Fiesta de María, la Mare de Déu del Lledó
Basílica de Lledó, 2 de mayo de 2010
V Domingo de Pascua
(Hech 14, 21b-27; Sal 144; Ap 21, 1-5ª; Jn 13, 31-33.a.34-35)
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Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Os saludo de corazón a cuantos habéis secundado la llamada del Señor para honrar y venerar a su madre y madre nuestra, la Mare de Déu del Lledó. Saludo al Sr. Prior de esta singular Basílica, que nos acoge esta mañana; al Sr. Prior, al Presidente, Directiva y Hermanos de la Real Cofradía de la Mare de Dèu del Lledó, a la Sra. Presidenta y Camareras de la Virgen, a los Sres. Regidor y a los Clavario y Perot de este año. Expreso mi saludo y respeto a las autoridades, en especial, al Ilmo. Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Castellón, en este día en que celebramos a la patrona de la Ciudad. Mi saludo cordial también a mis Vicarios General y Episcopal de Pastoral y a todos mis hermanos sacerdotes concelebrantes; así como a cuantos, recordando nuestra condición de peregrinos en la vida, habéis venido hasta Lidón, para participar en esta solemne celebración eucarística y a cuantos desde sus casas están unidos a nosotros por la tv.
Un año más, en el primer Domingo de Mayo, el Señor nos reúne en este Santuario para honrar a nuestra Madre y Señora, la Patrona de Castellón. Y antes de nada, con las palabras del salmista alabamos a Dios diciendo: “Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey” (Sal 144), porque nos has dado a la Mare de Déu del Lledó, por Madre y Señora, por Patrona y Reina de Castellón. Como hemos proclamado en la segunda lectura, la Mare de Déu es ante todo “morada de Dios para los hombres”: a través de ella y en ella, Dios ha acampado entre nosotros; gracias a ella quienes formamos esta Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón somos pueblo de Dios: Dios está con nosotros y entre nosotros; y gracias a nuestra profunda devoción a la Mare de Deu, Dios es y seguirá siendo nuestro Dios (cf. Ap 21,4).
María es presencia de Dios y de su amor en nuestras vidas, en nuestra Ciudad y en nuestros hogares: porque ella nos ha dado al Hijo de Dios, al Mesías y Salvador. Hoy nos acogemos de nuevo a su especial protección de Madre: a sus pies podemos acallar nuestras penas, en su regazo encontramos consuelo maternal, y bajo su protección y tras sus huellas encontramos el aliento necesario para caminar fieles en la fe, firmes en la esperanza y activos en la caridad.
María nos lleva siempre al encuentro con su Hijo y su Palabra para que se afiance nuestra fe y se renueve nuestra vida cristiana. Si honramos a María con amor sincero acogeremos de sus manos al Hijo de Dios para encontrarnos con El, conocerle, amarle, imitarle y seguirle con una adhesión personal en estrecha unión con nuestros Pastores. Como Pablo y Bernabé lo hicieron con aquellos primeros cristianos, también María nos anima y exhorta a la perseverancia en la fe en su Hijo (cf. Hech 14, 22).
De manos de María, acogemos el evangelio, que hoy nos recuerda el mandamiento nuevo de Jesús. En el umbral de su pasión, Jesús dice a a sus discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 33, 34). Hoy hablamos mucho de amor, pero la mayoría de las veces su significado está muy lejos de lo que Jesús enseña sobre el amor y nos muestra entregando su vida; muy lejos también del amor que nos pide a sus discípulos. Con sus palabras y con su vida, y, más concretamente con su pasión y muerte, Jesús nos muestra la verdadera naturaleza del amor cristiano. El Papa Benedicto XVI ha escrito: “Es (allí,) en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar”.
Jesús ama entregando su vida: amor a Dios y amor a los hombres hasta el final, hasta el extremo. En un amor obediente y generoso, un amor bienhechor y desprendido, un amor universal, sacrificado y misericordioso. Incluso a los enemigos. Y, sobre todo, a los más pobres. Por ello, el amor cristiano será amar hasta entregar la vida, enterrarla generosa y anónimamente entre las piedras que construyen los cimientos de la Jerusalén nueva, la nueva sociedad, el mundo nuevo, el Reino de Dios. Y se trata de dar la vida radicalmente, con el mismo estilo con que Jesús lo hizo, incluso a los enemigos. Porque si amamos sólo a los que nos aman, si saludamos sólo a los que nos saludan, si damos sólo a los que nos devuelven.., ¿qué haríamos de más, qué novedad y qué señal aportaríamos los cristianos?
Juan resume el evangelio en el amor. El amor es el mandato nuevo. Es nuevo porque introduce una gran novedad, que será la señal de los cristianos. La “identidad cristiana” está en el amor, un amor nuevo que hace nuevas todas las cosas. El amor es la nueva ley del Reino de Dios, del nuevo mundo que Jesús inicia y quiere lograr. No se trata de escaparse a un mundo de sentimientos intimistas. Se trata de transformar radicalmente nuestro mundo. Dios es amor, que nos ama y nos llama al amor. Tenemos un Padre, nosotros somos sus hijos y, por tanto, hemos de vivir como hermanos. Jesús pide de sus discípulos un nuevo tipo de relación humana, basada en la justicia, en el amor y en la verdad, y no en el odio y la venganza, en la explotación y en la insolidaridad, en la mentira y en la falsa apariencia.
La tarea de transformar el mundo por el amor es lo central de nuestra misión cristiana. Ser cristiano es transformar el mundo por el amor, hacer un mundo nuevo. A través de nuestra vida comprometida es como Dios sigue diciendo hoy: “Yo hago nuevas todas las cosas”, en todas las esferas de la vida: personal, social, económica, laboral, política, familiar, nacional o internacional. A nosotros nos está encomendado hacer creíble a Dios en nuestro mundo, manifestar su gloria.
Amar no es una tarea fácil. Es preciso hacerse violencia, dominar los poderes del pecado en nosotros, el ansia de poder, de dominio y de egoísmo. El Reino de Dios sufre violencia, y sólo los que se hacen violencia entrarán en él. Muchas tribulaciones hay que pasar también para conseguir el Reino de Dios. Anunciar y construir el mundo nuevo del Reino de Dios no puede hacerse sin denunciar el mundo viejo, el reino de un mundo sin Dios, el reino del pecado, el reino del egoísmo, el reino del odio, el reino de la cultura de la muerte. Y los poderes del pecado se defienden, se revuelven contra Dios y su Reino. Y surge la persecución, la calumnia, las campañas de desprestigio cuando se intenta construir y extender el Reino de Dios. Hoy también, como Pablo y Bernabé entonces, tantos y tantos misioneros y cristianos en los países más dispares del ancho mundo sufren tribulación, persecución y muerte por el Reino de Dios. Las noticias sobre la Iglesia, las noticias sobre el santo Padre nos dan últimamente también noticias semejantes. A esto podríamos añadir nuestro capítulo personal cuando hacemos en privado o en público profesión de nuestra fe cristiana, cuando de palabra o por obra manifestamos que somos cristianos.
Ante ello, Juan ve proféticamente en su Apocalipsis ya hecho realidad el futuro prometido, el Reino de Dios ya consumado: la morada de Dios con los hombres donde ya no habrá dolor, ni lágrimas, ni injusticia, ni insolidaridad, ni explotación, ni muerte… El viejo mundo pasará y el Reino de Dios triunfará. Es la profesión de esperanza, que traspasa la dificultad, las tribulaciones, la cruz. Creemos en el triunfo de Dios y, con él, en el triunfo de la humanidad según Dios.
Pero la nueva Jerusalén viene de lo alto. No viene sólo por nuestros esfuerzos. No la lograríamos si no nos fuese dada. Es don gratuito y generoso por parte de Dios. Hemos de facilitar a Dios el hacer nuevas todas las cosas, comprometiéndonos nosotros en renovar cada uno la pequeña parcela del mismo que nos ha sido encomendada, haciéndola nueva por el amor.
Ese amor es y ha de ser también la medida de la vida de nuestra Iglesia en este mundo. La primera lectura nos habla de la fuerza misionera de los primeros cristianos. Hay que anunciar a Jesucristo a todos los hombres. Ése es el deseo de Dios que, con su gracia, abre a los gentiles la puerta de la fe. Sólo el amor a Dios y a los hombres justifica el afán de aquellos primeros cristianos y de los misioneros de todos los tiempos. Con el anuncio de la fe y la conversión de los pueblos crece la Iglesia, que es y debe ser el lugar donde vivimos el amor de Dios y a los hermanos. En ella se derrama la gracia de Dios hacia su amada, que nos salva de nuestros pecados. En ella, también nos hacemos capaces de amar a Dios y aprendemos a amar a los demás.
El amor, que se nos da como gracia y como mandamiento, es el que permite perseverar en la fe. La glorificación de la que habla Jesús refiriéndose a su pasión se revive también, de alguna manera, en la Iglesia. Buscar la gloria de Dios es amarle por encima de todo: La gloria que Dios nos dará es estar junto a él para siempre.
María es la predilecta del amor de Dios, elegida por puro amor divino para ser la Madre del Salvador, supo responder a este amor de Dios con su amor entregado, con un ejercicio activo y constante de caridad. Ella entrega su persona totalmente a Dios. El mérito de María es saber responder con amor entregado y fiel a los dones recibidos de Dios. “He aquí la Esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra”. La voluntad divina, a veces oscura y misteriosa, la encuentra siempre pronta para una perfecta adhesión. El fiat pronunciado en la Anunciación es la actitud constante de su corazón consagrado del todo al Amor.
La caridad a Dios, de que María estaba llena, la llevaba a darse a Cristo y a los hombres. El mismo amor que la une al Hijo le impulsa a amar a los hermanos. Esta es la característica del verdadero amor de Dios: quien lo posee, se abre para que el amor de Dios pueda llegar a los otros. Por amor se pone María de camino para visitar a su prima Isabel; el amor le lleva a percibir y atender con prontitud la necesidad de los novios de Caná. Por amor se entrega como madre de los discípulos y de la Iglesia al pie de la cruz.
Maria, hermanos, nos enseña a creer en nuestra vocación cristiana, en nuestra llamada a participar de la vida más plena: la vida misma de Dios en el amor. María nos enseña a acoger con fe el don de Dios y a seguir creyendo, incluso en los momentos de oscuridad, en la dificultad, en nuestros miedos. Dios es fiel a su palabra: nos podemos fiar de él. La Santísima Virgen María fue dichosa por haber creído.
Con Ella nos hemos de sentir dichosos por nuestra fe cristiana. ¡Qué dicha tan grande la de la fe cristiana! ¡Qué don tan grande formar parte de la Iglesia! ¿Qué sería de nosotros, qué sería de nuestro pueblo sin la fe cristiana? ¿Qué sería de nosotros sin la Mare de Déu? No sabemos bien lo que tenemos con la fe cristiana: fuente de civilización y cultura, fuente de vida y de progreso. Seríamos, con toda certeza, otra cosa sin la fe cristiana; seríamos otra cosa sin la Mare de Déu. ¡Cómo lleva Castellón en su corazón el amor a María, la Mare de Déu del Lledó!. A pesar de la secularización reinante y del laicismo anticristiano, la fe cristiana sigue viva en la mayoría del noble pueblo de Castellón. Gracias a la Mare de Déu existe vivo un profundo sentido religioso en nuestro pueblo: alimentemos y trasmitamos la devoción a la Virgen. Acudamos a Ella porque la Mare de Déu brilla en nuestro camino, como signo de consuelo, como modelo de nuestra fe, como aliento de esperanza y como motor de nuestro amor. Ella es la Madre de Jesús, y todo su gozo, gozo de madre, está en que perseveremos en la fe en su Hijo. Cuando le cantamos o le rezamos la popular Salve le pedimos que nos muestre a Jesús, el fruto de su vientre: porque sólo en Él esta nuestra dicha, está la salvación.
Al celebrar el 50º Aniversario de su configuración actual, nuestra Iglesia diocesana de Segorbe-Castellón y cuantos la formamos estamos llamados a anunciar con renovado ardor a Jesucristo: para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, para convierta los corazones y para renueve las estructuras de nuestra sociedad. Estamos llamados a anunciar y trabajar por el Reino de Cristo, “Reino de la verdad y de la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y de la paz”.
¡Que la participación en esta Eucaristía sirva, hermanos, a nuestra renovación personal y comunitaria en la fe, en la esperanza y en la caridad!. Pido a la Mare de Déu que nos enseñe y ayude a acoger a Dios y a Cristo Jesús. Acudamos, pues, a la Virgen para que abra nuestros corazones a Dios, a Cristo y al Evangelio. A Ella nos encomendamos y le rezamos: Ayúdanos a mantenernos perseverantes en la fe, firmes en la esperanza y fuertes en el amor. Ayúdanos a ser pacientes y humildes, pero también libres y valientes, como lo fuiste tú. ¡Protégenos y protege nuestra Ciudad! ¡Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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