HOMILIA EN LA FIESTA DE SAN PASCUAL BAYLÓN
Patrono de la Diócesis y de la Ciudad de Villarreal
Iglesia Basílica de San Pascual, Villarreal – 17.05.2017
(Sof 2,3; 3, 12-13; Sal 33; 1 Cor 1,26-31; Mt 11, 25-30)
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Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El Señor Jesús nos convoca un año más en tono a la mesa de la Eucaristía para honrar y venerar a San Pascual, nuestro santo patrono, al Patrono de Villarreal desde hace ya 100 años y al Patrono de nuestra Diócesis de Segorbe-Castellón. Os saludo de todo corazón a todos cuantos habéis acudido a esta celebración de la Santa Misa, aquí en la Basílica, y a cuentos nos seguís desde vuestras casas, especialmente a los enfermos e impedidos.
Al celebrar la Fiesta de San Pascual se aviva en nosotros la historia de nuestro pueblo y de nuestra Iglesia diocesana; es una historia entretejida por tantas personas sencillas, que, como Pascual, supieron acoger a Dios en su vida y confiar en él, que se dejaron transformar por el amor Dios en la Eucaristía e hicieron de este amor vida en el servicio a los hermanos; personas que, unidas a Cristo, fueron en su vida ordinaria testigos vivos del Evangelio de Jesucristo. No nos limitemos a mirar con nostalgia el pasado, ni a quedarnos en el recuerdo frío de la tradición. Celebremos con verdadera fe y devoción a San Pascual. Hacerlo así implica mirar el presente y dejarnos interpelar por nuestro Patrono en nuestra condición de cristianos de hoy; significa preguntarnos por el grado de nuestro amor a Jesucristo, de nuestra fe y vida cristiana, por la transmisión de la fe a nuestros niños y jóvenes, por la vida cristiana de nuestras familias y por la fuerza evangelizadora de nuestras comunidades parroquiales, eclesiales y de nuestras cofradías.
La vida de Pascual no muestra ninguno de esos datos sobresalientes con los que se construye la fama humana. Y, sin embargo, pocos como él han gozado de una simpatía popular, tan arraigada y sentida, como este humilde y sencillo pastor, como este lego franciscano, descendiente de modestos y cristianísimos padres.
Nacido en Torrehermosa en la Pascua de Pentecostés de 1540 -de ahí su nombre-, sus padres, Martín Bailón e Isabel Yubera, le infundieron una fe recia y una caridad desbordada hacia los pobres. Desde los siete hasta los veinticuatro años se dedicó al oficio de pastor; en este tiempo aprendió a leer para poder recitar oraciones a la Santísima Virgen. Pascual era un joven austero y sacrificado, pero alegre y generoso para con los demás. Como por su oficio de pastor no podía asistir todos los días a la santa Misa, mientras ésta se celebraba se ponía de rodillas, mirando hacia el Santuario de Nuestra Señora de la Sierra donde se ofrecía el Santo Sacrificio. Pasados los años emigró hacia el sur como pastor en tierras del Vinalopó; en Orito conoció a los franciscanos alcantarinos y, siguiendo la llamada de Dios, pidió ingresar en su Orden, de cuya familia formaría parte hasta morir aquí en Villarreal en 1592.
Pascual se nos presenta como el hombre sencillo y humilde, que amó a Jesucristo en la Eucaristía y a la Santísima Virgen con todo su corazón, y que, consagrado a Dios, amó a los pobres de una manera ejemplar hasta el final de su vida. Tres palabras impregnan la persona y vida de Pascual: humildad, Eucaristía y servicio.
Pascual fue un hombre humilde. El mundo valora los títulos, los honores, las carreras, el dinero, el prestigio, el poder. Pascual nos muestra que se puede llegar a ser grande -y no hay mayor grandeza que la santidad, la perfección del amor- siendo humilde, naciendo de una familia pobre y en un pueblo sencillo, dedicándose, primero, a la humilde tarea de pastor de unos rebaños y, después, como hermano lego a las tareas más humildes de la casa. Es la humildad la que brilla en su vida: todo un ejemplo y un mensaje para nosotros.
La humildad no es apocamiento, no es pusilanimidad, no es acobardamiento. La humildad es vivir en la verdad de uno mismo, que sólo se descubre en Dios. Dirá Santa Teresa: “La humildad es vivir en la verdad; y la verdad es que no somos nada”. En tiempos de postverdad, no es fácil hablar de la verdad, sin exponerse a ser tildado de fundamentalista o intolerante. Pero no sería buen obispo, si dejase de anunciar a Jesucristo que se ha definido a sí mismo como la Verdad: la verdad de Dios y sobre Dios, la verdad sobre el ser humano, cuyo misterio sólo se esclarece en Él (cf. GS). Al ser humano le cuesta aceptar esta verdad: que es criatura de Dios, que está hecho a imagen de Dios para alcanzar la semejanza con Dios y que sin Dios nada puede. Con frecuencia se endiosa y quiere ser como dios al margen de Dios, y quiere recrearse en contra y al margen de Dios. Y ahí comienza su drama: comienza a vivir en la mentira, en la apariencia, en competencia con los demás a ver quien es más o quien aparenta más.
Los santos, como Pascual, sin embargo, nos sitúan en la verdad. En la verdad de nuestro origen y de nuestro destino. Sin Dios no somos nada. Lo más grande de nuestra vida es que Dios nos ama, que Dios nos ha creado por amor y para el amor. El hombre se hace precisamente grande al abrir su corazón de par en par al amor de Dios en su vida. De ahí la llamada de Sofonías. «Buscad al Señor los humildes de la tierra» (Sof 2,3).
San Pascual quiso asemejarse a Jesucristo que, siendo Dios, se hizo humilde y pobre. Quien se acerca a Jesucristo, una de las virtudes que aprende es la humildad, como lo hizo San Pascual. “Te doy gracias Padre, dice Jesús en el Evangelio, porque has escondido estas cosas a sabios y entendidos, y se las ha revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). La persona humilde y sencilla busca a Dios, y abre su mente y su corazón a Dios: y encuentra la verdad de si misma en Dios. Este es el camino hacia la libertad, hacia la felicidad y hacia la santidad: un camino que agrada a Dios y que aprovecha mucho a los hombres.
Pascual se caracteriza por su gran amor a Jesucristo en la Eucaristía. Ya desde niño amaba la Eucaristía porque lo había aprendido su casa, en su familia. Ya desde pequeñito su madre lo llevaba a la santa Misa. Si, queridos padres y hermanos todos. La fe y el amor a la Eucaristía se aprenden en casa, como san Pascual lo aprendió de sus padres. Y ya desde niño se sintió asombrado de este maravilloso sacramento del altar.
En el Sacramento de la Eucaristía se hace y está real y permanentemente presente Jesucristo, muerto y resucitado para la vida del mundo. El Hijo eterno de Dios, enviado por el Padre para que vivamos por medio de Él, en la última cena tomó el pan, lo dio a los apóstoles y les dijo: “Tomad y comed esto es mi cuerpo”; y lo mismo hizo con la copa: “Este es el cáliz de mi sangre para el perdón de los pecados”. Y después les dijo: “Haced esto en memoria mía”. En la Eucaristía, Jesucristo está entre nosotros y se queda con nosotros, como amigo y como alimento, como presencia de Dios que llena toda nuestra vida, como fuente inagotable del amor.
San Pascual se sintió asombrado, lleno de estupor ante este gran misterio. A El, que vivió este misterio con tanta hondura y tanta profundidad, le pedimos que nos conceda ese mismo amor a Cristo presente en el altar bajo las especies del pan y del vino, a Cristo presente en el sagrario en la Sagrada Hostia. En este sacramento, las especies del pan y del vino nos cubren o nos encubren su presencia; pero la fe penetra y descubre: !Dios está aquí¡. Hemos de creerlo, contemplarlo y adorarlo para dejarnos empapar de su amor. Así lo vivió San Pascual. Ante la Eucaristía se sentía profundamente conmovido. Su corazón se le llenaba de alegría de saber que estaba con Jesucristo, de saber que Jesucristo le amaba, de saber que Jesucristo en este sacramento se hace alimento de vida eterna, se hace presencia de amigo que nos acompaña en el camino de la vida. A él le pedimos que no nos apartemos de este Sacramento. Jesucristo se ha quedado en la Eucaristía como alimento para atraernos hacia sí, para unirse con nosotros, para darnos la vida misma de Dios.
Si uno es devoto de verdad de San Pascual Bailón, tiene que serlo de la Eucaristía. Pascual nos interpela a todos. Porque los santos se nos proponen como ejemplo y modelo, para que nosotros caminemos por donde han caminado ellos. La Eucaristía es el bien más precioso, el tesoro más grande que tenemos los cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre.
Aún está fresca la profanación de la Eucaristía en la iglesia de Teresa. Un acontecimiento que nos ha llenado de dolor, como lo ha mostrado los actos de desagravio y de reparación en toda la Diócesis; y un hecho que nos debe interpelar a todos los católicos en nuestro aprecio de la Eucaristía y en nuestro piedad hacia el Santísimo Sacramento. ¿Cómo es nuestra fe en la Eucaristía cuando la asistencia a la Misa dominical es tan escasa? ¿Dónde estamos realmente hermanos cuando los padres no acuden a la Eucaristía con sus hijos, incluso cuando se están preparando para la primera comunión? No nos puede extrañar que para muchos niños sea la primera y la última Comunión. ¿Cómo preparamos a nuestros niños y cómo nos preparamos para recibir al Señor en la Comunión? ¿Y cómo lo recibimos: lo hacemos con fe, gratitud y devoción o los hacemos con indiferencia? ¿Somos conscientes de la presencia real y permanente de Jesús sacramentado en el Sagrario? ¿No hay entre nosotros muchos sagrarios abandonados? Nos urge y mucho avivar nuestra fe en la Eucaristía, en la presencia real de Cristo, de Dios mismo en la Eucaristía.
En el don eucarístico, Jesucristo nos comunica la misma vida divina. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas más allá de toda medida. Si creemos de verdad en la Eucaristía, esta fe nos llevará a una participación frecuente, activa, plena y fructuosa en la santa Misa, y a acercarnos a recibir la Comunión debidamente dispuestos; nos llevará también a estar con el Señor en el Sagrario, para adorarlo y beber del manantial permanente del amor. Sin Eucaristía no podemos existir como cristianos. “La vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual. Participar en la asamblea litúrgica dominical, junto con todos los hermanos y hermanas con los que se forma un solo cuerpo en Jesucristo, es algo que la conciencia cristiana reclama y que al mismo tiempo la forma. Perder el sentido del domingo, como día del Señor para santificar, es síntoma de una pérdida del sentido auténtico de la libertad cristiana, la libertad de los hijos de Dios” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis 73).
Pascual, precisamente porque es humilde, se deja amar por Jesucristo en la Eucaristía y le ama con toda su alma, se entrega en el servicio a los pobres y a sus hermanos. Cuando un corazón es humilde se hace generoso; cuando un corazón esta cerca de Jesucristo, que ha amado hasta entregar su vida en la Cruz, se hace generoso y solidario con los demás. No sólo San Pascual; todos los santos son generosos y solidarios al entregarse y al darse. Porque, sabiéndose amados en desmesura por Dios en Cristo, acogen y viven el mandamiento nuevo de Jesús: “Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 9).
San Pascual, en los oficios humildes que tuvo que realizar, vivía alegre y contento. Su alegría era Jesucristo, que le amaba. Y esa alegría y ese amor se desbordaba en el amor y en el servicio a los pobres y necesitados de entonces. El nos enseña a nosotros a ser generosos y caritativos con los pobres y necesitados de hoy. “Los pobres los tenéis entre vosotros” nos dice Jesús: pobres de pan, pobres de cultura, pobres de Dios. Pero se necesitan corazones generosos como el de San Pascual, como el de un buen cristiano para salir al paso de esas múltiples necesidades.
Celebremos este día de fiesta con sentido religioso. Nuestra fiesta es ante todo un acontecimiento del pueblo creyente, que mira hoy a san Pascual y pide a Dios ser, como él, humildes, amantes de la Eucaristía y servidores de los hermanos. Gocemos hermanos porque hombres como San Pascual nos estimulan en el camino de la vida; gocemos como, porque también como él, hoy tenemos en medio de nosotros el Santísimo Sacramento del altar. Cristo está presente en la Eucaristía como alimento de vida eterna, como compañero de nuestro camino, como salvación para todos los hombres. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón