S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 8 de diciembre de 2023
(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)
Hermanas y hermanos, amados todos en el Señor
1. Os saludo con afecto a cuantos habéis acudido a nuestra S. Iglesia Catedral en Segorbe para celebrar la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María y para acompañar a nuestros hermanos, Paco Rubio, Vicente Meneu y Abraham, en el día de su ordenación de diáconos permanentes. Hoy es un día de intenso gozo espiritual. Hoy contemplamos el amor pleno de Dios y su grandeza de Dios en la Virgen María, la más humilde y a la vez la más grande de todas las criaturas. Al gozo por esta Solemnidad se une nuestra alegría y nuestra acción de gracias a Dios por vuestra ordenación, queridos hijos. Con el salmista cantemos “al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 97) en la Virgen María y porque es grande con vosotros al concederos la gracia del orden del diaconado.
María, concebida sin mancha de pecado original
2. Fijémonos primero en María, en el misterio de su Inmaculada Concepción. En ella resplandece la eterna bondad del Creador; en su plan de salvación, la escogió para ser madre de su Hijo unigénito y, en previsión de la muerte de él, la preservó de toda mancha de pecado (cf. Oración colecta). María no sólo no cometió pecado personal alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, para la misión a la que Dios la había destinado desde la eternidad :la de ser la Madre del Redentor.
Todo esto está contenido en el dogma de fe de la “Inmaculada Concepción”. El fundamento bíblico de esta verdad cristiana se encuentra en las palabras de saludo del ángel a la joven de Nazaret: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María, el nombre que Dios mismo le dio para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, “el amor encarnado de Dios”.
María, elegida por su humildad
3. La razón por la que Dios escogió a María para ser la Madre de su Hijo según la carne, es algo que pertenece a su designio insondable. Sin embargo, el Evangelio indica que, ante todo, fue la humildad de la Virgen. Lo dice María misma en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, (…) porque ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1,46.48). Sí. Dios quedó prendado de la humildad de María, que halló gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30).
Humildad es vivir en la verdad, nos dice Santa Teresa de Jesús. La Virgen vive desde la verdad de su persona, que es la de toda persona humana y de todo diácono. Y esta verdad sólo la descubre en Dios y en su amor. María sabe que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios sólo produce vacío. Ella sabe que el fundamento de su ser y de su misión no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor a Dios y a los hermanos. Es la santidad. Por ello vivirá siempre en Dios, desde Dios y para Dios. María, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande, se llena de Dios y queda engrandecida. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe confiada en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).
María, imagen y modelo de los diáconos
4. Por su fe y por su santidad, la Virgen Maria es imagen y modelo de la Iglesia y de los diáconos. Como ella, sois elegidos para recibir la bendición del Señor y llevarla a toda la familia humana. Esta ‘bendición’ es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con perfecto amor lo dio al mundo, siendo la esclava del Señor, la sierva de su Hijo, la servidora de la Iglesia y de la humanidad. Esta es también la vocación y la misión de nuestra Iglesia y todo lo bautizado: acoger a Cristo Vivo en nuestra vida y anunciarlo a todos para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Esta es también vuestra vocación como diáconos. Las palabras del ángel a María, “llena de gracia”, valen también para vosotros. Salvando las distancias, la gracia de Dios con María, lo que ocurrió en ella se va a realizar en también en vosotros. Como ella fuisteis elegidos y llamados por Dios; no por vuestros méritos, sino por puro amor y gracia de Dios. Como ella, Él os ha ayudado a superar vuestros miedos respondiendo a vuestras preguntas; como ella, habéis creído, esperado y amado a Dios y su Hijo, Jesucristo. Y hoy le decís: “He aquí el siervo del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y, como a ella, mediante la imposición de mis manos y la oración consagratoria, el Señor va a enviar sobre vosotros su Espíritu Santo, que en vuestro caso os va a consagrar Diáconos, siervos de Dios, de su Jesucristo, de la Iglesia y de los hermanos. ¡Sed “santos e intachables ante él por el amor” (Ef 14), hecho servicio¡
Signos del Cristo, Siervo, en el servicio de la Palabra, la Liturgia y la Caridad
5. Al ser ordenados de diáconos participaréis de los dones y del ministerio que los Apóstoles recibieron del Resucitado para ser en la Iglesia y en el mundo signos e instrumentos de Cristo, Siervo, que no vino “para ser servido sino para servir”. El Señor imprimirá en vosotros una marca profunda e imborrable, que os hará para siempre conformes con Cristo Siervo. Hasta el último momento de vuestra vida seréis siempre por la ordenación y habréis de ser siempre con vuestra palabra y con vuestra vida signo de Cristo Siervo, obediente hasta la muerte y muerte de Cruz para la salvación de todos.
¡Que como María, vuestro mayor y único deseo sea servir a Dios en los hermanos! Al ser ordenados diáconos sois llamados, consagrados y enviados para ejercitar un triple servicio, una triple diaconía: la de la Palabra, la de la Eucaristía y la de la Caridad. Fortalecidos con el don del Espíritu Santo, ayudaréis al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y sobre todo en el ministerio de la caridad, mostrándoos servidores de todos.
Recordad siempre que no sois dueños, sino servidores de la Palabra de Dios; no es vuestra palabra, sino la de Dios, la que habéis de predicar y enseñar. Y, en último término, la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, es su Hijo, Jesucristo. Cristo Jesús, muerto y resucitado, para la vida del mundo, será también el centro de vuestra predicación y enseñanza, para que todos los que crean en él, reciban, por su nombre, el perdón de sus pecados (cf. Hech 10, 42-43). Cristo Vivo es quien ha de llegar a los demás por medio de vuestros labios y de vuestra vida.
Más tarde os entregaré a cada uno el Evangelio con estas palabras: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero: convierte en fe viva lo que lees y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado”. Os habéis de poner en camino, “en salida”, dóciles a la moción del Espíritu, para anunciar a todos –niños, adolescentes, jóvenes y mayores- el Evangelio de Jesús, y acompañarles hasta el encuentro personal con el mismo Señor, que transforma y salva. Una de las tareas más urgentes de nuestra Iglesia y el mejor servicio que podéis prestar hoy es el Primer anuncio, para llevar a los hombres y mujeres al encuentro o reencuentro con Cristo Vivo, que llena el corazón de alegría y de esperanza. Para ello acoged vosotros mismos con fe viva el Evangelio. El diácono ha de leer y estudiar, escuchar y contemplar, asimilar y hacer vida la Palabra de Dios; es decir, dejarse transformar y conducir por la Palabra de Dios.
Como servidores en la Liturgia, y en especial en la celebración de la Eucaristía, ayudad a nuestros fieles a creer en el misterio de la Eucaristía; ayudadles a participar en ella asiduamente, y que lo hagan debidamente preparados y limpios de todo pecado de una forma activa, plena y fructuosa para que su vida sea una existencia eucarística. Se os entregará el Cuerpo del Señor para repartirlo a los fieles, y para llevarlo a los enfermos. Tratad siempre los santos misterios con íntima adoración, con recogimiento exterior y con delicadeza espiritual. No descuidéis la devoción eucarística y la adoración del Señor, presente en la Eucaristía.
Como diáconos se os confía, finalmente y de modo particular, el servicio de la Caridad, como a los primeros diáconos. El servicio a la Eucaristía os ha de llevar necesariamente al servicio de la Caridad. No reduzcáis vuestra diaconía al servicio del altar. A vosotros se os pide que atendáis las necesidades de los demás, especialmente de los más pobres y vulnerables: tened en cuenta las penas y sufrimientos de los hermanos, sed capaces de entregaros buscando su bien: estos son los signos distintivos del diácono del Señor.
El Señor nos dio ejemplo para que lo que Él hizo también lo hagáis vosotros. En vuestra condición de diáconos, es decir, de siervos de Jesucristo, que se mostró servidor de los discípulos, servid con amor y alegría a Dios en el servicio a los hombres. Sed cercanos, compasivos y misericordiosos, acogedores y comprensivos con los demás; amadles como Cristo mismo les ama, dedicadles vuestro tiempo y vuestras energías. El diácono, colaborador del Obispo y de los presbíteros, debe ser juntamente con ellos, la viva y operante expresión de la caridad de Cristo y de la Iglesia.
Exhortación final
6. Contemplemos hoy a María, la Inmaculada, en toda su hermosura y santidad. Pidamos a la Virgen, que se avive hoy en vosotros el deseo de la santidad y amistad con Dios, el deseo de ser siervos de Dios, de su Palabra, de su Hijo en el servicio a la Iglesia y a los hermanos ¡Que de manos de María sepáis acoger en nuestras vidas al Dios que os ama, hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de vuestra vida! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón