Misa exequial de Manuel Carceller Besalduch
Iglesia de Santísima Trinidad de Castellón, 25 de marzo de 2012
(Is 25, 6a-7-9; Sal 22; Rom 6,3-9; Mt25,31-46)
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Hermanas y Hermanos en el Señor. Saludo cordialmente a los sacerdotes concelebrantes, a Carmen, hermana de Mn. Manuel, así como las Autoridades y Directiva, personal sanitario y laboral del Hospital Provincial.
A la edad de 93 años, nuestro hermano en la fe y sacerdote del Señor, Mn. Manuel era llamado ayer mañana por el Padre Dios a su presencia. Su muerte, aunque día a día veíamos cómo se iba apagando su vida terrenal, no deja de sorprendernos; su muerte nos duele a todos por la pérdida de este buen sacerdote: Mn. Carceller una persona entrañable y cercana y un sacerdote generoso y querido en nuestro presbiterio, en el Hospital provincial y en nuestra Ciudad.
Esta mañana celebramos por Mn. Manuel esta Eucaristía, en que se actualiza la pascua del Señor muerto y resucitado. A Dios damos gracias por él, por su persona y por su largo ministerio; y también oramos a Dios por él: para que el Señor Jesús salga a su encuentro definitivo y le lleve a la presencia del Padre, a la Gloria para siempre.
La muerte de todo ser humano, también la Mn. Manuel, nos hace ver que toda vida humana es frágil y limitada. En la muerte parece como si el ser humano quedara expropiado de cuanto es y de cuanto tiene. Por eso la muerte nos quita con frecuencia la palabra y nos deja como sin habla. Es como si un abismo de oscuridad y de nada se abriera ante nosotros.
Pero, visto desde la fe, el abismo de la muerte evoca otro infinitamente mayor: es el misterio insondable de Dios y de su amor. Es el ‘abismo’ que abarca todas las cosas, incluida la muerte, porque «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Para salvar a los hombres, para darles la Vida, el Padre Dios entregó a su propio Hijo: Es éste un misterio de amor ilimitado. En este abismo de gracia y misericordia se cumple para nosotros la profecía que hemos escuchado en la página del profeta Isaías. Podemos exclamar con plena verdad: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación” (Is 25, 9).
En último término, sólo Dios puede responder a la interpelación que nos hace la muerte, una interpelación que también le toca a Dios. Pues Dios es un Dios fiel y veraz, el Padre misericordioso, el amigo y aliado del hombre, que no contempló indiferente lo que ocurrió en la muerte en Cruz de su Hijo, como tampoco está ahora ausente en la de su hijo, Manuel. Y la respuesta de Dios ante la muerte de sus hijos es el cumplimiento de la promesa de vida y resurrección.
Aquí se halla la fuente y el secreto de la serenidad cristiana ante la muerte; aquí se halla el secreto de la esperanza y alegría cristianas en la muerte de un ser querido, pese al dolor por su pérdida y separación; una esperanza y una alegría que nadie puede quitar a los amigos del Señor, según su promesa (cf. Jn 16, 22). Isaías nos ofrece una imagen elocuente de esta alegría profunda y definitiva con el símbolo del banquete: en él se vislumbra el anuncio del reino mesiánico, que el Hijo de Dios vino a inaugurar. Entonces la muerte será eliminada para siempre y se enjugarán las lágrimas en todos los rostros (cf. Is 25, 6-8).
Para nuestro querido hermano Manuel, ha llegado la hora del encuentro definitivo Dios. Por ello, al Padre Dios oramos: para que le acoja en su misericordia y después de este largo camino en la tierra, ahora lo llame a sí para compartir el destino prometido a sus servidores fieles.
Mn. Manuel Carceller, nacido en 1919 en Les Coves de Vinromá, fue ordenado sacerdote a los 25 años, en 1944, después de haber estudiado en el seminario de Tortosa Latín y Humanidades, Filosofía y Teología. Sus primeros años ejerció el ministerio sacerdotal como familiar o secretario particular del Obispo de Tortosa, y, más tarde, desde 1951 al 1971, lo hizo como Coadjutor de Albocasser. A partir de 1971, su vida sacerdotal estuvo dedicada a los enfermos como Capellán del Hospital Provincial hasta su muerte y durante muchos años como Consiliario Diocesano de movimientos de enfermos y ancianos.
Mn. Manuel quedará en nuestra memoria, sobre todo, por su amor, por su cariño y por su dedicación a los enfermos y sus familiares en el Hospital Provincial. El hizo vida el evangelio que hemos proclamado; y esperamos de Cristo Jesús que le cuente entre los benditos del Padre “porque estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25,36). Alguien ha escrito con mucho acierto que Mn. Manuel era el ‘alma’ del Hospital Provincial. Es más: él fue verdadero promotor de su humanización. En verdad: todos le echaremos en falta. Su legado humano y espiritual forma parte del patrimonio del Hospotal. También los niños le recordarán como el cura del Belen, que con tanto mimo y tiempo preparaba cada año y con tanta satisfacción mostraba a quien lo pedía.
Nuestro hermano era una persona sencilla, cercana y afable, un cristiano con una fe acendrada y, por ello, siempre optimista y esperanzado, siempre preocupado, generoso y atento a cualquier necesidad material y espiritual de los demás. Mn. Manuel era un sacerdote fiel, sacrificado y entregado a su ministerio. A todos los sacerdotes nos ha dejado un ejemplo de fe firme, de entrega ministerial y de fidelidad a la Iglesia en el servicio a los enfermos. Con espíritu disponible ha sabido darse incluso en la enfermedad, mientras las fuerzas se lo permitieron.
“Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rm 6, 8), nos dice San Pablo en la carta a los Romanos. Pensemos en estas palabras al dar a este hermano nuestra última y emotiva despedida terrena. ¡Cuántas veces él mismo las habrá leído, meditado y comentado! Pedimos a Dios que lo que el Apóstol escribe a propósito de la unión mística del bautizado con Cristo muerto y resucitado, él lo esté viviendo ahora en la realidad ultraterrena.
La unión sacramental, pero real, con el misterio pascual de Cristo abre a todo bautizado la perspectiva de participar en su misma gloria. Y esto ya tiene consecuencias para nuestra vida terrena; porque, si en virtud del bautismo participamos en la resurrección de Cristo, ya ahora podemos y debemos “vivir una vida nueva” (Rm 6, 4). Por eso, la muerte piadosa de un hermano en Cristo, mucho más si está marcado por el carácter sacerdotal, es siempre motivo de íntimo asombro y de acción de gracias por el designio de la paternidad divina, que “nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados” (Col 1, 13-14).
Reunidos en torno al altar, damos gracias a Dios por la luz que, a través de su Palabra, proyecta sobre nuestra existencia y sobre el misterio de la muerte. A Dios damos gracias por la persona y el ministerio de nuestro hermano, Manuel. A Dios elevamos con confianza nuestra oración por este hermano nuestro. Y lo hacemos con las Palabras de la ‘oración sacerdotal’ de Jesús: “Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria… para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos” (Jn 17, 23.26).
Es consolador saber que en la hora de nuestra muerte nos encontraremos con Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros (cf. Ga 2, 20). ¡Qué motivo de confianza ir al encuentro del buen Pastor, cuya voluntad única y soberana es que cada uno tenga vida eterna y la tenga en abundancia! (cf. Jn 10, 10). ¡Que sea así para ti, querido hermano en Cristo, a quien hoy ponemos en las manos misericordiosas del Padre celestial!
Junto a Cristo Jesús está presente María, Madre suya y nuestra, la Virgen Lourdes a quien tanta devoción tenía nuestro hermano. Oremos por él para que en este momento María, la Virgen de Lourdes, le lleve a la patria del cielo, y así participe en la alegría del banquete eterno, que Dios ha preparado para sus servidores fieles. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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