Queridos diocesanos:
El año litúrgico toca a su fin. A lo largo del mismo hemos ido recorriendo la celebración de los diversos acontecimientos que componen el único misterio de Cristo: el anuncio y espera de su venida en Adviento, su nacimiento en Navidad, su presentación al mundo en Epifanía y su muerte y resurrección en Pascua. Después, cada domingo del tiempo ordinario celebramos la pascua semanal.
En este domingo, último del año litúrgico, celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Es una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de ‘rey’, referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su figura y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión en su uso referido a Jesús: se parte de la expresión ‘rey de Israel’ y se llega a la de rey universal, Señor del universo y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío.
Sabemos por los Evangelios que Jesús rechazó el título de rey cuando se entendía en sentido político, al estilo de los “jefes de las naciones” (cf. Mt 20, 25). En cambio, durante su Pasión, reivindicó una singular realeza ante Pilato, que lo interrogó explícitamente: “Entonces, ¿tú eres rey?”. Jesús respondió: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37); pero poco antes había declarado: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36).
En efecto, la realeza de Cristo es revelación y actuación de la realeza de Dios Padre, que gobierna todas las cosas con amor y con justicia. Dios Padre encomendó al Hijo la misión de dar a los hombres la vida eterna, amándolos hasta el extremo de entregar su vida en la Cruz; y, al mismo tiempo, le otorgó el poder de juzgarlos, desde el momento que se hizo Hijo del hombre, semejante en todo a nosotros (cf. Jn 5, 21-22. 26-27).
El ‘poder’ de Jesucristo Rey, no es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo. Es el poder divino de salvar, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte, de perdonar y reconciliar, de amar y dar vida en plenitud. Es el poder del amor, que saca bien del mal, ablanda un corazón endurecido, lleva la paz al conflicto más violento, o enciende la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino del amor y de la vida nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), que no es otra que Dios es Amor, nos crea por amor y para la vida plena y eterna: quien acoge su testimonio, le sigue de por vida en el amor y alcanzará la vida.
La fiesta de Cristo, Rey del universo, nos llama a dirigir la mirada al futuro, hacia la última meta de la historia personal y universal, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Esta mirada ilumina y da sentido a nuestro presente. Al final de los tiempos, Cristo manifestará plenamente su señorío, cuando venga para juzgar a todos los hombres. El Hijo del hombre, juzgará a cada uno según haya vivido el mandamiento nuevo del amor. Jesús se sentará en el trono de su gloria y ante él comparecerán todas las naciones. El Señor preguntará entonces si le hemos seguido y, en particular, si le hemos amado y servido en nuestra vida en los pobres y necesitados, en el hambriento y el sediento, en el forastero y el desnudo, en el enfermo y el encarcelado. Porque “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). En todos ellos Cristo mismo sale a nuestro encuentro.
El reino de Cristo es un reino de amor y de vida que se abre paso mediante el amor. El amor de Jesucristo, el que recibimos de él y el que le ofrecemos, son el criterio del juicio personal y universal, el criterio de una vida lograda o perdida. Eso nos lleva a colocarnos continuamente bajo su misericordia y, al mismo tiempo, a buscar servirle en los pobres y en los que sufren. Es ese amor -que es el amor del Padre, que nos ofrece Jesús desde el trono de la Cruz y que se nos da con el Espíritu Santo- el que construye el reino de Dios en el mundo y enjuicia nuestra existencia.
Jesús sale a nuestro encuentro en su Palabra y en los Sacramentos. Pero también en todos los que necesitan el testimonio y el gesto de nuestro amor. Cuando Jesús nos dice que Él está en el que sufre y el necesitado, nos insta a que no nos conformemos con dar las migajas de nuestro amor, sino a hacer de la misericordia el motor de nuestra vida. Sólo el amor dura para siempre; todo lo demás pasa. Lo que invertimos en amor es lo que permanece para el reino de la Vida.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón