Pascua de Resurrección
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 4 de abril de 2010
(Hch 10, 34a.37-43; Sal 117; Col 3,1-4; Jn 20,1-9)
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Hermanas y hermanos amados en el Señor:
¡Verdaderamente ha resucitado el Señor, Aleluya! Después de escuchar la pasada noche el anuncio pascual, hoy celebramos con toda solemnidad el hecho central de nuestra fe: Cristo Jesús ha resucitado. Tal como proclamamos en el Símbolo de la fe, Jesús, después de su crucifixión, muerte y sepultura, “resucitó al tercer día”. “¿Por qué buscáis entre los muertos, al que está vivo?” (Lc 24, 5), dirá el ángel a las mujeres: una premonición a los escépticos e incrédulos que se afanan en buscar todavía hoy los restos de Jesús.
El evangelio de hoy nos invita a dejarnos penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Este hecho desconcertó en un primer momento a las mujeres y a los mismos Apóstoles; pero más tarde entendieron su sentido: y aceptaron que la resurrección del Señor es un hecho real; es más: comprendieron su sentido de salvación a la luz de las Escrituras. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí; no porque hubiera sido robado, sino porque había resucitado. Aquel Cristo a quien habían seguido, vive, porque ha resucitado; en Él ha triunfado la vida sobre la muerte, el bien sobre el mal, el amor de Dios sobre el odio del mundo. En Cristo Resucitado se anticipa el “Día del Señor”, en el que los mejores israelitas esperaban la resurrección de los muertos. Cristo es el vencedor del pecado y de la muerte.
No nos encontramos ante una reacción psicológica de María Magdalena y de los Apóstoles, que, por su intensidad, aún perdurara en la Iglesia. Verdaderamente Jesús, que había muerto y fue enterrado, vive. No se trata de que su memoria o su espíritu permanezcan entre nosotros, sino de que la tumba está vacía, porque ha resucitado y su carne ha sido glorificada. El que murió bajo Poncio Pilato, éste y no otro, es el Señor resucitado de entre los muertos, Jesús vive ya glorioso y para siempre. Por eso Jesús se aparece a sus discípulos.
¡Cristo ha resucitado! Para aceptarlo es necesaria le fe, es necesario el encuentro personal con el Resucitado, y hay que admitir la posibilidad de la acción omnipotente de Dios y dejarse sorprender por ella. Como en el caso de los discípulos, la Pascua pide de nosotros un acto de fe, basado en el sepulcro vacío y en el testimonio de los Apóstoles. También nosotros podemos encontramos con él, porque está vivo y sale nuestro encuentro.
La resurrección de Jesús, no tuvo otro testigo que el silencio de la noche pascual. Ninguno de los evangelistas describe el paso de la muerte a la vida de Jesús, sino solamente lo que pasó después. El hecho mismo de la resurrección no fue visto por nadie, ni pudo serlo. La resurrección fue un acontecimiento que sobrepasa las nuestras categorías y las dimensiones del tiempo y del espacio. No se puede constatar por los sentidos de nuestro cuerpo mortal, ya que no fue un simple levantarse de la tumba para seguir viviendo como antes. No. La resurrección es el paso a otra forma de vida, a la Vida gloriosa.
Nuestra fe se basa en el testimonio unánime y veraz de aquellos que lo pudieron ver, que trataron con él, que comieron y bebieron con él en los cuarenta días que permaneció resucitado en la tierra, y que, como Tomás, incluso lo pudieron palpar con su manos. Entre otros tenemos el testimonio de Pedro, que hemos proclamado en la primera lectura: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que Él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección” (Hech 10,39-41).
La resurrección de Jesús es tan importante que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la resurrección. Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. A los testigos se les cree, según la confianza que merecen, según el índice de credibilidad que se les reconoce. Los Apóstoles confiesan y proclaman que el Señor ha resucitado y se les manifestado con numerosas pruebas; y no sólo esto: muchos de ellos hombres padecieron persecución y murieron testificando esta verdad. ¿Hay mayor credibilidad para un testigo que está dispuesto a entregar su vida para mantener su testimonio?
¡Cristo ha resucitado! Y lo ha hecho por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. En palabras de Benedicto XVI, la creación entera se ha visto sometida a una ‘mutación’ insospechada. Por esto en la Pascua, como nos recuerdan los Padres de la Iglesia, se alegran a la vez el cielo y la tierra; los ángeles, los hombres y la creación entera: porque todo está llamado a ser transfigurado, a ser liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte, y a compartir la gloria del Señor Resucitado. Si nuestra fe es sincera, nuestra alegría pascual tiene que ser profunda y contagiosa. Pascua nos pide amar la vida más que a nadie.
La vida gloriosa del Señor Resucitado es como un inagotable tesoro, del que ya participamos por nuestro bautismo, que nos ha insertado en el misterio pascual del Señor; un don que debe ser acogido y vivido personalmente ya desde ahora. Mediante el bautismo, su presencia se ha compenetrado con nuestro ser y nos da la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses nos lo recuerda: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios…” (Col 3,1).
Al confesar la resurrección del Señor, nuestro corazón se ensancha y comprende mejor todo lo que puede esperar. Buscando los bienes de allá arriba, aprendemos a tratar mejor la creación y a poner amor y vida en nuestra relación con los demás. La resurrección del Señor nos coloca ante lo más grande y por eso toda nuestra existencia cobra una nueva densidad. La resurrección del Señor explica toda la transformación personal, social y cultural que sucedió a la predicación del Evangelio.
Jesús está vivo y actúa; pero, además, como dice el Apóstol, nuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Ya no nos amenaza la muerte ni necesitamos buscar falsas seguridades por el temor a morir, porque sabemos que la muerte ya no tiene la última palabra. Al mismo tiempo percibimos que podemos vivir de una manera nueva, porque nuestra existencia no está obligada a vivir bajo las reglas del pecado. Jesús nos ha liberado y, resucitado, camina junto a nosotros haciendo que sea posible vivir de un modo distinto, que como Él pasemos haciendo el bien. Todos los signos de alegría y de fiesta de este Día, en que actúo el Señor, son signo también de la caridad que ha de inundar nuestros corazones. Jesús victorioso nos comunica su vida para que podamos seguir su camino. El nos hace posible la entrega generosa y desinteresada, el verdadero amor en el matrimonio y en la familia, la amistad desinteresada y benevolente, el trabajo justo, porque la ley de la muerte ya no es la decisiva.
Hoy resplandece la vida: la del Resucitado y la nuestra, que se ilumina con su presencia. En la resurrección de Jesús todas las inquietudes del corazón tienen una respuesta. Porque la tumba está vacía el mundo no es absurdo. Ni las injusticias, ni el pecado, ni el mal, ni la muerte, ni la prepotencia de los poderosos de este mundo tendrán la última palabra, porque el Señor ha resucitado. Él está vivo y podemos encontrarnos con Él. Ahí está todo el sentido de nuestra vida y la posibilidad de llevarla a su plenitud en el amor. Alegrémonos en este día que disipa todas las tinieblas y dudas, y hace crecer en nosotros la esperanza.
Los Apóstoles fueron, ante todo, testigos de la resurrección del Señor Jesús. Aquel mismo testimonio, que, como un fuego, ha ido dando calor a las almas de los creyentes, llega hoy hasta nosotros. Acojamos y transmitamos este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir de palabra y por el testimonio de las buenas obras esta Buena Noticia de Dios para humanidad: En Cristo, la Vida ha vencido a la muerte, el bien al pecado, el amor al egoísmo, la luz a la oscuridad, el sentido de la historia y del cosmos al sinsentido del nihilismo, la esperanza a toda desesperanza.
Celebremos, hermanos, a Cristo resucitado. Celebremos la Pascua y reavivemos nuestro propio Bautismo; por él hemos sido transformados en nuevas Criaturas. Nuestra alegría será verdadera si nos encontramos en verdad con el Resucitado en lo más profundo de nuestra persona, en ese reducto que nadie ni nada puede llenar; si nos dejamos llenar de su vida y amor: esa vida y ese amor de Dios que generan vida y amor entre los hombres. El encuentro personal con el Resucitado teñirá toda nuestra vida, nuestra relación con los demás y con toda la creación.
Ofrezcamos a todos la alegría de nuestro encuentro con el Resucitado con la misma sencillez y convicción que los primeros discípulos. Proclamemos a Cristo resucitado e invitemos a la Pascua de la Resurrección a todos los hombres y mujeres que están en la lucha y en los afanes de la vida. Proclamemos y vivamos la Vida nueva del Resucitado allá donde los hombres y mujeres son heridos mortalmente en su intimidad, en su dignidad, en su vida y en su verdad.
La Pascua nos llama a ser promotores de la Vida y de la Paz, del Amor y de la Verdad. ¡Feliz Pascua a todos! ¡Cristo nuestra Pascua ha resucitado¡ ¡Aleluya!
+ Casimiro Lopez Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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