Clausura del Año Mariano de Ntra. Sª de la Esperanza, Patrona de Onda
Onda, Iglesia parroquial de La Asunción de Nuestra Señora,
19 de diciembre de 2009
IV Domingo de Adviento
(Is 7,10-14; Sal 23; Rom 1,1-7; Mt 1,18-24)
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¡Muy amados todos en el Señor Jesús!
El IV Domingo del Adviento del pasado año abríamos el Año Mariano dedicado a Nuestra Señora de la Esperanza”, Patrona de esta muy querida Villa de Onda. También en el IV Domingo de Adviento, Domingo mariano por excelencia, el Señor nos convoca para su clausura.
Os saludo de todo corazón a cuantos habéis secundado la llamada de la Madre para la acción de gracias en esta Solemne Eucaristía. Saludo de corazón a los Sres. Párrocos de La Asunción de Nuestra Señora, de la Virgen del Carmen, de San Bartolomé y de Artesa, a los Vicarios parroquiales, a los Padres Carmelistas Descalzos, y a todos mis hermanos sacerdotes concelebrantes. Mi saludo lleno de cordial afecto y mi gratitud a los componentes de la Comisión Interparroquial para el Año Mariano así como a los representantes de Cofradías y Asociaciones de la Villa, a las Hermanas de la Consolación y a las Hijas de la Caridad. Saludo también con respeto y agradecimiento al Ilmo. Sr. Alcalde y Miembros de la Corporación Municipal de Onda así como al Consejo Rector de Caja Rural de Onda. Sed bienvenidos todos cuantos habéis venido hasta esta iglesia de Asunción, para la clausura de Año Mariano. Saludo también de corazón a los que nos seguís desde vuestras casas a través de los Medios de Comunicación.
A lo largo de este año Mariano habéis mostrado vuestro gran amor y vuestro cariño filial hacia la Madre y Patrona de Onda, la Virgen de la Esperanza. Sé de vuestra participación masiva y fervorosa en los actos que han jalonado este Año Mariano. Al contemplar a la Virgen de la Esperanza en medio de vosotros la habéis rezado y suplicado, la habéis honrado y la habéis cantado “bendita entre todas la mujeres” por ser la Madre del Hijo de Dios, nuestra única esperanza.
Nuestra alegría se hace esta mañana oración de alabanza y de acción de gracias. Sí: De manos de María, Madre de Dios y Madre nuestra, nuestra mirada se dirige a Dios. Con María le cantamos: ‘Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. … porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí’ (Lc 1, 46-47, 49). Sin El, sin su permanente presencia amorosa nada hubiera sido posible. Al Dios, Uno y Trino, fuente y origen de todo bien, alabamos y damos gracias. Él nos ha concedido la gracia de vivir y celebrar este Año mariano; gracias damos a Dios y a la Virgen de la Esperanza, medidora de toda gracia, por todas las obras grandes que, a través de María, Dios ha hecho en todos vosotros. Quizá no lo percibáis, pero este Año dejará sus frutos sin duda alguna: frutos de mayor devoción mariana, frutos de conversión a Dios, a su Hijo y al Evangelio, frutos de fortalecimiento de vuestra fe y vida cristiana, y frutos de renovación de vuestras parroquias, familias, comunidades, asociaciones y grupos.
Sí, hermanos: Estoy seguro que María os ayudado a volver la mirada y a acoger más y mejor a Dios en vuestras vidas –personal, familiar, comunitaria y social. Ella, como nos anuncia hoy Isaías (cf. Is 7,10-14), es la señal que Dios envió a su pueblo que estaba tentado de alejarse de él y poner su confianza en las poderes de este mundo; ella es la virgen que concibió y dio a luz un hijo, que es el Hijo de Dios, el Enmanuel, el Dios-con-nosotros, nuestra única esperanza. Cristo Jesús, el Hijo de Dios, es el Salvador, que con su encarnación en el seno virginal de María, y con su muerte y resurrección ya ha traído la plenitud de la vida en Dios a los hombres. El es nuestra esperanza: una esperanza gozosa y segura.
Como el Papa Benedicto XVI nos acaba de decir: No dejemos de mirar a Dios, al Dios que nos muestra María, al Dios que nos da María, al Dios que de sus manos habéis tenido la ocasión de experimentar en este Año Mariano. El drama del ser humano, nuestra tentación permanente, es querer desalojar a Dios de nuestra existencia personal, de la educación de nuestros niños y jóvenes, del amor matrimonial, de la vida familiar, de la vida nuestra Villa. María nos muestra “que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre. Como Santa Teresa de Jesús escribió: ‘Sólo Dios basta’”. (Homilía en Santiago de Compostela, 6.11.2010)
Es una tragedia para el ser humano pensar que Dios sea el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad. Así se ensombrece la verdadera fe bíblica en Dios, que envió al mundo a su Hijo Jesucristo, a fin de que nadie perezca, sino que todos tengan vida eterna (cf. Jn 3,16). La mayor prueba de este amor de Dios es su Hijo entregado por amor hasta la muerte. Con su nacimiento, muerte y resurrección, Jesús ha iniciado el mundo nuevo, la vida nueva del hombre en Dios; en Cristo, Dios ha realizado su promesa y las esperanzas humanas de una manera sorprendente e inesperada.
De manos María mantened viva la fe en el Salvador, nuestra esperanza. De manos de la Virgen de la Esperanza, como vuestros antepasados habéis avivado y fortalecido vuestra fe en el Salvador, Cristo Jesús. Seguid contemplando a María y como ella mantened viva vuestra fe en Dios. Todo el ser de María, toda su persona y toda su vida nos muestran y llevan nuestra mirada a Dios. Con sus palabras de respuesta al Ángel, “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), María nos dice que Dios es lo único necesario, que sólo Él basta. Antes de nada y más allá de nuestros deseos y esperanzas, hemos de reconocer que Dios es Dios; si queremos ser libres y felices, hemos de dar espacio a Dios en nuestra existencia, hemos de dejar a Dios ser Dios en nuestra vida.
El Año mariano concluye. Pero ¿cómo continuar lo vivido en este Año para afrontar el futuro con confianza y esperanza? Como María sólo lo podemos hacer desde Dios con una fe viva, con una esperanza firme y con una caridad ardiente. Sabemos que Dios se ha hecho Enmanuel, Dios-con-nosotros. Creemos que el Señor Jesús ha resucitado, y que está por la fuerza de su Espíritu siempre en medio de vosotros, que Él guía nuestros pasos por el camino de la paz, que Él conduce a los creyentes y a su Iglesia, a vuestras familias y vuestras comunidades parroquiales para sean vivas y evangelizadoras hacia adentro y en la ciudad.
Cierto que, como ya nos dijera el Papa Juan Pablo II, la situación no es fácil para mantenerse firmes en la fe y seguir evangelizando. Entre nosotros, decía el Papa “no faltan ciertamente símbolos prestigiosos de la presencia cristiana, pero éstos, con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en mero vestigio del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontadas” (Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, 7).
No duda cabe que la sociedad ha cambiado y la cultura religiosa también. Decae la práctica religiosa y muchos católicos, especialmente de los más jóvenes, se alejan de la Iglesia. Muchos se han vuelto indiferentes y viven como si Dios no existiera. Padecemos una verdadera crisis de vocaciones en general, y al sacerdocio en particular. Se hace cada día más difícil la transmisión de la fe a los niños y jóvenes. Aunque muchos niños aún, a Dios gracias, son bautizados, vienen a las catequesis o se apuntan a la clase de religión, sin embargo, en un mundo cerrado a Dios, a su Palabra y a sus mandamientos, se les hace enormemente difícil acoger a Dios en su existencia, creer en Jesucristo, aceptar el Evangelio como norma de vida, crecer y mantenerse unidos a la fe y vida de la Iglesia, participar en la Eucaristía dominical, seguir la moral que la Iglesia nos propone. También el matrimonio y la familias sufren una fuerte crisis: los mismos católicos nos vamos haciendo indiferentes ante la convivencia de hombres y mujeres fuera del matrimonio, o ante las cada vez más frecuentes rupturas matrimoniales, ante la escasa disponibilidad de acoger una nueva vida como don de Dios, ante el aborto y su extensión entre nosotros. La familia va dejando de ser el ámbito donde se viva y transmita la fe cristiana. Tenemos muchas tradiciones religiosas, pero cada vez es menor su incidencia real en nuestra vida personal, familiar y comunitaria. Nuestras comunidades van perdiendo miembros que participen en su vida y en su misión.
Ante todo ello y ante nuestros miedos e inoperancias, hoy resuenan de nuevo las palabras de San Pablo en la segunda lectura: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios … (que se) refiere a su Hijo, nacido según la carne, de la estirpe de David… Por él hemos recibido este don y esta misión: hacer que todos los gentiles respondan a la fe” (Rom1, 1-7). Quien como Pablo se ha encontrado con Cristo, ha recibido también el don la misión de anunciarlo a todas las gentes. Un don y una misión que corresponde a todos, pero en especial a vuestras comunidades parroquiales, en las que debéis cultivar vuestra fe y vuestra vida cristiana.
Vuestras comunidades parroquiales están formadas por piedras vivas, que sois los fieles cristianos, y su piedra angular es Cristo. Vuestras comunidades están llamadas a ser en los barrios signo de la presencia de Dios, lugares donde se actualice la alianza de Dios con su pueblo, ámbitos donde Dios sale al encuentro de los hombres, para comunicarles su vida de amor que genera lazos de comunión fraternas. En las parroquias Dios actúa especialmente a través la Palabra de Dios, los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y la caridad
La Palabra de Dios, proclamada y explicada con fidelidad a la fe de la Iglesia y acogida con fe y con corazón bien dispuesto, os llevará al encuentro gozoso con el Señor en la oración personal y comunitaria. La Palabra de Dios es luz, que ilumina el camino de nuestra existencia, que fortalece, consuela y une. La proclamación y explicación de la Palabra en la fe de la Iglesia, la catequesis y la formación que se imparte en los distintos grupos no sólo deben conducir a conocer más y mejor a Cristo y su Evangelio así como las verdades de la fe y de la moral cristianas: esto es algo muy necesario y urgente. Pero la escucha de la Palabra nos ha de llevar y ayudar, antes de nada, a la adhesión personal a Cristo y a su seguimiento gozoso en el seno de la comunidad eclesial.
Seguir a Jesucristo nos impulsa a vivir unidos en su persona y su mensaje evangélico en la tradición viva de la Iglesia bajo la guía de los pastores, en comunión afectiva y efectiva con ellos. La Palabra de Dios, además de ser escuchada y acogida con docilidad, ha de ser puesta en práctica (cf. Sant 1, 21-ss). Ella hace posible, por la acción de Dios, hombres nuevos con valentía y entrega generosa.
En las comunidades parroquiales, Dios se nos da también a través de los Sacramentos. Al celebrar y recibir los sacramentos participamos de la vida de Dios; por los Sacramentos se alimenta y reaviva nuestra existencia cristiana, personal y comunitaria; por los Sacramentos se crea, se acrecienta y se fortalece la comunión con la parroquia, con la Iglesia diocesana y con la Iglesia Universal.
Entre los sacramentos destaca la Eucaristía. Es preciso recordar una y otra vez que la Eucaristía es el centro y el corazón de todo cristiano, de toda familia cristiana, de comunidad eclesial. Hemos de vivir centrados en la Eucaristía. Sin la participación en la Eucaristía es muy difícil permanecer fiel en la vida cristiana y en la misión. Como un peregrino en la vida, todo cristiano necesita el alimento de la Eucaristía. El domingo es el momento más hermoso para venir, en familia, a celebrar la Eucaristía unidos en el Señor con la comunidad parroquial. Los frutos serán muy abundantes: de paz y de unión familiar, de alegría y de fortaleza en la fe, de comunidad viva y evangelizadora.
La participación sincera, activa y fructuosa en la Eucaristía nos lleva necesariamente a vivir la fraternidad, a practicar la caridad personal y comunitariamente. Los pobres y los enfermos, los marginados y los desfavorecidos han de tener un lugar privilegiado en cada Parroquia. A ellos se ha de atender con gestos que demuestren, por parte de la comunidad parroquial, la fe y el amor en Cristo.
El Sacramento de la Penitencia, por su parte, será aliento y esperanza en vuestra experiencia cristiana. La humildad y la fe van muy unidas. Sólo cuando sabemos ponernos de rodillas ante Dios por el sacramento de la confesión y reconocemos nuestras debilidades y pecados podemos decir que estamos en sintonía con el Padre «rico en misericordia’ (Ef 2,4). En el sacramento de la Penitencia se recupera y se fortalece nuestra comunión con Dios y con la comunidad eclesial; la experiencia del perdón de Dios, fruto de su amor misericordioso, nos da fuerza para la misión, nos empuja a ser testigos de su amor, testigos del perdón.
La vida cristiana, personal y comunitaria, se debilita cuando estos dos sacramentos decaen. Y en nuestra época si queréis ser evangelizadores auténticos no podéis anunciar a Jesucristo sin la experiencia profunda de estos dos sacramentos. Un creyente que no se confiesa con cierta frecuencia y no participa en la Misa dominical, en pocos años se aparta de Cristo y con el tiempo se convierte en un cristiano amorfo. Su fe se ha esfumado, no tiene consistencia.
Miremos a María, Nuestra. Señora de la Esperanza. Sólo unos días nos separan de la santa Navidad. Celebremos y contemplemos el gran misterio del Amor de Dios, que nunca termina de sorprendernos. Dios se hace Enmanuel, Dios-con-nosotros- para que todos los hombres nos convirtamos en hijos de Dios. Durante el Adviento, del corazón de la Iglesia se ha elevado una súplica: “Ven, Señor, a visitarnos con tu paz; tu presencia nos llenará de alegría”. La misión evangelizadora de la Iglesia es la respuesta al grito “¡Ven, Señor Jesús!»: una súplica que atraviesa toda la historia de la salvación y que sigue brotando de los labios de los creyentes. «¡Ven, Señor, a transformar nuestros corazones, para que los hombres creamos en ti, te recibamos en nuestros corazones y en nuestras casas, y en el mundo se difundan la justicia y la paz!”. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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