lecturas sábado ii cuaresma 2018

1ª LECTURA

Miqueas (7,14-15.18-20):

Pastorea a tu pueblo, Señor, con tu cayado, al rebaño de tu heredad, que anda solo en la espesura, en medio del bosque; que se apaciente como antes en Basán y Galaad.

Como cuando saliste de Egipto, les haré ver prodigios.

¿Qué Dios hay como tú, capaz de perdonar el pecado, de pasar por alto la falta del resto de tu heredad?

No conserva para siempre su cólera, pues le gusta la misericordia.

Volverá a compadecerse de nosotros, destrozará nuestras culpas, arrojará nuestros pecados a lo hondo del mar.

Concederás a Jacob tu fidelidad y a Abrahán tu bondad, como antaño prometiste a nuestros padres.

SALMO

Sal 102,1-2.3-4.9-10.11-12

R/. El Señor es compasivo y misericordioso

V/. Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.

V/. Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura. R/.

V/. No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.

V/. Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre los que lo temen;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos. R/.

EVANGELIO

San Lucas (15,1-3.11-32):

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:

«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Jesús les dijo esta parábola:

«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:

“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían ¡os cerdos, pero nadie le daba nada.

Recapacitando entonces, se dijo:

“Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.

Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.

Su hijo le dijo:

“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.

Pero el padre dijo a sus criados:

“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Y empezaron a celebrar el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo.

Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.

Este le contestó:

“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado e! ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.

Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Entonces él respondió a su padre:

“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.

El padre le dijo:

“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».

COMENTARIO

La liturgia de este sábado propone para nuestra contemplación un evangelio hermoso, el texto conocido comúnmente como la “parábola del hijo pródigo”. El evangelista Lucas, en sus escritos, destaca constantemente el aspecto de la misericordia divina, para mostrar el infinito amor de un Padre que nos ama hasta el extremo, hasta dar la vida por sus hijos. Por ello, cuando uno lee atentamente el pasaje de hoy y cuenta las veces que aparece la palabra “Padre”, se da cuenta de que realmente el protagonista es el Padre de estos dos hijos.

Al contemplar el camino del hijo menor descubre que ese es el recorrido de cualquiera de nosotros. Sí, es verdad que lo que hizo estuvo muy mal, que le hizo un gran ‘feo’ a su padre cuando le pidió su parte de la herencia (le rompería el corazón a su padre, pues la herencia no se repartía hasta la muerte del mismo), que el derroche de la fortuna y su comportamiento tampoco fueron nada ejemplares. Pero,.. ¿quién de nosotros no se ha declarado alguna vez en rebeldía?, ¿quién no se ha equivocado?, ¿quién no ha errado? Todos nosotros. Por eso lo importante no será tanto lo que hizo el hijo menor cuanto su arrepentimiento. La fuerza de las expresiones que utiliza el texto (“ya no merezco llamarme hijo tuyo”) nos debe hacer pensar que este hijo recapacitó y sintió en el alma lo que había hecho a su padre. Y tuvo el gran valor de regresar para pedir perdón. No fue un regreso solo para solucionar su carestía, fue un camino de vuelta a casa, muy posiblemente con lágrimas en los ojos. Así se siente el hombre cuando percibe su pecado y confía en que Dios le va a perdonar. ¡Cuántas veces los sacerdotes hemos experimentado la gracia de ver la alegría de una persona cuando Dios le perdona sus pecados!

El hijo pequeño nos da el mejor ejemplo del arrepentimiento sincero. Con la determinación de reparar la falta que había hecho. Ahora bien, el centro, el núcleo de la parábola está en la descripción del comportamiento del Padre: lo vio, se le conmovieron las entrañas, se echó a correr, se le arrojó al cuello y le lleno de besos. No le dejó ni formular palabra, le puso un vestido nuevo, un anillo y sandalias nuevas y le organizó el mejor banquete. Cada uno de estos verbos muestran el cariño inmenso de Dios hacia sus hijos. Que Dios perdona sin resquicio alguno, sin rencor. Que Dios lo que quiere, lo que necesita, es que volvamos a casa.

Sí, queda alguien, el hermano mayor. El que no quiso perdonar. No sabemos si al final entró a la fiesta que había organizado su padre o el odio le paralizo el corazón. Los que nos hemos sentido abrazados y perdonados por Dios, hemos sido capaces de hacerlo después con alguna persona que nos había ofendido mucho. No cabe duda a quien hay que imitar.

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