25b-28)
Amados todos en el Señor
Alabanza y acción de gracias
1. “Dichosos los que viven en tu casa, Señor, alabándote siempre” (Sal 83). En esta mañana nos unimos a vuestra alegría, queridos Albino, David y Wilson; y con vosotros alabamos al Señor por su gran amor hacia vosotros, y, en vuestras personas, hacia vuestras familias y hacia toda nuestra Iglesia. El Salmista nos invita a la alabanza y a la acción de gracias a Dios: hoy lo hacemos por vuestra vocación sacerdotal y por vuestra ordenación diaconal: son gracias de Dios para vosotros, pero ante todo para su Iglesia. En estos tiempos de escasez vocacional, nos vemos de nuevo agraciados y enriquecidos en vuestras personas; Dios no nos abandona nunca.
Gracias sean dadas a Dios, que os llamado al sacerdocio, que ha cuidado de vosotros a lo largo de estos años de formación en los que habéis sabido acoger, discernir y madurar su llamada. En todo este proceso vuestro no hay aparentemente nada de extraordinario, salvo la acción amorosa y misericordiosa de Dios. Gracias le sean dadas por vuestro corazón disponible y generoso a su llamada; gracias por vuestra fe confiada en el Señor, que os ha ayudado a superar miedos y temores.
Quiero también expresar mi profunda gratitud y felicitación a vuestros padres y familiares, a cuantos han cuidado de vuestra formación: a vuestros catequistas, formadores y a todos los que os han ayudado a madurar la llamada del Señor; y mi agradecimiento también a cuantos, en momentos de crisis, os han animado a corresponder a la llamada con alegría, confianza y generosidad. Estoy seguro de que seguirán cerca de vosotros y así podáis cumplir la misión que el Señor os confía hoy.
La vocación: elección, don y fuerza de Dios
2. En la primera lectura hemos proclamado la llamada del profeta Jeremías: “Antes de formarte en el vientre, te escogí; ante de que salieras del seno materno, te consagré: te nombré profeta de los gentiles” (Jer 1, 4-5). Jeremías es elegido y llamado por pura gracia de Dios. El Señor le llama no por mérito propio, sino por puro don y gracia. Jeremías, por su parte, se siente indigno ante la grandeza de la elección e incapaz para la difícil misión que Dios le encomienda; tiene miedo ante la misión. Es la elección de Dios, es su llamada y es su fuerza las que hacen de Jeremías profeta del Señor.
Vosotros también, queridos Albino, David y Wilson, habéis ido descubriendo poco a poco –cada uno con su historia personal, con vuestras dudas, resistencias y huídas en algún caso – que Dios os había elegido desde siempre para ser sacerdotes; no por vuestros méritos ciertamente, sino por pura gracia. Vosotros también habéis escuchado la llamada certera del Señor a su seguimiento. El también os dice hoy: “Antes de formarte en el vientre, te escogí”; y, como a los apóstoles, os dice: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15. 17).
Como en el caso de Jeremías puede que os embargue también el miedo: miedo ante vosotros mismos por vuestras limitaciones y debilidades, miedo ante la misión en un mundo secularizado y la debilidad de nuestra iglesia en muchos de sus miembros y comunidades; miedo ante un ambiente cada vez más indiferente ante Dios y hostil frente a su Iglesia. En estas circunstancias resuenan hoy de nuevo las palabras del Señor a Jeremías: “No les tengas miedo, que yo estaré contigo para librarte” (Jer 1, 30). La iniciativa y la fuerza de Dios rompen siempre los débiles razonamientos humanos.
¡No les tengas miedo! os dice el Señor hoy a vosotros. Dios, que os concede el don del ministerio diaconal, os dará también la fuerza para poder vivirlo. Es necesario, sin embargo, acoger y vivir hoy y siempre la vocación y el ministerio con el temor de Dios, para que os sintáis siempre pequeños y pobres ante Dios, para que seáis conscientes hoy y siempre de vuestra flaqueza y debilidad ante la grandeza de Dios y de la misión. Jeremías se ve indigno e incapaz; es la fuerza de Dios lo que le hace superar sus miedos y la que mueve su ministerio.
Consagrados por la imposición de la manos
3. Queridos Wilson, David y Albino: Como lo hicieron los apóstoles con los primeros diáconos, mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a enviar sobre vosotros su Espíritu Santo y os va a consagrar diáconos. El sacramento, que vais a recibir, es una gracia que no sólo os capacita para una misión, sino que toca vuestro propio ser, haciendo de vosotros un hombre nuevo; es la gracia que os transforma en diáconos, en servidores. Toda vuestra vida será desde hoy servicio. Lo que sois, lo que pensáis, lo que sentís, lo que tenéis, incluso lo que esperáis llegar a ser, ya no es vuestro, es del Señor, y en Él, de los hermanos.
El servicio es entender y vivir la vida como la entendió y la vivió Cristo, nuestro Señor. El modelo de vuestro servicio ha de ser siempre el modelo del Evangelio. Cristo Siervo ha de inspirar cada momento de vuestra vida, cada rincón de vuestra existencia, nada en nosotros escapa del don que hoy recibís en el diaconado. Con el Siervo Jesús lo podréis todo, sin Él no podréis nada.
A partir de vuestra ordenación diaconal, seréis, pues, en la Iglesia y en el mundo signo e instrumento de Cristo, que no vino “para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,28). Hoy quedaréis configurados con Cristo Siervo para siempre. Habréis, pues, de vivir y mostrar en todo momento con vuestra palabra y con vuestra vida esta vuestra condición de signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, para la salvación de todos.
Para el servicio de la caridad, la Palabra y la Eucaristía
4. Los primeros diáconos, según nos cuenta el libro de los Hechos de los apóstoles, fueron instituidos para el servicio de las mesas, es decir, para el servicio de la caridad, de los pobres. Los pobres, queridos hermanos, no os pueden ser ajenos, forman parte de la esencia de vuestra vocación y ministerio diaconal. Ciertamente hoy la pobreza se manifiesta en rostros muy diversos; vuestra misión es descubrir esos rostros y servirlos como lo hace el mismo Señor, servirlos como serviríais a Cristo, con entrega y delicadeza, con tiempo y con paciencia, con acogida y compasión.
Recuerdo unas hermosas palabras del Papa Benedicto XVI en la Catedral de la Almudena, dirigida a los seminaristas: “Pedidle, pues, a Él que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, de forma que, con vuestra ayuda, se conviertan y vuelva al buen camino. Pedidle que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana, y, por consiguiente, sus defensores incondicionales”.
La primera obra de caridad será mostrar el camino de la fe. Como dijo San Juan Pablo II: “el anuncio de Jesucristo es el primer acto de caridad hacia el hombre, más allá de cualquier gesto de generosa solidaridad” (Mensaje para las migraciones, 2001). Por eso, el ministerio que se os va a encomendar os convierte también en servidores de la Palabra de Dios, que habréis de proclamar de un modo creíble. Cuando os entregue el Evangelio os diré: “convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo y cumple aquello que has enseñado”. Dejaréis que la Palabra pase por vuestros ojos, al leerla; por vuestros oídos, al escucharla; por vuestra inteligencia, al estudiarla; por vuestro corazón, al contemplarla; y por toda vuestra persona, al asimilarla y hacerla vida.
Junto al servicio de la caridad y de la Palabra, se os encomienda la diaconía de la Eucaristía, el servicio del altar. A partir de ahora, acompañaréis al Obispo y a los presbíteros en la celebración eucarística. Colaborando con el Obispo y el sacerdote, sois servidores del “misterio de la fe”, que es misterio de amor y de servicio. La Eucaristía es expresión del amor entregado y servidor de Jesucristo, por eso el servicio cristiano encuentra su fuente en el sacrificio eucarístico. Adorad a Cristo en el servicio eucarístico, que vais a ejercer, y recordad que sólo se adora en el amor.
Con plena disponibilidad
5. “No digas ‘soy un muchacho’, que a donde yo te envíe, irás, y lo que yo te mande, lo dirás” (Jer 1,7), dice Dios a Jeremías. Conscientes de vuestra debilidad como Jeremías, habéis hecho vuestras las palabras de Jesús Siervo: “Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad”. Es la muestra de vuestra plena disponibilidad, que nos habla de obediencia. Dentro de un instante vais a prometer obediencia a vuestro Obispo. Bien sabéis que no es este un rito sin más, ni un acto de cesión de vuestra libertad; todo lo contrario: es el mayor acto de libertad que quiere quedar rendida a la voluntad de Dios expresada en la comunión de la Iglesia, en el ministerio apostólico del Obispo. Ser obediente no está en las palabras, se lleva en el corazón. Se es obediente en el abandono a la voluntad de Dios, en la aceptación de sus planes que no coinciden con los nuestros, en la renuncia a mis preferencias para afirmar con mi vida y mi actitud la primacía de Dios. El acto de obediencia es unirme a Cristo en la obra de la salvación de los hombres.
Expresión también de esta disponibilidad es el celibato que hoy asumís. El celibato “será para vosotros símbolo, y al mismo tiempo, estímulo de vuestra caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad apostólica en el mundo. Movidos por un amor sincero a Jesucristo, el Señor, y viviendo este estado con una total entrega, vuestra consagración a Cristo se renueva de modo más excelente. Por vuestro celibato, en efecto, os resultará más fácil consagraros, sin dividir el corazón, al servicio de Dios y de los hombres, y con mayor facilidad seréis ministros de la obra de la regeneración sobrenatural” (Ritual de la ordenación de los diáconos).
Vuestra vocación al ministerio sagrado es un misterio, una gracia grande dada a nuestra pequeñez, ¿cómo poder responder entonces a esta llamada?, ¿cómo realizar la misión a la que se nos envía? La respuesta, mis queridos hermanos, está en el Evangelio la unión con Cristo, como los sarmientos a la vid. Unidos a Él lo podemos todo, sin Él no podemos nada. Los frutos del ministerio no son el resultado de nuestras cualidades personales, ni del esfuerzo humano, son el don de la presencia del Señor por la fuerza del Espíritu Santo en nuestra vida.
La Iglesia pone también hoy en vuestras manos, queridos hijos, un medio precioso para la unión con el Señor: la Liturgia de las Horas. Vuestra oración diaria, unidos a toda la Iglesia, aunque la hicierais solos, es expresión de intimidad con el Señor y de amor a vuestro pueblo. Rezad cada día con pausa y devoción la oración de la Iglesia, que tiene como centro la Eucaristía, y que consagra a Dios nuestro esfuerzo cotidiano ofreciéndole nuestro tiempo, y en él nuestra vida. Aunque en muchas ocasiones el cansancio os tiente a dejar la oración, no cedáis, dedicad vuestro mejor tiempo al encuentro con el Señor que será también la mejor garantía de fecundidad apostólica, pues sin Él no podemos hacer nada.
Y mirad siempre a María, la esclava del Señor, que acompaña nuestro ministerio con el consuelo y la alegría de los que siguen a Cristo. Que ella os acompañe en el camino de servicio que hoy emprendéis. Que ella ruegue siempre por la Iglesia y por cada uno de nosotros. Amén
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón