Queridos diocesanos:
Este domingo, 26 de enero, celebramos con toda la Iglesia el Domingo de la Palabra de Dios, establecida por el Papa Francisco con su Carta Apostólica, Aperuit illis. Esta Jornada está dedicada a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios. En sintonía con el Año Jubilar de la esperanza que estamos celebrando, el Papa ha elegido como lema las palabras “Espero en tu Palabra” (Sal 119,74). Se trata de un grito de esperanza: el salmista, en un momento de angustia y tribulación, grita a Dios y pone toda su esperanza en Él. Es una experiencia profundamente humana, como es habitual encontrar en los salmos.
Todos tenemos esperanzas, pero lo que nos anuncia este Año Jubilar es “la Esperanza”, en singular. No se trata de una idea o de un optimismo ingenuo, sino de una persona, viva y presente en la vida de cada uno: Cristo crucificado y resucitado, el único que nunca nos abandona. En palabras de san Pablo: Cristo Jesús es nuestra esperanza (cf. 1Tim 1,1). Porque como el mismo Pablo escribe en otro lugar, nada ni nadie, ni tan siquiera la muerte “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (cf. Rom 8,35-39).
Esta es la certeza que nos da la fe para nuestro peregrinaje en esta tierra. En ella debemos crecer poniendo siempre nuestra mirada en la fidelidad eterna de Dios: “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Heb 10,23). Porque Dios es eternamente fiel a sus promesas podemos confiar en Él y vivir con la alegría y la paz que dan el saberse siempre amados por Dios: es decir, podemos esperar. Teniendo la certeza de que se cumplirá la promesa, podemos esperar en la Palabra de Dios. Lo entendió bien el apóstol Pedro, cuando afirmó “en tu palabra, echaré las redes” (Lc 5,5), que quiere decir: “confío en ti”. La esperanza que brota de esta Palabra surge de la seguridad de la fe en Dios, que nunca se contradice a sí mismo ni a la promesa hecha.
Esta relación entre la fe en Dios, la fe en su Palabra y la esperanza la entendió muy bien aquel centurión romano que suplicó a Jesús sanar a su criado enfermo. Ante el deseo y la disponibilidad de Jesús de ir a curarlo, el centurión se declaró indigno de que entrara en su casa y le dijo: “basta una palabra tuya y mi criado quedará sano” (Mt 8,8). Le bastaba una palabra de Cristo para tener la esperanza cierta de que su criado quedará sano. Fue la fe en Jesús la que permitió al centurión entender que lo que suscita esperanza en la Palabra de Dios es, precisamente, que es palabra de Dios. Es decir, la palabra que Aquél que se dirige personalmente a nuestra necesidad de salvación y de vida eterna.
Así lo entendió también Pedro cuando muchos discípulos abandonan a Jesús y pregunta a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Pedro le contesta: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,67-68). Las palabras de Jesús son para Pedro como el último hilo de esperanza en una plenitud de vida que podían esperar solo de Dios. Pedro no podía separar las palabras de Jesús de su fe en Él, de su presencia y de su amor.
La Palabra de Dios puede ser fuente de esperanza porque Dios sigue siendo la fuente permanente de la palabra misma. Sólo si la escuchamos como la Palabra de Dios pronunciada aquí y ahora podrá alimentar en nosotros una esperanza inquebrantable, porque está fundada en una presencia que nunca falla. La Palabra de Dios es una promesa en la que no sólo el que promete es fiel, sino que queda incluido en la promesa misma, porque Cristo se nos promete a sí mismo. “¡Y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo!” (Mt 28,20). La última palabra de Jesús, la última promesa antes de ascender al cielo, es la promesa de sí mismo a nuestra vida, no sólo para el final de los tiempos sino para cada día y cada instante de la vida.
El Domingo de la Palabra de Dios nos invita una vez más a los cristianos a acoger la Palabra y ofrecer al mundo un testimonio de esperanza que vaya más allá de las dificultades del momento presente. La Palabra de Dios permanece siempre viva y se hace signo concreto y tangible. Y pide a cada cristiano y cada comunidad cristiana no solo anunciar la fe, sino, sobre todo, comunicarla con la convicción que lleva esperanza a cuantos la escuchan y acogen con corazón sencillo.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón