Queridos diocesanos:
Con la celebración del Domingo de Ramos comienza la Semana Santa. Qué duda cabe que en una sociedad secularizada esta Semana va perdiendo, incluso para bautizados y cofrades, su sentido originario y propio, su sentido cristiano. Para muchos, en efecto, estos días son tiempo de vacación, de turismo o de diversión; otros la identifican con las procesiones, como mera muestra cultural, estética o turística; y, a tenor de la participación en los actos litúrgicos, no son tantos los que la entienden y viven todavía desde su sentido genuino y su fuente.
Los cristianos no podemos olvidar que la Semana Santa es la semana más grande de la fe cristiana, de la liturgia de la Iglesia y de la comunidad cristiana. El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos introduce en estos días santos. Esta semana es verdaderamente santa porque está consagrada por entero a los misterios de la pasión, muerte y resurrección del nuestro Señor Jesucristo, que santifican a quienes la viven con fe. Es la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para morir en la cruz, libremente aceptada, por amor a la humanidad. La Cruz es el trono desde el cual Cristo reinará para siempre, atrayendo a sí a los hombres y mujeres de todos los tiempos y ofrecerá a todos el don del perdón, del amor y de la vida de Dios. Amar, morir y resucitar. Son los tres movimientos de la Semana Santa: el amor del Jueves Santo, con la institución de la Eucaristía y el Sacerdocio, y el don del mandamiento nuevo del amor; la muerte redentora del Viernes Santo y la resurrección del Domingo de Pascua. Tres verbos que expresan también las realidades más decisivas en la vida del hombre.
La pasión, muerte y resurrección son la prueba definitiva del amor de Dios por la humanidad, por cada uno de nosotros, manifestado en la entrega de su Hijo hasta el extremo de la muerte por amor. Cristo nos redime así del pecado y vence definitivamente la muerte; nos devuelve la vida de comunión con Dios y con los hermanos: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. Este misterio de amor se hace actual en la liturgia del Triduo Pascual, que va desde la tarde del Jueves Santo al Domingo de Pascua. Para poder entrar de lleno en el misterio del amor misericordioso de Dios, el cristiano debe celebrarla con espíritu de fe y con recogimiento interior participando plenamente en los actos litúrgicos. En la liturgia se actualiza lo que se proclama en la Palabra de Dios, y lo que muestran las procesiones y las representaciones de la Pasión. Todo bautizado, todo cofrade, si quiere ser verdadero cristiano no puede limitarse a participar en las procesiones.
Dos sentimientos deberían reinar en los bautizados estos días: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con palmas, ramos de olivos y cantos el primer Domingo de Ramos; y la gratitud, porque en Semana Santa el Señor Jesús renueva el don más grande que podemos imaginar: nos entrega su vida, su cuerpo y su sangre, su amor y su perdón. A un don tan grande debemos corresponder con el don de nuestra fe, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros.
Durante la Cuaresma nos hemos ido preparando para la celebración de la Pascua. La Semana Santa es su última etapa y el Triduo Pascual es la meta, a la que todo conduce: la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Las tres son inseparables; y no como algo del pasado, sino como realidad presente. El Jesús que padeció y murió en la Cruz, ha resucitado y vive para siempre. Y lo hace por todos y cada uno de nosotros. Cristo vive y nos dice a cada uno: Dios te ama, te purifica y sana, te salva y da vida. Quien cree en Él es salvado de sus pecados, del dolor y de la muerte, tendrá vida eterna y vivirá para siempre.
Vivir cristianamente Semana Santa es, pues, acompañar, contemplar y acoger con fe a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Es acoger el perdón misericordioso y la paz de Dios en el Sacramento de la Reconciliación para ser testigos del perdón y constructores de la civilización del amor. Es descubrir y aceptar a Jesús, que está presente también en cada ser humano, que sufre y que padece. Vivir la Semana Santa es seguir junto a Jesús todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad, el perdón y la reconciliación. Semana Santa es la gran oportunidad para detenernos y abrir nuestro corazón a Dios, que nos espera. Es la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Él, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón