Testigos de fraternidad en un mundo herido
Queridos diocesanos:
En la Fiesta de las Candelas, el día 2 de Febrero, si las circunstancias lo permiten, iremos alegres con cirios encendidos al encuentro del Señor, que es presentado a Dios y al pueblo en el templo de manos de María y de José. Recordando la consagración de Jesús al Padre celebramos también este día la Jornada mundial de la vida consagrada. En este día tendremos presentes con cariño y gratitud a las monjas y los monjes de vida contemplativa, a los religiosos y las religiosas de vida activa y a las personas consagradas que viven en medio del mundo: todos ellos se han consagrado a Dios siguiendo las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, para ponerse al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. Configurados con Cristo son llamados y enviados a ser testigos de fraternidad en un mundo herido, como dice el lema de este año.
En Navidad, Jesús, el Hijo de Dios, nace en Belén para mostrar el amor de Dios hacia todo hombre y mujer, para revelarnos que todos somos hijos de un mismo Padre, llamados a participar de su mismo amor y vida. Toda persona humana es criatura de Dios, ha sido creada a imagen y semejanza de Dios y lleva en sí la impronta de Dios. Somos hijos e hijas de un mismo Padre. Este es el fundamento de la fraternidad universal a que llama el Papa Francisco en su hermosa encíclica social Fratelli tutti: “Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad. Estamos convencidos de que sólo con esta conciencia de hijos que no son huérfanos podemos vivir en paz entre nosotros. Porque la razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad” (n. 272).
Vivimos en un mundo herido. Es una realidad constatable en todos los pueblos y en todas las etapas de la historia. El hambre, la indigencia, la guerra, la persecución o la explotación no son cosa del pasado: siguen teniendo rostro concreto en tantos que están apaleados al borde de los caminos. A estos rostros se unen los afectados por la pandemia de la COVID-19, en especial los mayores y los más vulnerables; las víctimas de la degradación del planeta y de las catástrofes naturales; los inmigrantes y refugiados, que no encuentran acogida entre nosotros; las familias rotas y enfrentadas; las personas que han sufrido abuso y violencia en su dignidad humana; las nuevas generaciones y los parados de todas las edades, y un sinfín de seres humanos que sufren a nuestro lado.
Por su consagración a Dios en Cristo, los consagrados son y están llamados a ser para la Iglesia y la sociedad en un mundo herido, signo visible de la llamada perenne de Jesucristo a sentirse hermanos de un mismo Padre y a construir la fraternidad universal. Ellos muestran día a día con su oración, su presencia y su compromiso la cercanía de Dios Padre para con cada ser humano. Y todo ello lo hacen siguiendo el ejemplo del buen samaritano; se acercan, curan y atienden a los heridos por la vida.
En el silencio del monasterio con la oración o en el día a día al lado de los pobres y marginados, de los inmigrantes o de los encarcelados, de los ancianos o de los jóvenes, en la pastoral de las ciudades o del mundo rural, los consagrados muestran la misericordia del Padre Dios para con todos, y en especial para los más necesitados del amor de Dios. Su presencia es testimonio del paso del Señor por la vida de los hombres.
La vida consagrada es un don de Dios a la Iglesia y a la sociedad. Demos gracias a Dios por todos los consagrados siempre y en especial en esta Jornada. Pidamos a Dios por todos ellos para que sean fieles a su consagración, vocación y misión, y así nos remitan constantemente a Jesucristo, el Buen Samaritano. Él nos dice “Anda y haz tú lo mismo” (Lc 10, 35): ten compasión con el hermano herido al borde del camino, acércate, venda sus heridas, y cuida de él. Así serás también signo eficaz de fraternidad.
Roguemos también para que Dios siga suscitando entre nosotros vocaciones a la vida consagrada. Los consagrados -mujeres y hombres- son necesarios para la vida y la misión de nuestra Diócesis y de nuestras comunidades; son una riqueza que no siempre sabemos valorar. Pero hoy los necesitamos como nunca a estos testigos de Dios y testigos de fraternidad en un mundo herido. Pongamos nuestra confianza siempre en el Señor, que nunca nos abandona.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón