Queridos diocesanos:
Este Domingo celebramos el Día del Seminario. Este año dedicado a san José, su patrono discreto, lo hacemos bajo el lema Padre y hermano, como san José, que quiere reflejar que los sacerdotes, forjados en la escuela de Nazaret, bajo el cuidado de san José, son enviados a cuidar la vida de cada persona, con el corazón de un padre, sabiendo que, además, cada uno de ellos es su hermano.
El Seminario es, en efecto, la institución diocesana a la que está encomendada la tarea de forjar nuestros futuros sacerdotes. Tiene la delicada tarea de acoger, discernir, formar y ayudar a fructificar las vocaciones sacerdotales. El Seminario es ‘el corazón de la diócesis’. Como en la familia de Nazaret se formó Jesús para la misión recibida de Dios-Padre, así también en el Seminario se forman los que han sido llamados por Dios al sacerdocio para que puedan llegar a ser, por el Sacramento del Orden, imagen viva, presencia sacramental, de Jesucristo, Sacerdote y Buen Pastor, que ha venido al mundo para dar su vida por todos los hombres y para que todos tengan vida.
Nuestra Iglesia diocesana necesita santos sacerdotes, que cuiden con corazón de padre y como hermanos, a cuantos el Señor les confía. La vitalidad de nuestra Iglesia en sus comunidades depende en buena medida de la calidad humana, espiritual, intelectual y pastoral de nuestros sacerdotes y de la formación que reciben en el Seminario. Necesitamos sacerdotes que, identificados con Cristo, sean verdaderos discípulos suyos y misioneros del Evangelio; maestros que anuncien a Cristo y lleven al encuentro personal con Él; pastores que ayuden a crear comunidades vivas y evangelizadoras; guías que salgan y alienten a cristianos y comunidades a salir a la misión para que Cristo y su Salvación lleguen a todos, a todas las periferias y ámbitos de la vida.
Por todo ello, los seminaristas y el Seminario no nos pueden ser indiferentes. Nuestra preocupación por el Seminario y nuestra implicación en su buena marcha debería ser permanente en fieles, comunidades y sacerdotes. Nos urge a todos –y mucho- recuperar o intensificar nuestra cercanía, cariño, oración y compromiso por nuestros Seminarios. También con nuestro compromiso económico en la colecta de este día y a lo largo del año. Seamos generosos para cubrir sus necesidades.
Es obvio que no habría Seminario sin seminaristas. Y no tendremos Seminario en un futuro cercano si no hay vocaciones al sacerdocio. Padecemos un alarmante ‘invierno vocacional’. Es algo que nos tiene interpelar a todos, porque cuestiona nuestra pastoral y la vitalidad cristiana de nuestra Iglesia en fieles, comunidades y familias. Porque no sólo son raras las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada; son también escasos los novios y los matrimonios que entienden y viven su matrimonio como vocación, es decir, como llamada de Dios a ser signo y ámbito del amor de Dios en el amor matrimonial y familiar; y pocos son también los seglares que entiendan y viven su presencia y trabajo en el mundo como vocación laical.
Hoy no es fácil hablar de vocación. El contexto cultural actual propugna un modelo de ‘hombre sin vocación’. Interesa lo inmediato, lo útil, el tener y el disfrutar. Falta una perspectiva global de la persona como proyecto de vida. El futuro de niños, adolescentes y jóvenes se plantea, en la mayoría de los casos, reducido a la elección de una profesión, a tener una buena situación económica o a la satisfacción afectiva, sin apertura al misterio de la propia vida a Dios o al propio bautismo.
Sin embargo, una mirada creyente descubre que todos tenemos una vocación. Dios llama a cada uno a la vida por amor y para el amor pleno. Dios nos crea para amar y ser amados. Este el proyecto de Dios para cada uno. No hay nada más triste en este mundo que no amar ni ser amados. Cristo nos muestra que el verdadero amor consiste en la donación y entrega total por el bien del otro. La nueva vida recibida en el bautismo desarrolla la llamada de Dios al amor. Él tiene también un plan concreto para cada uno: sea en el matrimonio, en la vida consagrada o en el sacerdocio. La vocación es el pensamiento amoroso de Dios sobre cada uno; es su propuesta a vivir la llamada al amor. En ella encuentra cada uno su identidad, que garantiza su libertad y su felicidad.
Oremos con intensidad y perseverancia por las vocaciones al sacerdocio, por intercesión de san José. Ayudemos todos –en especial, padres, sacerdotes y catequistas- a nuestros niños, adolescentes y jóvenes a hacerse sin miedo la pregunta: “Señor, ¿qué quieres que haga en mi vida”. Si sienten la llamada al sacerdocio, ayudémosles a responder con alegría y generosidad. Será nuestro mejor servicio a su felicidad.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón