Primera Lectura
Deuteronomio 18,15-20
“Suscitaré un profeta y pondré mis palabras en su boca” Moisés habló al pueblo, diciendo: “Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb, el día de la asamblea: “No quiero volver a escuchar la voz del Señor, mi Dios, ni quiero ver más ese terrible incendio; no quiero morir.” El Señor me respondió: “Tienen razón; suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas. Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá.”
Salmo Responsorial
Sal 24
“Ojalá escuchéis hoy la voz
del Señor: “No endurezcáis
vuestro corazón.”
Venid, aclamemos al Señor,
demos vítores a la Roca que nos salva;
entremos a su presencia dándole gracias,
aclamándolo con cantos.
Entrad, postrémonos por tierra,
bendiciendo al Señor, creador nuestro.
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros su pueblo,
el rebaño que él guía.
Ojalá escuchéis hoy su voz:
“No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros
padres me pusieron a prueba
y me tentaron, aunque habían visto mis obras.”
Segunda Lectura
I Corintios 7,32-35
“La soltera se preocupa de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos” Hermanos: Quiero que os ahorréis preocupaciones: el soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; En cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. Lo mismo, la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa,
sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones.
Evangelio
Marcos 1,21-28
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.” Jesús le increpó: “Cállate y sal de él.” El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.” Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
COMENTARIO
Jesús entra en la sinagoga. Allí encuentra un hombre vencido, que sufre, incapaz, y con una palabra -una es suficiente- le salva. Es un esquema que se repite tantas veces en tantas escenas del Evangelio: Jesús con los leprosos, Jesús con la hija muerta de Jairo, Jesús con el ciego del camino, Jesús con el paralítico en la camilla, Jesús con la hemorroísa. Jesús salva. Se acerca, se hace presente en la vida de los hombres en las circunstancias más distintas, y salva. Abraza, consuela, acompaña, rescata, restaura, y da vida a todo el que lo necesita. ¿Qué impide que Jesús haga el milagro que necesitamos nosotros? La razón podría ser una de estas:
1) Los prejuicios, que al final son como una especie de parapeto tras el que nos justificamos, que no nos dejan conocer lo que tenemos delante, porque fijando la vista sólo en un aspecto siempre parcial de la realidad con la que el Señor nos sale al encuentro, llegamos a deformarla. La Iglesia con la que el Señor nos quiere salvar, el grupo de amigos mediante el cual el Señor se quiere hacer presente en nuestra vida, el plan o la iniciativa que nos proponen, siempre van a tener una arruga o un límite o un aspecto menos hermoso. Y nosotros podemos acabar fijándonos sólo en ese punto, confundiendo el todo con la parte. Porque el Señor no ha tenido reparo alguno en servirse de una Iglesia pecadora para realizar su obra de la salvación. No eran ni Pedro ni Andrés ni Santiago ni ninguno de ellos santos inmaculados cuando el Señor los envió a la misión. Porque a Él le urgía tanto llegar a la herida de cada uno de nosotros que no tuvo reparo alguno. El prejuicio nos confunde. Y hace que esquivemos la presencia del Señor.
2) El individualismo, que es un problema que empieza a preocupar -por fin- a los gobiernos de las naciones: la primera ministra del Reino Unido ha creado una especie de ministerio de la soledad, porque se está convirtiendo este tema en una especie de plaga social que no beneficia a nadie. Pero no es el primer país. Suecia le lleva la delantera, tanto en problemática como en el empleo de recursos públicos destinados a cubrir el gasto que supone el aislamiento de las personas. En menor medida nos puede pasar a nosotros, confundidos por un espejismo: la vida se nos antoja más fácil cuanto menos se la tiene uno que jugar con los demás. Pero ahí nos perdemos a Cristo, porque Él ‘sucede’ dentro de las relaciones humanas – no muestran otra cosa todas las páginas del Evangelio.
3) La falta de atención, que es consecuencia en parte de que no nos fiamos, y en parte de que no estamos dispuestos a recorrer el camino que nos propone el Señor para alcanzar la alegría. Andamos entonces buscando atajos, con los ojos puestos en mil sitios a la vez, a ver si logramos ahorrarnos el trabajo o el tener que poner la vida en manos de otros. Y eso se convierte en un hábito, e incluso, en una especie de personalidad, posición humana desde la que no vemos al Señor. Siempre impresiona ver a los soldados al pie de la cruz, pero de espaldas a Jesús, con los ojos como platos por un paño que se juegan a los dados. Y el Salvador, a unos pocos metros, abriendo el Cielo…
4) La falta de esperanza, tan típica de quien mira al futuro partiendo sólo de las propias fuerzas, olvidando las mil veces que el Señor nos ha salido al encuentro. Falta de esperanza que se convierte en impaciencia, en una incómoda impaciencia con la vida y con todo. Porque normalmente miramos hacia el futuro desde la imaginación, que usamos como si se tratara del mejor catalejo. Y en la imaginación no cabe el Señor, y no podemos saber cómo va a implicarse el Señor en el porvenir.
Al Señor no le detiene nuestro pecado, ni nuestras heridas, ni nuestra historia, ni nuestras circunstancias. Ni tampoco nuestra incapacidad. Y no, la culpa tampoco es de los demás. Cristo está y actúa. Y quiere hacer el milagro en nosotros. Pidamos a la Virgen que nos ayude a no obstaculizar la obra de Jesús en nosotros.