Queridos diocesanos:
Con la celebración del Domingo de Ramos entramos en la Semana Santa. El Domingo de Ramos o de Pasión es el verdadero y gran pórtico que nos lleva a la Semana más grande de la comunidad cristiana y de la liturgia de la Iglesia. Es una semana verdaderamente santa porque está consagrada por entero a los misterios de la pasión, muerte y resurrección del nuestro Señor Jesucristo. Es la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención.
La pasión, muerte y resurrección son la prueba definitiva del amor de Dios a los hombres, manifestado en la entrega total de su Hijo hasta la muerte. Cristo nos redime así del pecado y de la muerte, y nos devuelve la vida de comunión con Dios y con los hombres: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. Este misterio de amor se hace actual en la liturgia del triduo pascual, que va desde la tarde del Jueves Santo al Domingo de Pascua. Para poder entrar de lleno en el misterio del amor misericordioso de Dios, el cristiano debe celebrarla con verdadero espíritu de fe y con recogimiento interior participando plenamente en los actos litúrgicos. El creyente no puede limitarse a participar en las procesiones.
Dos sentimientos deberían reinar en los cristianos estos días: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna» el Domingo de Ramos; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar: nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestra fe, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros.
Durante la Cuaresma, los cristianos nos hemos ido preparando para la celebración de la Pascua. La Semana Santa es su última etapa y su meta, el Triduo Pascual, la celebración de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Las tres son inseparables; y no como algo del pasado, sino como realidad presente. El Jesús que padeció y murió, ha resucitado y vive para siempre. Y lo hace por nosotros: Quienes creen en Él son salvados de sus pecados, del dolor y de la muerte, tienen vida eterna y vivirán para siempre. Ante Cristo debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud de gratitud y adoración.
Vivir cristianamente la Semana Santa es, pues, acompañar y contemplar a Jesús desde la entrada a Jerusalén hasta la resurrección. Vivir la semana Santa es acoger el perdón, el amor misericordioso y la paz de Dios en el Sacramento de la Reconciliación para ser testigos del perdón y constructores de la paz. Vivir la Semana Santa es creer que el misterio pascual se hace presente en cada eucaristía y participar de él en la comunión. Vivir la Semana Santa es aceptar que Jesús está presente también en cada ser humano, que sufre y que padece. Vivir la Semana Santa es seguir junto a Jesús todos los días del año, practicando la oración, los sacramentos, la caridad, el perdón y la reconciliación. Semana Santa es la gran oportunidad para detenernos un poco. Para abrir nuestro corazón a Dios, que sigue esperando. Para abrir el corazón a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Semana Santa, es la gran oportunidad para morir con Cristo y resucitar con Él, para morir a nuestro egoísmo y resucitar al amor.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón