Queridos diocesanos:
Nuestra sociedad occidental está en crisis. No se trata sólo de una crisis moral y de valores, o social, política e institucional, por grave que pueda ser. Se trata de un profundo cambio cultural. No estamos en una época de cambios sino en un verdadero “cambio de época”. Nuestro tiempo es como una «época de perplejidades», es decir, de incertidumbres, confusiones y dudas. Más allá de todas estas crisis y en su raíz, hay una crisis que atraviesa el corazón de los hombres. Es una crisis radical, existencial, espiritual: una crisis que afecta al ser y a la existencia misma, a su sentido, a su validez, a su orientación fundamental.
La «ruptura con la realidad» es una tendencia que se ha hecho predominante en nuestro tiempo. El hombre de hoy, con mucha frecuencia, no sabe ya -y muchos no lo quieren saber- por qué ni para qué vive. Nuestro mundo occidental está lleno de muchas pequeñas cosas que facilitan y hacen cómoda la vida del hombre. Pero el bienestar material no llena el corazón del hombre.
Se constata cansancio vital. Hay crisis de esperanza. Existe escepticismo ante el presente y el futuro, especialmente en los jóvenes. Parecería que la vida no conduce a nada, que no vale la pena luchar por nada, que todo es y vale lo mismo, que todo es superficial, y -lo que es peor- que no hay que buscar nada, porque nada hay que encontrar. Trágica situación la nuestra si ya la misma juventud amanece a la vida con un escepticismo tan radical. Es paradójica la situación de nuestro mundo desarrollado, que, junto a un gran desarrollo, posee una gran pobreza espiritual. El hombre occidental, cansado y, muchas veces, vacío, comienza a descubrir que las ideologías no llevan a ninguna parte. Parecería que no hay salida, que todo termina en la nada.
Ante esta situación hay que alzar la mirada. Muchas neurosis, violencias y angustias, y muchos suicidios obedecen simplemente a que el hombre ha perdido el contacto con la realidad misma y con la realidad fundante, que es Dios mismo. No saber quién es, ni por qué ni para qué se vive es una tragedia que el hombre no puede soportar en paz. El ser humano no puede vivir así. Después de todo, en los momentos más serios de la vida rebrota, una y otra vez, desde lo más hondo del corazón, la pregunta por el sentido de su vida. Se quiera o no, al ser humano le aparecerá siempre como inútil o perdido todo aquello que, una vez vivido, no lo puede reconocer como valioso, ni le lleva a la felicidad que busca y ansía.
En medio del cansancio y la desorientación actuales, el hombre siente la necesidad de un sentido, de un camino, de una razón por la que vivir y esperar, siente la necesidad de solidez, de verdad, de bien, de belleza y de eternidad. No es lo duro y lo difícil lo que cansa al hombre, sino lo fácil, lo superficial, lo inane. El hombre se ahoga si no tiene un motivo para vivir, una causa a la que entregarse y una esperanza que le aliente en su caminar. El esfuerzo, el sacrificio, el dar la vida generosamente, llenan con una alegría y felicidad profundas que no dan el individualismo egoísta, la comodidad, el consumo o la diversión, o la huída en la «realidad virtual».
En este contexto aparece la vigencia, más actual que nunca, de la parábola evangélica del tesoro escondido en el campo, que escuchamos en este Domingo. Quien encuentra este tesoro, va, vende cuanto tiene y compra el campo, para adquirir ese tesoro: es el Reino de Dios, es Dios mismo. Es el acontecimiento del encuentro con Dios mismo y su amor en Jesucristo. Un descubrimiento que siempre es un don de Dios, pero que, de una vez por todas, ilumina todos los rincones de la existencia y de la realidad. Comienza así una marcha definitiva, cargada de luz y de amor. Encontrar a Jesucristo es ir a lo más profundo de la realidad del ser humano, de la historia individual y colectiva, de la creación misma. Quien encuentra a Jesús se siente libre y experimenta una gran alegría. Se siente acogido por el Amor y libre para amar, libre para dar vida, para darse del todo, para luchar por un mundo más justo y fraterno, para trabajar por un mundo más habitable.
Pese a todo lo que se diga, también el hombre actual sigue buscando inconscientemente ese tesoro, que vale más que todo, que salva su vida y le da una razón para vivir, amar, luchar y tener esperanza.
Con mi afecto y bendición,
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón