Este VI Domingo de Pascua celebramos la Pascua del Enfermo. Es el final de la Campaña anual del enfermo que iniciábamos el 11 de febrero, Jornada Mundial del Enfermo, con el lema “No conviene que el hombre esté solo. Cuidémonos mutuamente”. En este día, la Iglesia se acerca a los enfermos, a sus familias y a los profesionales sanitarios mostrándoles el rostro de Cristo Resucitado que acompaña y cuida a los enfermos en todo momento. Es una Jornada en el que las comunidades cristianas oran especialmente con y por los enfermos, se les lleva la Comunión y se les administra el sacramento de la Unción de los enfermos.
El amor infinito, compasivo y misericordioso por cada ser humano que Dios nos muestra en la muerte y la resurrección de su Hijo es la razón de nuestra esperanza y de nuestra alegría pascual. Cristo Jesús vive, porque ha resucitado. Jesús está siempre a nuestro lado, nos ama a cada uno, nos sana, cura y salva. Este amor de Dios ilumina nuestra existencia, también en el dolor, en la enfermedad y en la muerte; el amor de Dios es fuente de esperanza y de la verdadera alegría.
El dolor, la enfermedad y la muerte forman parte del misterio del ser humano; son propios de nuestra condición vulnerable, frágil, caduca y mortal. Todos debemos cuidar la salud, la propia y la ajena, y hemos de combatir la enfermedad y el dolor con todos los medios a nuestro alcance. La vida es un don de Dios, que hemos de cuidar desde su concepción hasta su muerte natural. Como nos recordaba el Dicasterio para la Doctrina de la fe en un reciente documento, todo ser humano tiene una “dignidad infinita”, que ha de ser respetada, protegida y cuidada en cualquier circunstancia.
Pero, sobre todo, hemos de sentir la presencia de Cristo vivo cuando la ancianidad, la enfermedad y el dolor se hacen presentes en nuestra vida. Dios nunca nos abandona. Nada ni nadie, ni tan siquiera la muerte, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo, muerto y resucitado. Este amor es la fuente de la verdadera alegría que encuentra su razón en saberse acogidos y amados siempre por Dios. Por ello es propio del cristiano dirigirse a Dios en la enfermedad para pedirle la salud del cuerpo y del alma y esperar siempre en la vida eterna, cuyo camino ha abierto Jesús con su muerte y resurrección todo el que cree y confía en Él.
La muerte y la resurrección del Señor son la clave para entender y vivir nuestra propia existencia, también en la enfermedad y en la muerte. El Hijo de Dios, por su encarnación asumió nuestra naturaleza humana, frágil y mortal. Y la asumió hasta el final sufriendo y muriendo como nosotros y haciendo de su muerte en la cruz el paso a la resurrección. Desde entonces, el sufrimiento tiene un sentido, que lo hace singularmente valioso. Como a su Hijo Jesús, Dios nos ama y nunca nos abandona. Quien acoge este amor de Dios, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de gracia, de paz, de esperanza y de salvación.
Ante las preguntas más profundas y personales del ser humano, ante la enfermedad y la muerte, ¿podemos confiar en algo o en alguien? La Pascua del Enfermo nos invita a mirar a Cristo, muerto y resucitado para la Vida del mundo. De la paradoja de la cruz brota la respuesta a nuestros interrogantes más inquietantes. Cristo sufre por nosotros: toma sobre sí el sufrimiento de todos y lo redime. Cristo sufre con nosotros, dándonos la posibilidad de compartir con El nuestros padecimientos. Unido al sufrimiento de Cristo, el sufrimiento humano se transforma en medio de salvación. El dolor y la muerte, si son acogidos con fe, se convierten en puerta para entrar en el misterio del sufrimiento redentor del Señor. Un sufrimiento que no puede quitar la paz y la esperanza, porque está iluminado por la luz de la resurrección.
En el sacramento de la Unción de enfermos, el mismo Señor Resucitado, en la persona del sacerdote, se acerca a quien sufre, está enfermo o es anciano. Jesús, el buen Samaritano, se hace cargo del hombre malherido por los salteadores, derramando aceite y vino sobre sus heridas. Y lo confía al posadero para que siga cuidando de él. Este posadero es hoy el sacerdote y la comunidad cristiana, a quienes el Señor Jesús, confía a los que sufren, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos seguir derramando sobre ellos y en su nombre su misericordia y salvación.
La Pascua del Enfermo nos invita a acoger la presencia de Cristo vivo para que llegue a todos los enfermos, a los moribundos y a los ancianos. La fe en Cristo Jesús resucitado nos dará fuerza, paz y esperanza en la enfermedad y en la ancianidad.
El día 11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, celebramos la Jornada Mundial del Enfermo, bajo el lema “No conviene que el hombre esté solo”. Y en España comenzamos la Campaña del Enfermo 2024, que terminará el día 5 de mayo con la Pascua del Enfermo.
La Jornada es un día para renovar la cercanía y compromiso de toda la comunidad cristiana hacia los enfermos, llamada este año a cuidar de ellos en su soledad. Dice el papa Francisco en su mensaje que “cuidar al enfermo significa, ante todo, cuidar sus relaciones, todas sus relaciones; con Dios, con los demás -familiares, amigos, personal sanitario-, con la creación y consigo mismo”. Recordemos que todos hemos venido a este mundo porque alguien nos ha acogido; hemos sido creados por amor y para el amor, estamos llamados a la comunión con Dios y a la fraternidad con los hermanos. Esta dimensión relacional de nuestro ser humano nos sostiene de manera particular en tiempos de enfermedad y fragilidad; es la primera terapia que debemos adoptar todos juntos ante la soledad de los enfermos.
La Campaña, por su parte, quiere promover la reflexión sobre el aumento de las personas que padecen sufrimiento psicológico y emocional. Es una tema particularmente urgente entre nosotros, ya que España encabeza la lista de países que más ansiolíticos consumen. Muchas son, en efecto, las personas que sufren ansiedad, depresión, trastornos del sueño y de adaptación, u otras alteraciones mentales como trastornos de personalidad y psicosis afectiva. En edades avanzadas nos encontramos con la enfermedad de Alzheimer y la demencia senil. Son todo un mundo de sufrimiento para los enfermos y especialmente para los que los cuidan con gran paciencia y sufrimiento. También muchos niños, adolescentes y jóvenes sufren problemas de soledad, de aprendizaje, de comportamiento, de enuresis, anorexia y la bulimia. La Campaña quiere ayudarnos a tomar conciencia de que, aunque no siempre se trate de una enfermedad mental en el sentido habitual del término, hemos de cuidar y acompañar a las personas que padecen este tipo de sufrimiento que se manifiesta en la tristeza, la amargura, la pena, el desánimo o la ansiedad. Estamos llamados a anunciar con el profeta Jeremías: “Convertiré su tristeza en gozo, los alegraré y aliviaré sus penas” (Jer 31, 13)
Cuidar a los enfermos en la soledad y dar esperanza en la tristeza a los que sufren psicológica y emocionalmente es posible. Todos estamos llamados a comprometernos para que así sea. Fijémonos en la imagen del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37), en su capacidad hacerse prójimo y en la ternura con que alivia las heridas del hermano que sufre. El Buen Samaritano es un referente permanente y siempre actual para toda la Iglesia y, de forma especial, en su servicio en el campo de la salud, de la enfermedad y del sufrimiento. En esta parábola, Jesús manifiesta con sus gestos y palabras el amor tierno y compasivo de Dios por cada ser humano, en especial por los enfermos y los que sufren. Al final de la parábola, Jesús concluye con un mandato apremiante: “Anda, y haz tú lo mismo”. Se trata de un mandato incisivo: Jesús nos indica cuáles deben ser también hoy la actitud y el comportamiento de todos sus discípulos con los que necesitan de sus cuidados. El samaritano, comentan muchos Padres de la Iglesia, es el mismo Jesús. Mirando cómo actuaba Cristo podemos comprender el amor compasivo de Dios, sentirnos parte de este amor y enviados a ser samaritanos, y a manifestarlo con nuestra cercanía, empatía, compasión y ternura a todas las personas que necesitan ayuda porque están heridas en el cuerpo y en el espíritu.
Pero esta capacidad para amar no viene de nuestras fuerzas, sino más bien de haber experimentado el amor de Dios en una relación personal y vivificante con Cristo. De ahí derivan la llamada y la capacidad de cada cristiano de ser un “buen samaritano”, que se detiene ante el sufrimiento del otro, porque quiere ser “las manos de Dios”.
La Iglesia lo ha hecho y lo sigue haciendo hoy por medio de sacerdotes, religiosos y seglares que han sentido de modo particular la vocación de trabajar en el campo de la salud. El amor a los enfermos y su cuidado no puede faltar nunca en la acción pastoral de nuestra Iglesia diocesana, de cada parroquia y de las familias. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas, de los visitadores de enfermos y de los hospitalarios de Lourdes.
Ayer, coincidiendo con el VI Domingo de Pascua, la Iglesia española celebró la Pascua del Enfermo bajo el lema «Déjate cautivar por su rostro desgastado».
Poniendo el acento en el especial cuidado de nuestros mayores, el Delegado Diocesano de la Pastoral de la Salud, D. David Escoín, celebró la Eucaristía en la Capilla del Asilo de las Hnas. de los Ancianos Desamparados, en Castellón, administrando la unción de los enfermos en el transcurso de la Misa.
Tal como ha informado, D. David Escoín, desde la Delegación Diocesana, se animó a la celebración de la Pascua del Enfermo, de forma que, «muchas parroquias han incluido la unción de los enfermos en la misa celebrada en esta jornada que nos ayuda a reflexionar teniendo más presentes a los ancianos y enfermos, mostrándoles así el rostro de Cristo».
Durante la homilía de ayer, el Delegado Diocesano puso el énfasis en la reflexión semanal del obispo de la Diócesis de Segorbe-Castellón exhortándonos «al cuidado cercano y fraterno de los enfermos» que, realizado con compasión y gratitud no puede faltar en cada una de las parroquias de la Diócesis. En este sentido puso en valor la atención que se brinda a las personas mayores en el Asilo y la dedicación de todos aquellos que cuidan de ellos las 24 horas del día.
Cabe destacar que la delegación Diocesana para la Pastoral de la salud, dispone de una dirección de correo electrónico abierta a cualquier sugerencia pastoral que suscite las necesidades de los fieles y de la sociedad en general, así como para atender a todas aquellas personas interesadas en formar parte del voluntariado de la atención al enfermo, pudiéndose dirigir a ellos en: pastoraldelasalud@obsegorbecastellon.org.
El sexto Domingo de Pascua, el 14 de mayo, la Iglesia en España celebra la Pascua del Enfermo, con la que concluye la Campaña que comenzó el 11 de febrero, festividad de Ntra. Sra. de Lourdes, Jornada Mundial del Enfermo. Este domingo nuestra Iglesia se acerca a los enfermos, a sus familias y a los profesionales sanitarios mostrándoles el rostro de Cristo Resucitado que acompaña y cuida a los enfermos. Es un día en el que la Iglesia diocesana en sus comunidades parroquiales ora con y por los enfermos, se acerca a ellos y les administra el sacramento de la Unción. No hace muchos años, en este día se llevaba en procesión la Comunión a los enfermos en sus casas; una hermosa costumbre en la que la comunidad parroquial mostraba su cercanía a los enfermos e impedidos de salir de casa haciéndoles partícipes de la celebración de la Pascua del Señor.
La muerte y resurrección de Cristo nos muestran el amor infinito de Dios por cada ser humano. Un amor que nunca nos abandona. Nada ni nadie nos separarán del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, muerto y resucitado para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Este amor de Dios ilumina toda nuestra existencia, también en el dolor, en la enfermedad y ante la muerte. Este amor es la fuente de la alegría cristiana que en la Pascua del enfermo queremos mostrar y llevar a los enfermos y a sus familias. Sólo en Cristo resucitado encuentra reposo nuestro corazón turbado. Cristo es la verdadera paz que sólo Él puede ofrecer. Él es la esperanza, que no defrauda.
Los enfermos no pueden ser indiferentes a ningún cristiano ni comunidad cristiana: no podemos olvidarlos o marginarlos. Jesús siempre se acercaba y atendía a los enfermos, especialmente a los que habían quedado abandonados y arrinconados por la sociedad. La cercanía y compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblo y del amor de Dios hacia cada uno de ellos. La compasión de Jesús hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36). Acompañar, visitar y llevar la alegria pascual a nuestros hermanos, que pasan por el valle del dolor, de la enfermedad, de la soledad o de la muerte, es una de las obras de misericordia más hermosas de toda comunidad parroquial. La Pascua del Enfermo nos ofrece una gran oportunidad para mostrarlo.
El cuidado cercano y fraterno de los enfermos, hecho con compasión y gratuidad, no puede faltar nunca en nuestra Iglesia diocesana y en cada parroquia. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas, siguiendo las palabras de Jesús y su ejemplo al modo del buen samaritano. Contamos con un buen número de visitadores de enfermos en muchas parroquias y de voluntarios en los hospitales: junto con los sacerdotes y los capellanes de los hospitales, se acercan y atienden a los enfermos y a sus familias, humana y espiritualmente. Hoy doy gracias a Dios por todos ellos: por su entrega y disponibilidad para que nunca falte a los enfermos la cercanía del amor de Dios y el acompañamiento humano y espiritual. Doy gracias a Dios también por el buen hacer de los sanitarios y por cuantos de un modo u otro están implicados en la pastoral de la salud.
Cada vez hay más personas enfermas y solas en sus casas a las que acercarse y cuidar. Ante los enfermos, que siempre tienen un rostro concreto, Jesús nos pide acercarnos y detenernos, escucharles y establecer una relación directa y personal con el enfermo, sentir empatía y conmoción, y dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él o de ella por medio del servicio, como hace el buen Samaritano (cf. Lc 10, 30-35). En la atención gratuita y en la acogida afectuosa de cada vida humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante el que sufre cualquier tipo de mal para curarlo.
La fe en Cristo Jesús, muerto y resucitado, da paz, aliento y esperanza en la enfermedad al enfermo y a la familia. Miremos a la Santísima Virgen, Salud de los enfermos. Ella es garante de la ternura del amor de Dios y modelo de abandono a su voluntad.
El sexto Domingo de Pascua celebramos la Pascua del Enfermo. Concluye así la Campaña anual dedicada a los enfermos que iniciamos el 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, bajo el lema “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). El papa Francisco recuerda que se ha avanzado mucho, pero que “todavía queda mucho camino por recorrer para garantizar a todas las personas enfermas la atención sanitaria que necesitan, así como el acompañamiento pastoral para que puedan vivir el tiempo de la enfermedad unidos a Cristo crucificado y resucitado”.
Dios es misericordioso y nos cuida con la fuerza de un padre y la ternura de una madre. El testigo supremo del amor misericordioso del Padre a los enfermos es su Hijo unigénito. Jesús es la misericordia encarnada de Dios. En efecto, los Evangelios nos narran los continuos encuentros de Jesús con las personas enfermas para acompañar su dolor, darle sentido y curarlo. Jesús siempre se acerca y atiende a los enfermos, especialmente a los que han quedado abandonados y arrinconados por la sociedad. La cercanía y compasión de Cristo hacia los enfermos, sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que Dios ha visitado a su pueblo y del amor de Dios hacia cada uno de ellos. La compasión de Jesús hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: “estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36).
Los discípulos de Jesús estamos llamados a hacer lo mismo. Los enfermos no nos pueden ser indiferentes: no podemos olvidarlos, ocultarlos o marginarlos. Ante los enfermos, que siempre tienen un rostro concreto, Jesús nos pide acercarnos y detenernos, escucharles y establecer una relación directa y personal con cada enfermo, sentir empatía y conmoción por él o por ella, dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él por medio del servicio, como hace el buen Samaritano (cf. Lc 10,30-35). En la atención gratuita y en la acogida afectuosa de cada vida humana, sobre todo de la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos.
Este es el amor fraterno que todo cristiano y toda comunidad cristiana hemos de tener hacia los enfermos. El mismo Jesús encargó a sus discípulos la atención de los enfermos. Por ello el acompañamiento y cuidado cercano y fraterno de los enfermos, hechos con compasión y gratuidad, no puede faltar nunca en nuestra Iglesia diocesana y en cada parroquia. Los enfermos han de ocupar un lugar prioritario en la oración, vida y misión de todas nuestras comunidades cristianas y de los cristianos, siguiendo las palabras de Jesús y su ejemplo al modo del buen Samaritano. Contamos con un buen número de visitadores de enfermos en muchas parroquias y, en los hospitales, con muchos voluntarios: junto con los sacerdotes y los capellanes, se acercan a los enfermos, a sus familias y al personal sanitario para acompañarles humana y espiritualmente. Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que acercarse y cuidar. Incluso cuando no es posible curar, siempre es posible cuidar, siempre es posible consolar, siempre es posible hacer sentir nuestra cercanía.
El mayor dolor es el sufrimiento moral ante la falta de esperanza. Los cristianos hemos de estar siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pida (cf. 1 Pe 3, 15). No se trata de una esperanza cualquiera, sino de una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente, aunque sea doloroso, porque lleva a una meta segura. Cristo Jesús es nuestra Esperanza, la única esperanza que no defrauda. Jesús ha muerto y resucitado para que todo el que crea en Él tenga vida, y vida eterna.
Para los cristianos es obligado acompañar al enfermo, pero lo es también ayudarle a abrir su corazón a Dios y confiar en Él para no dejar de esperar en la vida eterna y gloriosa, cuyo camino ha abierto Jesús con su muerte y resurrección. Jesús, el Hijo de Dios, asumió nuestro dolor y nuestra muerte en la cruz, e hizo de ellos camino de resurrección. Desde entonces, el sufrimiento y la muerte tienen una posibilidad de sentido. Desde hace dos mil años, la cruz brilla como suprema manifestación del amor de Dios que nunca nos abandona ni tan siquiera en la muerte: Dios acoge la entrega de su Hijo en la cruz por amor a la toda la humanidad y lo resucita a la Vida gloriosa de Dios. Quien sabe acoger la cruz en su vida y se entrega a Dios como Jesús, experimenta cómo el dolor y la muerte, iluminados por la fe, se transforman en fuente de esperanza, de salvación y de Vida.
Mañana domingo, VI de Pascua, la Iglesia española celebra la Pascua del Enfermo, bajo el lema «Cuidemonos mutuamente». Con este motivo la Delegación de Pastoral de la Salud ha organizado una Eucaristía, que se ha celebrado esta tarde en la Concatedral de Santa María, presidida por Monseñor D. Casimiro López Llorente, que ha incluido la administración del Sacramento de la Unción de Enfermos. Con esta celebración litúrgica culmina la campaña de este año que arrancó el pasado 11 de febrero en que se celebró la Jornada del Enfermo, coincidiendo con la festividad de Nuestra Señora de Lourdes.
En la homilía, D. Casimiro ha recordado como en la celebración de la Pascua, «la Iglesia nunca se olvida de los enfermos porque la Pascua del Señor es motivo de alegría profunda que concede el saberse siempre, también en la enfermedad, incluso en la muerte, acompañados por el Señor».
A la luz de la Palabra proclamada, el Obispo ha centrado su predicación en el amor de Dios. «El amor que desborda de la cruz, de la muerte y Resurrección de Jesús y llega a la humanidad para que en Él tengamos vida en abundancia». En la debilidad, en la enfermedad y en la fragilidad que con los años se va sintiendo, ha dicho D. Casimiro, recordando a San Pablo, «también en esos momentos hemos de sentir el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús porque nada ni nadie nos podrá separar de ese amor».
A través del amor que recibimos de Dios Padre, nos pide «amaos los unos a los otros como Él nos ha amado porque esa será la muestra de la verdad de nuestro amor, el cómo nos amemos los unos a los otros y cómo amemos a los más necesitados en el dolor, en la enfermedad, en la soledad, en la oscuridad y en la muerte».
D. Casimiro ha recordado cómo a lo largo de su vida junto a los hombres, Jesús se entregó de forma altruista, generosa, humana y cercana a los enfermos y también a los difuntos como Lázaro. «Él bendecía, curaba y sanaba de forma cercana a aquellos que sufren necesidad en el cuerpo o en el espíritu» y nos dejó esa parábola del «Buen Samaritano» que se acerca a aquel mal herido, lo cura con el aceite, lo sana, le venda y lo lleva a la posada, y «esa posada es la Iglesia y nosotros los posaderos en esa Iglesia que hemos de cuidar, como Jesús nos muestra, a aquellos que sienten la fragilidad de su vida y la vulnerabilidad en su existencia».
El Obispo también ha exhortado a «no dejarnos llevar por la sociedad actual que aparta a los enfermos como si la enfermedad y la muerte no pertenecieran a la condición humana». La muerte, el sufrimiento y el dolor son un misterio, ha dicho D. Casimiro, «pero Jesús nos ayuda a entenderlo porque Él también pasó por el sufrimiento, por el dolor y por la muerte y pese a la tentación en Getsemaní se abandonó a la voluntad de su Padre».
Tras la homilía, el Obispo ha administrado el Sacramento de la Unción de los enfermos teniendo en consideración todas las medidas de seguridad higiénico-sanitarias, tal como consta en las disposiciones que, con motivo de la pandemia se dictaron para la celebración de los sacramentos y, en concreto para la administración de la santa Unción, donde se indica que «el óleo se puede administrar con un bastoncillo de algodón evitando el contacto directo con el enfermo», tal como se ha realizado esta tarde.
La Eucaristía ha estado concelebrada por el Vicario de Pastoral, Miguel Abril; el delegado Diocesano de la Pastoral de la Salud, Eloy Villaescusa; el Párroco de Santa María, Miguel Simón; el secretario, Ángel Cumbicos; y el Diácono, Daniel Castro. En el órgano, Augusto Belau, organista titular de la Concatedral de Santa María y la Coral de Berreros de la Mare de Déu del Lledó.
El Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral propuso para esta campaña del Enfermo del año 2021: “Uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos” (Mt 23, 8). En este tiempo de pandemia son unas palabras especialmente significativas pues, ponen en evidencia nuestra fragilidad, la interdependencia de cada uno de nosotros, y la corresponsabilidad de cuidarnos mutuamente. En ese sentido el mensaje del Papa Francisco destaca laimportancia en este momento de pandemia para brindar una atención especial a las personas enfermas y a quienes cuidan de ellas, tanto en los lugares destinados a su asistencia como en el seno de las familias y las comunidades. En particular, señala, a las personas que sufren en todo el mundo la pandemia del coronavirus, así como a los más pobres y marginados.
En esta pandemia se han producido miles de defunciones sin contar la posibilidad de que los enfermos estuvieran acompañados, lo que hace que la soledad se experimente de un modo particularmente dramático y el duelo de los familiares también se hace especialmente difícil. Al mismo tiempo, entre los profesionales de la salud y los cuidadores se han vivido momentos de particular soledad y muchos han fallecido en el cuidado de los enfermos. La soledad ha sido una de las grandes protagonistas, como ha mencionado esta tarde nuestro Obispo. Para muchos enfermos, aislados en sus habitaciones, en sus casas, la soledad se ha hecho especialmente difícil, sin la posibilidad de la cercanía de las familias, agudizándose la incertidumbre y los temores. Ni siquiera en momentos particularmente significativos al final de la vida tantos enfermos no han podido contar con la compañía de sus seres queridos. Ellos, especialmente esta tarde, han estado presentes en la Eucaristía celebrada.
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