Homilía en el Domingo de Ramos
Castellón y Segorbe, S.I. Concatedral y Catedral, 28 de marzo de 2021
(Is 50,4-7; Sal 21; Filp 2,6-11; Mc 14, 1-15.47)
Comienza la Semana Santa
1. El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor comienza la Semana Santa, en la que un año más celebramos los misterios santos de nuestra redención: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son los acontecimientos que santifican y hacen santa esta semana. Una semana que pide de nuestra parte un esfuerzo renovado por vivirla en santidad de vida y con santo fervor.
Dos palabras sintetizan la celebración de este Domingo: el “!Hosanna¡” de la procesión y el “!Crucifícalo¡” de la pasión.
En la procesión hemos acompañado a Jesús con cantos, palmas y ramos. Hemos revivido lo que sucedió aquel día, en que Jesús, en medio de una multitud que le aclama como Mesías y Rey, entra triunfante en Jerusalén montado en un pollino. Unidos a aquella multitud hemos cantado: “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel. Hosanna en el cielo” (Mt 21, 9). También nosotros hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que está presente en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha abajado a caminar con nosotros. Él nos ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy con alegría. Nuestra alegría nace de haber encontrado a una persona, Jesús, que está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en estos momentos difíciles, incluso cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen insuperables. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de llevar a este mundo nuestro.
Tras la procesión de palmas nos hemos adentrado en la celebración de la Eucaristía y hemos proclamado el relato de la Pasión. Porque Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder y domina; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz.
Entrega de Jesús por amor a la humanidad
2. Cristo Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, fiel a la voluntad del Padre y por amor infinito hacia la humanidad, sigue el camino que le llevará a la cruz con el fin de abrirnos las puertas de la Vida.
Jesús se entrega voluntariamente a su pasión; no va a la cruz obligado por fuerzas superiores a él. “Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8). Escrutando la voluntad del Padre, Jesús comprende que ha llegado su hora, y la acepta con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres. Jesús va a la cruz por nosotros; lleva nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados le llevan a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas, nos dice Isaías (cf. Is 53, 5). El proceso y la pasión de Jesús continúan en el mundo actual, y los renueva cada persona que, pecando, lo rechaza y prolonga el grito: “No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!”.
Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos los sufrimientos de toda la humanidad. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, la mentira, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, el Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama, perdona y acoge a todos. En la cruz, Dios restablece la comunión con los hombres y da el sentido último a la existencia humana. La cruz es el abrazo definitivo de Dios a los hombres. Desde ese abrazo de Cristo en la cruz lo más hondo del misterio del hombre ya no es su muerte, sino la Vida. La cruz ha roto las cadenas de nuestra soledad y de nuestro pecado, y ha destruido el poderío de la muerte. Desde la pasión del Hijo de Dios, la pasión del hombre ya no es la hora de la derrota, sino la hora del triunfo: el triunfo del amor infinito de Dios sobre el pecado y sobre la muerte. La Semana Santa nos invita a acoger este mensaje de la cruz. Al contemplar a Jesús, el Padre quiere que aceptemos seguirlo en su pasión, para que, reconciliados con El en Cristo, compartamos con El la resurrección.
La Semana Santa: expresión de fe
3. “Cristo por nosotros se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9). Estas palabras del apóstol san Pablo expresan nuestra fe: la fe de la Iglesia. La Semana Santa nos sitúa de nuevo ante Cristo, vivo en su Iglesia. El misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección, que revivimos durante estos días, es siempre actual. Todos los años, durante la Semana santa, se renueva la gran escena en la que se decide el drama definitivo, no sólo para aquella generación, sino para toda la humanidad y para cada persona, para siempre. Nosotros somos los contemporáneos del Señor. Y, como la gente de Jerusalén, como los discípulos y las mujeres, estamos llamados a decidir si lo acogemos, creemos en él y lo seguimos o no, si estamos con él o contra él, si somos simples espectadores de su pasión y muerte o, incluso, si le negamos con nuestras palabras, actitudes y comportamientos.
Como cada año, estos días santos quieren conducirnos a la celebración del centro de nuestra fe: Cristo Jesús y su misterio Pascual.
Llamada a vivir con fidelidad nuestro ser cristiano
4. En la pasión se pone de relieve la fidelidad de Cristo, en contraste con la infidelidad humana. En la hora de la prueba, mientras todos, también los discípulos, incluido Pedro, abandonan a Jesús (cf. Mt 26, 56), él permanece fiel, dispuesto a derramar su sangre para cumplir la misión que le confió el Padre. Junto a él permanece María, silenciosa y sufriente. Aprendamos de Jesús y de su Madre, que es también nuestra madre. La verdadera fuerza del cristiano se muestra en la fidelidad en el seguimiento de Cristo, en su capacidad de dar testimonio de la verdad del Evangelio, resistiendo a las corrientes contrarias, a las incomprensiones y a los hostigamientos. Es el camino por el que el Nazareno nos llama para que lo sigamos.
Su muerte tan llena de fidelidad y de amor ha abierto un camino en el apretado bosque, lleno de tropiezos, de nuestra realidad. Jesucristo, el Hijo de Dios, ha abierto un camino para que todos podamos seguirle, con la certeza de que, por difícil que nos parezca, el que quiera podrá encontrar en El vida, salvación y gracia. Os invito a vivir la Pascua acercando vuestras vidas al Sacramento de la Confesión y, purificado el pasado, seguir dejando que Cristo brille en nosotros. ¡Abramos nuestro corazón a Cristo que nos ama!.
5. Celebremos estos días en contemplación meditativa. En ellos se va a hacer presente todo lo más grande y profundo que tenemos y creemos. Que nuestra participación en las celebraciones nos adentren en un renovado despertar de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestro amor.
La Eucaristía nos hace participar de la vida nueva de Jesús, nuestro Señor y Salvador. Revitalicemos nuestra fe. Así se lo pido a María que supo estar al lado de su Hijo Jesucristo. Que Ella, como buena Madre, nos ayude a ser fieles seguidores de su Hijo. Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón