Dar esperanza en la tristeza y el dolor
Queridos diocesanos:
Este VI Domingo de Pascua celebramos la Pascua del Enfermo. Es el final de la Campaña anual del enfermo que iniciábamos el 11 de febrero, Jornada Mundial del Enfermo, con el lema “No conviene que el hombre esté solo. Cuidémonos mutuamente”. En este día, la Iglesia se acerca a los enfermos, a sus familias y a los profesionales sanitarios mostrándoles el rostro de Cristo Resucitado que acompaña y cuida a los enfermos en todo momento. Es una Jornada en el que las comunidades cristianas oran especialmente con y por los enfermos, se les lleva la Comunión y se les administra el sacramento de la Unción de los enfermos.
El amor infinito, compasivo y misericordioso por cada ser humano que Dios nos muestra en la muerte y la resurrección de su Hijo es la razón de nuestra esperanza y de nuestra alegría pascual. Cristo Jesús vive, porque ha resucitado. Jesús está siempre a nuestro lado, nos ama a cada uno, nos sana, cura y salva. Este amor de Dios ilumina nuestra existencia, también en el dolor, en la enfermedad y en la muerte; el amor de Dios es fuente de esperanza y de la verdadera alegría.
El dolor, la enfermedad y la muerte forman parte del misterio del ser humano; son propios de nuestra condición vulnerable, frágil, caduca y mortal. Todos debemos cuidar la salud, la propia y la ajena, y hemos de combatir la enfermedad y el dolor con todos los medios a nuestro alcance. La vida es un don de Dios, que hemos de cuidar desde su concepción hasta su muerte natural. Como nos recordaba el Dicasterio para la Doctrina de la fe en un reciente documento, todo ser humano tiene una “dignidad infinita”, que ha de ser respetada, protegida y cuidada en cualquier circunstancia.
Pero, sobre todo, hemos de sentir la presencia de Cristo vivo cuando la ancianidad, la enfermedad y el dolor se hacen presentes en nuestra vida. Dios nunca nos abandona. Nada ni nadie, ni tan siquiera la muerte, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo, muerto y resucitado. Este amor es la fuente de la verdadera alegría que encuentra su razón en saberse acogidos y amados siempre por Dios. Por ello es propio del cristiano dirigirse a Dios en la enfermedad para pedirle la salud del cuerpo y del alma y esperar siempre en la vida eterna, cuyo camino ha abierto Jesús con su muerte y resurrección todo el que cree y confía en Él.
La muerte y la resurrección del Señor son la clave para entender y vivir nuestra propia existencia, también en la enfermedad y en la muerte. El Hijo de Dios, por su encarnación asumió nuestra naturaleza humana, frágil y mortal. Y la asumió hasta el final sufriendo y muriendo como nosotros y haciendo de su muerte en la cruz el paso a la resurrección. Desde entonces, el sufrimiento tiene un sentido, que lo hace singularmente valioso. Como a su Hijo Jesús, Dios nos ama y nunca nos abandona. Quien acoge este amor de Dios, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de gracia, de paz, de esperanza y de salvación.
Ante las preguntas más profundas y personales del ser humano, ante la enfermedad y la muerte, ¿podemos confiar en algo o en alguien? La Pascua del Enfermo nos invita a mirar a Cristo, muerto y resucitado para la Vida del mundo. De la paradoja de la cruz brota la respuesta a nuestros interrogantes más inquietantes. Cristo sufre por nosotros: toma sobre sí el sufrimiento de todos y lo redime. Cristo sufre con nosotros, dándonos la posibilidad de compartir con El nuestros padecimientos. Unido al sufrimiento de Cristo, el sufrimiento humano se transforma en medio de salvación. El dolor y la muerte, si son acogidos con fe, se convierten en puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Señor. Un sufrimiento que no puede quitar la paz y la esperanza, porque está iluminado por la luz de la resurrección.
En el sacramento de la Unción de enfermos, el mismo Señor Resucitado, en la persona del sacerdote, se acerca a quien sufre, está enfermo o es anciano. Jesús, el buen Samaritano, se hace cargo del hombre malherido por los salteadores, derramando aceite y vino sobre sus heridas. Y lo confía al posadero para que siga cuidando de él. Este posadero es hoy el sacerdote y la comunidad cristiana, a quienes el Señor Jesús, confía a los que sufren, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos y en su nombre su misericordia y salvación.
La Pascua del Enfermo nos invita a acoger la presencia de Cristo vivo para que llegue a todos los enfermos, a los moribundos y a los ancianos. La fe en Cristo Jesús resucitado nos dará fuerza, paz y esperanza en la enfermedad y en la ancianidad.
Con mi afecto y bendición,
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón