Por D. Juan Carlos Vizoso Corbel
En la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, en una tórrida tarde de agosto en Plaza Cibeles, Benedicto XVI empezaba su discurso de bienvenida a los jóvenes del mundo allí reunidos haciéndoles caer en la cuenta de la multitud de palabras “efímeras” que componen nuestra vida de cada día. Estamos rodeados (los jóvenes y también los adultos) de palabras que pasan, como el viento, y que no dejan ningún tipo de poso en nuestro interior porque son superficiales, porque no están ancladas en el bien o porque no toman en serio nuestra vida.
La Palabra de Dios, en cambio, es palabra con sentido pleno y responde a las grandes cuestiones que nos atenazan. Dice San Juan en el prólogo a su evangelio que toda la realidad ha sido hecha por medio de esta Palabra, que, sabemos, es la segunda persona de la Trinidad. De esta manera, solo Ella es el criterio para leer con verdad y sentido aquello que nos rodea.
Dios, a parte de esta revelación a través de la Creación, ha ido susurrando su Palabra a través de la historia. Por eso, la Palabra de Dios no es algo abstracto. Dios ha querido hablarnos personalmente, en concreto. Para ello su Palabra Eterna asume nuestro lenguaje en la Sagrada Escritura y, de manera culminante, nuestra propia carne, en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. De esta manera, el mensaje eterno de Dios se viste también de tres dimensiones inherentes a toda palabra humana: la dimensión informativa, la expresiva y la vocativa/apelativa.
– Toda palabra humana informa. Indudablemente, cada vez que se pone en acto el lenguaje, se demuestra una comprensión de la realidad y una transmisión de información concreta. Leemos en el inicio del Génesis que el ser humano “pone nombre” a la realidad que le rodea. El lenguaje es una forma de hacer comprender las cosas, una forma de señorío sobre la Creación. Soy capaz de descubrir qué son las cosas, nombrarlas y contarlas.
– Toda palabra humana también expresa. Cada vez que contamos algo, de alguna manera, “nos” contamos, desvelamos algo de nuestro interior. La palabra tiene una dimensión expresiva. Si al llegar a casa después de una dura jornada de estudio o trabajo físico saludo con un “Uff, ¡vaya día!”, no solo estoy informado de la dureza del día transcurrido sino también estoy expresando cómo eso me ha afectado. Quien me oiga puede entender que, aparte del cansancio físico, hay también una cierta vivencia interior de agobio, de estrés o incluso de desgana.
– Por último, la palabra humana llama, invita. Nuestra comunicación no se queda anclada en expresar nuestro interior. Cada vez que nos abrimos al otro estamos también llamando a su interior. Buscamos, a través nuestra expresión, suscitar una respuesta, un interés, un diálogo. Queremos ser comprendidos y atendidos. Es la dimensión apelativa o vocativa de la palabra. En el ejemplo anterior, ese saludo espera que, del otro lado, alguien quizá nos responda “¿Qué ha pasado?”, “Pues ahora a descansar” o “¡Venga, ánimo!”.
Estas dimensiones que se dan en toda comunicación humana se dan también en la comunicación entre Dios y el hombre, y por tanto también en la Sagrada Escritura, que es una de las formas de esa comunicación humano-divina. Cuando Dios nos ha dejado por escrito Su Palabra no solo nos está contando cosas sino que se nos está contando, se nos está revelando. Y, además, en ese descubrimiento del interior de Dios, Él nos está llamando a algo. La invitación fundamental es bastante obvia: vivir en diálogo con Él, empezar un trato de amistad. El Concilio Vaticano II lo resumía con una frase estupenda: “Por la Revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum, 2).
Las primeras palabras de Jesús al inicio del Evangelio de Marcos en ese sentido son paradigmáticas: «El Reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el Evangelio». La fe y la conversión son, en el fondo, una invitación a entrar en relación. La motivación de esa relación es la cercanía, la presencia de Aquel con quien dialogar. La amistad es posible porque el Reino está cerca y Su Palabra nos llama.