Queridos diocesanos:
En unos días celebraremos el Día de los fieles difuntos. Nunca nuestra fe cristiana es tan consoladora como ante el misterio de la muerte. Al contrario de lo que propaga la fiesta pagana de Halloween, el creyente afronta el final de la existencia terrenal no con temor, sino con esperanza gracias a las palabras y la promesa de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”(Jn 11,25) . Por eso decimos en el Credo: «Creo en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro». Estas verdades se expresan en las exequias de la Iglesia y en el cuidado por dar sepultura a nuestros difuntos. Sin embargo, hoy vemos, incluso entre los católicos, muchos malentendidos al respecto, que llevan a abandonar las prácticas establecidas por nuestra Iglesia. Quisiera mencionar dos de estas prácticas.
- Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrifico eucarístico. El corazón del funeral de un cristiano ha sido siempre la celebración de la santa Misa, con los restos terrenales del fallecido presentes siempre que esto sea posible.
El objetivo principal de la Misa exequial es implorar la misericordia de Dios por el alma del difunto. Es doctrina de fe de la Iglesia que existe el purgatorio y que las almas que allí se encuentran pueden ser auxiliadas por nuestras oraciones. «Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque estén seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo» (CICa, 1030). La Misa es la oración más grande y poderosa que podemos ofrecer a Dios por nuestros difuntos; los vivos tenemos una obligación de caridad de ofrecerla por ellos. En la Misa de funeral damos además gracias a Dios por el don de la salvación otorgado por Cristo a los que fallecen, y pedimos el consuelo de la fe para los que sufren por su muerte. La presencia del cuerpo y los restos del fallecido en la iglesia, la casa de Dios, es un acto final para honrar a ese cuerpo que fue el Templo del Espíritu Santo en esta vida y será el cuerpo glorificado de un santo en la resurrección en el día final.
No celebrar la Misa de funeral por el difunto o limitarse a una celebración de la Palabra en el tanatorio -cuando se hace por comodidad o por razones económicas- es, cuando menos, una falta de caridad hacia el difunto. El funeral de un católico debe ser celebrado en la iglesia parroquial del fallecido y no en un tanatorio; porque es un miembro de la comunidad quien ha fallecido, y toda la comunidad debe sentirse concernida por su muerte y llamada a orar por ese hermano o hermana en la fe.
- El cuerpo de un bautizado es Templo del Espíritu Santo, tabernáculo viviente de Dios; en la eternidad, nuestros cuerpos compartirán la gloria de la Resurrección. Por ello, los católicos tratamos a los cuerpos de nuestros difuntos como algo sagrado, pues lo son. Deberíamos dar sepultura a nuestros difuntos, a ser posible, en suelo bendecido. Esto proporciona un espacio sagrado al cual los seres queridos pueden acudir para rezar por ellos. La Iglesia recomienda que se cumpla esta costumbre piadosa de sepultar los cuerpos de los fallecidos, aunque no prohíbe su cremación, a menos que ésta haya sido elegida por razones contrarias a la fe cristiana en la resurrección de los cuerpos.
Sin embargo, si se elige la cremación, sigue siendo obligada la sepultura de los restos en un lugar bendecido o su colocación en un columbario bendecido, tan pronto como sea posible después de la Misa de funeral. Están prohibidas las prácticas de esparcir las cenizas, hacerlas parte de una pieza de joyería, dividirlas entre los familiares para mantenerlas como recuerdo, o hacer otras cosas extrañas con ellas. Tales prácticas no dan honor al cuerpo y, de forma indirecta, son contrarias a nuestra fe en la resurrección de los muertos. Hay quienes dicen que quieren mantener las cenizas en su hogar para poder “sentirse cercanos” a sus seres queridos. Esto muestra un olvido o una falta de fe en la comunión de los santos, por la cual estamos espiritualmente unidos a los que han fallecido en el Señor.
La luz del Evangelio disipa la oscuridad de la muerte. No nos dejemos llevar por la atmósfera pagana que nos rodea, que rechaza la existencia del alma, la santidad del cuerpo, la misericordia de la Redención y la vida eterna con Dios en el cielo. Paguemos el amor que debemos a nuestros difuntos orando frecuentemente por su eterno descanso. Oremos por nuestros seres queridos y amigos ya fallecidos, especialmente en el Día de los fieles difuntos.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón