Alrededor de 80 miembros del movimiento Vida Ascendente en la Diócesis de Segorbe-Castellón han vivido su retiro de Adviento. Fue el pasado lunes, día 12 de diciembre, en la parroquia de la Sagrada Familia de Castellón.
El Consiliario, D. Francisco Viciano, dirigió una meditación sobre “María, Madre de la Esperanza y Madre del Salvador”. Tras ello tuvieron un rato de oración ante el Santísimo y celebraron la Eucaristía. La jornada concluyó con una comida en los salones parroquiales.
Recordamos las intenciones de oración que propone el Papa Francisco y la Conferencia Episcopal Española para este mes de diciembre. El Papa dirige su intención por las organizaciones de voluntariado: “Recemos para que las organizaciones de voluntariado y de promoción humana encuentren personas que estén deseosas de comprometerse con el bien común y buscar nuevas vías de colaboración a nivel internacional”.
104. «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación» [130]. Por lo tanto, en el cumplimiento de su misión, la Iglesia está llamada a una constante conversión que es también una «conversión pastoral y misionera», consistente en una renovación de mentalidad, de actitudes, de prácticas y de estructuras, para ser cada vez más fiel a su vocación [131]. Una mentalidad eclesial plasmada por la conciencia sinodal acoge gozosamente y promueve la gracia en virtud de la cual todos los Bautizados son habilitados y llamados a ser discípulos misioneros. El gran desafío para la conversión pastoral que hoy se le presenta a la vida de la Iglesia es intensificar la mutua colaboración de todos en el testimonio evangelizador a partir de los dones y de los roles de cada uno, sin clericalizar a los laicos y sin secularizar a los clérigos, evitando en todo caso la tentación de «un excesivo clericalismo que mantiene a los fieles laicos al margen de las decisiones» [132].
105. La conversión pastoral para la puesta en práctica de la sinodalidad exige que se superen algunos paradigmas, todavía frecuentemente presentes en la cultura eclesiástica, porque expresan una comprensión de la Iglesia no renovada por la eclesiología de comunión. Entre ellos: la concentración de la responsabilidad de la misión en el ministerio de los Pastores; el insuficiente aprecio de la vida consagrada y de los dones carismáticos; la escasa valoración del aporte específico cualificado, en su ámbito de competencia, de los fieles laicos, y entre ellos, de las mujeres.
106. En la perspectiva de la comunión y de la puesta en acto de la sinodalidad, se pueden señalar algunas líneas fundamentales de orientación en la acción pastoral:
a. la activación, a partir de la Iglesia particular y en todos los niveles, de la circularidad entre el ministerio de los Pastores, la participación y corresponsabilidad de los laicos, los impulsos provenientes de los dones carismáticos según la circularidad dinámica entre “uno”, “algunos” y “todos”;
b. la integración entre el ejercicio de la colegialidad de los Pastores y la sinodalidad vivida por todo el Pueblo de Dios como expresión de la comunión entre las Iglesias particulares en la Iglesia universal;
c. el ejercicio del ministerio petrino de unidad y de guía de la Iglesia universal por parte del Obispo de Roma en la comunión con todas las Iglesias particulares, en sinergia con el ministerio colegial de los Obispos y el camino sinodal del Pueblo de Dios;
d. la apertura de la Iglesia católica hacia las otras Iglesias y Comunidades eclesiales en el compromiso irreversible de caminar juntos hacia la plena unidad en la diversidad reconciliada de las respectivas tradiciones;
e. la diaconía social y el diálogo constructivo con los hombres y las mujeres de las diversas confesiones religiosas y convicciones para realizar juntos una cultura del encuentro.
Por otra parte, la intención de oración de la Conferencia Episcopal Española, por la que también reza la Red Mundial de Oración del Papa, es “por todos los fieles cristianos, para que al preparar y celebrar el nacimiento del Hijo de Dios sean fortalecidos en su fe, crezcan en el aprecio por la vida de los que van a nacer, y vivan en armonía tanto en la familia como en la comunidad cristiana”.
«En el Adviento se vuelve más apremiante la llamada a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios. “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”, clama Juan el Bautista (Mt 3, 2). El Reino de Dios es Cristo mismo. En Él, el Reino de Dios se hace presente aquí y ahora. Al nacer Jesús en Belén, Dios mismo ha entrado en la historia humana de un modo totalmente nuevo, como aquel que actúa y salva al ser humano.
La conversión pide antes de nada volver el corazón a Dios en Cristo y, en Él, a los hermanos. Adviento llama a abandonar la falsa idea, tan difundida hoy, de que somos individuos aislados y totalmente autosuficientes. Somos personas, limitados y finitos, necesitados los unos de los otros y necesitados de Dios: nada ni nadie, salvo Dios, puede colmar el deseo infinito de plenitud que anida en nuestro corazón. La conversión pide pasar de la autosuficiencia a la confianza en Dios, a salir de nosotros mismos para abrirnos a Dios y a los demás. Somos amados por Dios como María y llamados a acoger su amor y hacernos donantes del amor recibido.
El Adviento nos llama de modo especial a preparar y allanar el camino a Dios que viene a nuestro encuentro. Abramos como María nuestra mente y nuestro corazón a Dios y a su amor. En Cristo Jesús es posible el amor y la comunión con Dios, entre los hombres y entre los pueblos.»
Cercana la Navidad, este tercer domingo de Adviento nos exhorta a la alegría. En la liturgia resuenan las palabras del apóstol san Pablo: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos” (Flp 4, 4). Ante esta invitación nos podríamos preguntar: ¿Podemos alegrarnos? ¿Y por qué hay que alegrarse? San Pablo mismo nos da la respuesta. El motivo de nuestra alegría es que “el Señor está cerca” (Flp 4, 5). La ‘cercanía’ de Dios no es una cuestión de espacio y de tiempo, sino más bien una cuestión de amor: el amor acerca.
La próxima Navidad nos recordará esta verdad fundamental de nuestra fe cristiana y, ante el belén, podremos gustar la alegría cristiana, contemplando en Jesús recién nacido el rostro de Dios que por amor se ha acercado a nosotros, se ha hecho uno de los nuestros para estar con nosotros y para compartir nuestra condición humana, en todo menos en el pecado, para hacernos partícipes del amor de Dios que salva y sana. Podemos y debemos alegrarnos por esta venida y cercanía de Dios, por esta presencia suya entre nosotros; deberíamos entender cada vez más lo que significa que realmente Dios esté cerca de nosotros y en nuestro mundo, y dejarnos llenar de la bondad de Dios y de la alegría que suscita que Cristo esté y camine con nosotros.
La alegría de que se trata aquí no es pues algo superficial y efímero, como la que tantas veces nos ofrece nuestro mundo. Se trata de una alegría profunda, que llena la vida de luz, de paz y de sosiego. La fuente de la perenne alegría cristiana brota de lo hondo: de ese fondo de serenidad que hay en el alma, que, aún en la mayor dificultad, en la enfermedad y en la muerte, se sabe siempre, personal e infinitamente amada, acogida y protegida por Dios en su Hijo, Jesucristo. Por tanto, la alegría cristiana brota de esta certeza: Dios está cerca, está conmigo, está con nosotros, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad, como amigo y esposo fiel. Y esta alegría permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento; y no está en la superficie, sino en lo más profundo de la persona que se encomienda a Dios y confía en él.
Hoy ciertamente no es fácil hablar de alegría. El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro está gravado por incógnitas y temores; no faltan dificultades y penurias personales y sociales, contrariedades y sufrimientos en la vida; muchos sienten la soledad, sufren el abandono o quedan descartados; la enfermedad toca con frecuencia a nuestra puerta y la muerte aparece en nuestra familia o entre los amigos. Por ello algunos se preguntan: ¿es posible esta alegría también hoy? La respuesta la dan hombres y mujeres de toda edad y condición social, que han acogido con fe la cercanía y presencia del amor de Dios en su Hijo y que han sido felices consagrando su existencia a los demás. En nuestros tiempos, la madre santa Teresa de Calcuta fue testigo inolvidable de la verdadera alegría evangélica. Vivía diariamente en contacto con la miseria, con la degradación humana, con la muerte. Su alma experimentó la prueba de la noche oscura de la fe y, sin embargo, regaló a todos la sonrisa de Dios. Gracias a ella, muchas personas, después de una vida sin luz, murieron con una sonrisa, porque las había tocado la luz del amor de Dios.
El Adviento es una fuerte invitación a sentir la cercanía de Dios y dejarse empapar de su amor; una llamada a dejar que Dios entre cada vez más en nuestra vida, en nuestros hogares, en nuestros barrios, en nuestras comunidades para tener una luz en medio de tantas sombras y para ofrecer en nuestro mundo gestos que testimonien la cercanía del amor de Dios. Uno de ellos es el Proyecto de vivienda Betania, que hemos puesto en marcha con motivo del Año Jubilar diocesano. Es conocido que, a causa de encarecimiento de los alquileres, cada día más familias tienen dificultades para encontrar una vivienda digna debido a su sueldo humilde o familias que han de dedicar gran parte de sus ingresos a la vivienda. Por ello, pedimos a nuestros fieles que ofrezcan las casas o pisos vacíos de su propiedad a Cáritas diocesana para que, a su vez, pueda ofrecerlas en un alquiler social. Lo que cambia el mundo no es la revolución violenta, ni las grandes promesas, sino la silenciosa cercanía de la bondad de Dios, a través de nuestros gestos de cercanía a los más necesitados.
Acojamos con generosidad esta invitación; así caminaremos con alegría al encuentro con el Señor en la Navidad y seremos testigos de la cercanía del amor Dios para todos y en particular con los más pobres y desfavorecidos.
La Virgen María siempre nos acompaña en la vida y también en el Adviento. En este tiempo, la liturgia la recuerda diariamente y de modo particular en la Solemnidad de su Inmaculada Concepción.
En esta fiesta celebramos que María fue preservada del pecado original desde el mismo instante de su concepción. Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios según la carne, la Virgen fue agraciada con dones a la medida de esta misión. María es la “llena de gracia” de Dios (Lc 1, 28), una plenitud de gracia que ella abraza con total disponibilidad y entrega de su persona a Dios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Ella creyó en las palabras del Ángel y respondió con su entrega total a Dios. Por su fe, la Virgen colabora desde el principio de manera totalmente singular con la obra redentora de su Hijo para restablecer la vida de unión y amistad de toda la humanidad con Dios, germen de la fraternidad universal. Por esta razón, la Virgen es nuestra madre en el orden de la gracia, asociada para siempre a la obra de la redención. Ella es el fruto primero y más maravilloso de la redención realizada por su Hijo, Cristo Jesús.
En la fiesta de la Purísima alabamos a Dios porque ha hecho maravillas en Maria. Pero también contemplamos su fe, su esperanza y su amor a Dios y a los hombres. Porque la Virgen no permanece pasiva ante la gracia de Dios, sino que responde con una fe y una confianza total en Dios. María vive su existencia desde la verdad de su persona, que sólo la descubre en Dios. María sabe bien que nada es sin Dios y sin el amor de Dios, que su vida sin Dios, como toda vida humana, sólo produce vacío existencial. Acepta con humildad su pequeñez y se llena de Dios. Así se convierte en madre de la libertad y de la dicha. María sabe que está hecha para acoger y para dar, para hacerse donante del don recibido; sabe que la raíz y el destino de su existencia no están en sí misma, sino en Dios: Él es su esperanza. Por ello vivirá siempre en, para y hacia Dios. Movida por la fe y el amor, María acepta y acoge la Palabra de Dios en su corazón y acoge al Verbo mismo de Dios en su seno virginal y pone su vida enteramente en Dios, al servicio de Dios y de la salvación del género humano. “Hágase en mi según tu Palabra”, es su respuesta. María dice sí a la vida, al amor, a la gratuidad, a la esperanza, a lo eterno.
La Virgen se preparó de modo singular a la venida del Hijo de Dios. María nos enseña a vivir el Adviento. Por su fe en Dios, María es la madre y modelo de todos los creyentes. Dichosa por haber creído, nos muestra que la fe es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23). En María, la Iglesia y los cristianos tenemos nuestra imagen más santa. Con María, la humanidad, representada en ella, comienza a decir sí a la salvación que Dios le ofrece con la llegada del Mesías. María es la madre de la esperanza, ejemplo y esperanza para cada uno de nosotros y para la humanidad entera. En ella ha quedado bendecida toda la humanidad. María es buena noticia de Dios para la humanidad. Dios no abandona nunca a la humanidad; Dios nos ama, nos llama a su amor, nos bendice y nos ofrece salvación.
En el Adviento se vuelve más apremiante la llamada a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios. “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”, clama Juan el Bautista (Mt 3, 2). El Reino de Dios es Cristo mismo. En Él, el Reino de Dios se hace presente aquí y ahora. Al nacer Jesús en Belén, Dios mismo ha entrado en la historia humana de un modo totalmente nuevo, como aquel que actúa y salva al ser humano.
La conversión pide antes de nada volver el corazón a Dios en Cristo y, en Él, a los hermanos. Adviento llama a abandonar la falsa idea, tan difundida hoy, de que somos individuos aislados y totalmente autosuficientes. Somos personas, limitados y finitos, necesitados los unos de los otros y necesitados de Dios: nada ni nadie, salvo Dios, puede colmar el deseo infinito de plenitud que anida en nuestro corazón. La conversión pide pasar de la autosuficiencia a la confianza en Dios, a salir de nosotros mismos para abrirnos a Dios y a los demás. Somos amados por Dios como María y llamados a acoger su amor y hacernos donantes del amor recibido.
El Adviento nos llama de modo especial a preparar y allanar el camino a Dios que viene a nuestro encuentro. Abramos como María nuestra mente y nuestro corazón a Dios y a su amor. En Cristo Jesús es posible el amor y la comunión con Dios, entre los hombres y entre los pueblos.
Los catequistas y los sacerdotes de todas las parroquias del Arciprestazgo nº 14 “San Vicente Ferrer” de Llucena celebraron, la semana pasada, una Vigilia de Oración.
Es la segunda vez que se celebra, coincidiendo con el fin del año litúrgico y el comienzo del Tiempo de Adviento, en la parroquia de La Asunción de Ntra. Sra. de Lucena del Cid, y estuvo presidida por D. Juan Agost, Delegado diocesano para la Catequesis y el Catecumenado.
Tuvieron un rato de oración ante el Santísimo Sacramento, pero también realizaron el gesto de encender velas alrededor de la paloma, símbolo muy antiguo que aparece en el libro del Génesis, representando la paz que tanto necesitamos, y la reconciliación tras el diluvio universal.
También hubo unas preces especiales, en las que se puso en manos del Señor toda la labor de transmisión de la fe de los niños y jóvenes de estas 13 parroquias que conforman el arciprestazgo. Además, las monjas de la residencia Hogar Madre Rosa Ojeda de l´Alcora se encargaron de varios cantos.
Tras ello, el Arcipreste, D. José Aparici, animó a los catequistas en la labor de ayudar a las familias de niños y jóvenes en la transmisión de la fe y del mensaje del Evangelio. La Vigilia concluyó con un ágape fraterno en el que intercambiaron experiencias y opiniones.
Este Domingo comienza el tiempo litúrgico del Adviento. La palabra latina “adventus” significa “venida”. En el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Jesucristo. La Iglesia da el nombre de Adviento a las cuatro semanas que preceden a la Navidad, como oportunidad para prepararnos con las buenas obras a la llegada del Señor. Este tiempo de espera y de esperanza mira al pasado, al presente y al futuro.
Al pasado porque Jesús, el Mesías anunciado por los profetas y esperado por el pueblo de Israel, ya ha venido en la debilidad de nuestra carne; el Adviento nos prepara para celebrar con gozo la Navidad, la entrada en nuestra historia del Hijo de Dios en Belén; es su “primera” venida. El Adviento mira también al futuro, hacia la ‘segunda’ venida de Jesucristo en gloria y majestad al final de los tiempos en que llevará a total cumplimiento su obra de salvación y reconciliación de toda la creación. Nos recuerda así el decisivo encuentro personal con el Señor en la hora de nuestra muerte, en que cada uno será examinado y juzgado del amor o de la falta de amor hacia El y, en Él, hacia el hermano pobre y necesitado.
Pero el Adviento mira además al presente. Ya en la primera antífona de las Vísperas del primer Domingo de Adviento decimos: “Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, viene Dios, nuestro Salvador”. Al inicio de un nuevo año litúrgico, la antífona invita a toda la Iglesia a renovar el anuncio de la venida del Salvador a todos los pueblos y que resume en dos palabras: “Dios viene”. No se usa el tiempo pasado ni el futuro sino el presente: “Dios viene”. Se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que está ocurriendo constantemente, que ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento “Dios viene” a nosotros. Dios es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; Dios viene y quiere vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad: Dios viene a salvarnos.
Dios viene constantemente a nuestro encuentro en su Palabra, en sus Sacramentos -en especial en la Eucaristía y en la Penitencia-, en el prójimo, en el pobre y necesitado, en los acontecimientos de la vida y en su Iglesia, en cada comunidad cristiana. Por esta razón, en la oración colecta del primer domingo de Adviento rezamos a Dios, que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene.
Vivir en cristiano el Adviento comporta, en efecto, mirar más allá de las apariencias, abrir nuestra mirada y nuestro corazón a Dios, dejar que se despierte en nosotros el deseo de dejarnos encontrar personalmente por Dios en su Hijo Jesucristo. Este encuentro avivará nuestra alegría y nuestra esperanza. Para ello hemos de vivir atentos ante la venida del Señor Jesús para acoger y vivir en el día a día la novedad de la vida bautismal, nuestra condición de cristianos y las exigencias de nuestro seguimiento fiel del Señor en el seno de su familia, de su Iglesia, que es nuestra Iglesia diocesana.
En nuestra condición de peregrinos, la vigilancia y la esperanza son pilares imprescindibles de la vida cristiana, de nuestra Iglesia y de cada uno de sus fieles. La vigilancia pide una conversión constante a Dios en Cristo Jesús e intensificar la vida de oración, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en la Eucaristía, la revisión de nuestra caridad y compromiso cristianos, y acoger el amor misericordioso de Dios en el Sacramento de la Reconciliación. La esperanza en el triunfo definitivo de Cristo nos ayuda a avivar nuestra fe en la vida eterna y en la resurrección de la carne, y, además, a no perder la paz ante las insidias de los poderes de este mundo.
El Adviento en este Año Jubilar nos exhorta a dejarnos encontrar por el Señor para crecer en comunión y salir a la misión para que todos puedan encontrarse con Cristo y para que el Amor de Dios, que nos salva, llegue a todos. El hombre de hoy busca ansiosamente la felicidad; con frecuencia la busca lejos de Dios y se siente cada vez más lejos de la felicidad anhelada. En Jesucristo es donde el hombre y la mujer descubren su verdadera imagen, su verdadero destino y su pertenencia a un mundo nuevo. Dios viene para todos.
La Virgen María encarna perfectamente el espíritu del Adviento, hecho de escucha de Dios, de deseo profundo de hacer su voluntad, de alegre servicio al prójimo. Dejémonos guiar por María también en este tiempo, a fin de que el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos ante su venida.
Como una ayuda para situarse en el tiempo que estamos viviendo, y en actitud de espera para la venida del Señor, dando paso a la Navidad, los jóvenes de Acción Católica General (ACG) en la Diócesis de Segorbe-Castellón celebraron, el viernes pasado, una Vigilia de Adviento en la parroquia de San Francisco de Castellón.
Lo hicieron en oración y meditando junto al Delegado diocesano de Infancia y Juventud, D. José Miguel Sala, de la Presidenta de la ACG en la Diócesis, Mamen Salvador, y de las acompañantes del grupo, Isa y Virginie.
Los jóvenes siguieron el método ver-juzgar-actuar, y realizaron una reflexión basada en los materiales que ACG ha preparado para vivir y celebrar el Adviento, “Salir, Acoger, Discernir, Integrar… porque viene el Señor”, verbos que atraviesan la Biblia y que el Papa Francisco ha refrescado.
El pasado sábado, los grupos de catequesis de confirmación de la Parroquia de Santa María (Castellón) celebraron una convivencia preparatoria de la Navidad. Junto al sacerdote, D. Ángel Cumbicos y los catequistas, pasaron el día en la Cruz del Bartolo. El entorno del Desierto de las Palmas, es un enclave geográfico, que está alejado del foco poblacional y dispone de una riqueza natural que ayuda al encuentro con Dios, a la contemplación, a la meditación y a la reflexión.
De hecho, los 24 jóvenes participantes, disfrutaron del paraje natural recorriendo a pie el entorno, hasta culminar la Cruz del Bartolo. También, a través de las actividades propuestas por los catequistas, trabajaron, partiendo del tiempo de Adviento, la preparación para la Navidad. De esta forma, se les ayudó en la reflexión respecto a cómo vivir el tiempo de Navidad y a celebrarlo con la alegría desbordante que supone acoger a Dios hecho hombre entre los hombres.
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