125 Aniversario de la Adoración Nocturna Española en Castellón
VIGILIA DE APERTURA DEL 125 ANIVERSARIO DE LA SECCIÓN DE A.N.E. DE CASTELLÓN
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Iglesia de la Sagrada Familia, Castellón 25 de abril de 2009
Sed bienvenidos, queridos hermanos, venidos de cerca y de lejos a esta Vigilia Eucarística, para conmemorar el 125º Aniversario de la fundación de la Sección de A.N.E. de Castellón. El Señor Resucitado sale a nuestro encuentro y nos reúne en esta Vigilia en torno a la mesa de su Palabra y de su Eucaristía; Él mismo nos hermana a todos y nos une en un mismo ideal: el de la Adoración Nocturna a Cristo Sacramentado.
Hoy queremos alabar, dar gloria y gracias a Cristo Jesús por el don de la Eucaristía, memorial de su pasión, muerte y resurrección, alimento sacramental de su Iglesia, sacramento de su presencia real y permanente entre nosotros. A Dios damos gracias por estos 125 años de vida y andadura de la A.N.E.-Castellón, desde aquella primera Vigilia celebrada el 5 de abril de 1884, en la Iglesia de San Miguel, presidida por el vicario, D. Manuel Eixarde; gracias damos a Dios por su fundador diocesano, el Beato Domingo Sol, y por tantos y tantos hermanos adoradores que a lo largo de estos años y hoy, hicieron y hacen de la adoración nocturna a Cristo Sacramentado el lema de su vida.
El Evangelio de este tercer Domingo de Pascua vuelve a situarnos en el Cenáculo, donde Jesús instituyó la Eucaristía. Allí los discípulos de Meaux, cuentan a los Once y al resto de los discípulos “lo que les había pasado por el camino y como había reconocido a Jesús al partir el pan” (Lc 24, 35). Como entonces también hoy, la reunión dominical, la Eucaristía, es el momento privilegiado para encontrarnos con el Señor resucitado, para reconocerlo al partir el pan. Esta Vigilia nos invita a entrar de nuevo en el corazón del misterio de la Eucaristía: Jesús resucitado se hace sacramental, pero realmente presente entre nosotros y nos dice ‘paz a vosotros’.
Sí, hermanos, Jesús ha resucitado verdaderamente, se hace y está presente realmente en la Eucaristía. Es éste un misterio que nos puede soprender y quizá hacer pensar que es una imaginación, una invención, un fantasma. Pero no: desde aquella última Cena en el Cenáculo sabemos que las palabras mismas de Cristo pronunciadas por aquellos a quienes Él encargó producen ese intercambio maravilloso que hacen que el pan sea su Cuerpo entregado por nosotros y que el vino sea su sangre derramada para el perdón de los pecados. En verdad: la Eucaristía es un misterio que hemos de creer, celebrar, adorar y vivir, como nos ha recordado Benedicto XVI (Exh. Postsinodal Sacramentum Charitatis).
La Eucaristía es el bien más precioso que tenemos los cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, el sacramento en que el Señor resucitado sale a nuestro encuentro y nos revela el amor infinito de Dios por cada hombre. Por esto, la Eucaristía es la fuente del amor y de esperanza para toda la humanidad y, de manera muy especial, para los más pobres y necesitados.
Sí, hermanos. Nos urge avivar nuestra fe en la Eucaristía, en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, y, en él, nuestra fe en Dios, Uno y Trino, el Dios que es amor. Nos urge apreciar y amar la Eucaristía y hacer ella el centro de nuestra existencia personal, familiar y eclesial: de cada comunidad parroquial y de nuestra misma Iglesia Diocesana. “En la Eucaristía, Jesús no da ‘algo’, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros” (Benedicto XVI, 7).
Jesús es el Pan de vida, que el Padre eterno nos da a los hombres. En la Eucaristía nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento. En el don eucarístico, Jesucristo nos comunica la misma vida divina. Se trata de un don absolutamente gratuito, que se debe sólo a las promesas de Dios, cumplidas más allá de toda medida.
Si creemos de verdad en la Eucaristía, esta fe nos llevará a su celebración frecuente, a una participación activa, plena y fructuosa, para lo que debemos estar debidamente dispuestos. La Eucaristía es principio de vida para el cristiano. ¡Cuánto necesitamos los cristianos de hoy valorar el don maravilloso de la Eucaristía y recuperar la participación en la Eucaristía dominical! ¡Cómo lo entendieron aquellos cristianos de Bitinia, que, pese a la prohibición de reunirse para la Eucaristía bajo pena de muerte, fueron sorprendidos por los emisarios del emperador. “Sine Eucharistia esse non posssumus”, contestaron. Sí: Sin Eucaristía no podemos existir. “La vida de fe peligra cuando ya no se siente el deseo de participar en la Celebración eucarística, en que se hace memoria de la victoria pascual” (Benedicto XVI, 73).
Pero la Eucaristía no es sólo un misterio que hemos de creer y celebrar, sino que es un misterio que hemos de adorar y vivir. “El que come vivirá por mí” (Jn 6,57). La Eucaristía contiene en sí una fuerza tal que hace de ella principio de vida nueva en nosotros y forma de la existencia cristiana. El alimento eucarístico nos transforma; gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; el Señor nos atrae hacia sí.
Por ello, la Eucaristía ha de ir transformando toda nuestra vida en culto espiritual agradable a Dios. El nuevo culto cristiano abarca, transfigurándola, todos los aspectos de la vida, privada y pública, “Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). El cristiano está llamado a expresar en cada acto de su vida el verdadero culto a Dios. La vida cristiana se convierte en una existencia eucarística, ofrecida a Dios y entregada a los hermanos.
Al celebrar la Eucaristía y adorar a Cristo presente en ella se aviva en nosotros el amor y también la esperanza. Donde el ser humano experimenta el amor se abren puertas y caminos de esperanza. No es la ciencia, sino el amor lo que redime al hombre, nos ha recordado el Papa Benedicto XVI. Y porque el amor es lo que salva, salva tanto más cuanto más grande y fuerte es. No basta el amor frágil que nosotros podemos ofrecer. El hombre, todo hombre, necesita un amor absoluto e incondicionado para encontrar sentido a la vida y vivirla con esperanza. Y este amor es el amor de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Cristo y que tiene su máxima expresión sacramental en la Eucaristía.
Si se cree, se adora y se vive la Eucaristía como el gran sacramento del amor, esto se traduce necesariamente en gestos de amor y en obras de caridad que se convierten en signos de esperanza. Porque quien adora la Eucaristía conoce de verdad a Dios, y quien lo conoce guarda sus mandamientos. Y el mandamiento principal de los cristianos es el amor a Dios y al prójimo, indisolublemente unidos. Amor y caridad en la vida personal hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, de acogida de los emigrantes y sus familias, de compromiso por la dignidad de toda persona humana desde su concepción hasta su muerte natural; amor entre los esposos y hacia los hijos, que se convierte en compromiso con la transmisión de la fe y una educación integral que no margine a Dios; amor comprometido en la sociedad y en nuestra ciudad a favor del bien común, de la justicia y de la paz.
La Eucaristía es la manifestación más grande del amor de Dios a su pueblo. Si el amor se manifiesta con la cercanía, la Eucaristía, presencia real de Cristo, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”, nos lo está gritando. Los amores humanos son efímeros, acaban con el tiempo; sólo el de Dios permanece. Todos nos abandonarán, sólo Dios, en la Eucaristía, permanecerá junto a nosotros por los siglos. Por eso la Eucaristía debe ser lugar de encuentro, lugar donde el amor de Dios y nuestro amor se entrecruzan.
A Cristo, muerto y resucitado, presente en la Eucaristía, le mostramos nuestro amor en nuestra adoración. Ahí le contemplamos ‘tal cual es’, le alabamos, le damos gracias y dialogamos con él: escuchamos su cálida voz, nos dejamos interpelar por El y le hablamos como al Amigo, que no defrauda. La mayoría de los presentes habéis adquirido libremente el compromiso de pasar unas horas, durante una noche al mes, junto a Cristo Eucaristía. Comprendo que a veces se os haga costoso, porque hay que robar unas horas al sueño, hay que dejar a la familia y a los hijos, hay que dejar diversiones. Pero ¿no es más valioso el encuentro con El, el Amigo? Os animo a no bajar el listón porque “amor con amor se paga”. El amor de Dios desea ser correspondido con el nuestro. Dejad que El os hable, que El se os muestre, atended su Palabra, acoged sus caminos.
Os habéis comprometido a adorar al Señor por la noche, cuanto tantos aprovechan la oscuridad para alejarse de Dios, como si Dios estuviese sólo a la otra parte del velo de las tinieblas. Con la humildad del publicano del Evangelio y desechando la soberbia y jactancia del fariseo, reconociéndoos limitados y pecadores, orad por todos, que es el mejor vínculo de caridad que podéis establecer con los hombres.
Sed ante el Señor-Eucaristía la voz de los enfermos, de los encarcelados, de los agonizantes, de los que caen y no hacen nada por levantarse, de las familias destrozadas, de los marginados, de los jóvenes desorientados, de los consagrados que han perdido “el amor primero”.
Cada vez que participamos en la Eucaristía somos invitados a comer el Cuerpo de Cristo y a beber su Sangre, que son para nosotros ‘alimento del pueblo peregrino’, el pan que sostiene a cuantos peregrinamos en este mundo. El mismo Cristo lo anunció así: “Si no coméis mi sangre y no bebéis mi sangre no tenéis vida en Vosotros; el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54-55).
La adoración de Cristo Sacramentado debe conducir siempre a la comunión sacramental o, al menos, espiritual. Si Cristo, a través de la comunión, es el que vive en nosotros, démonos cuenta de las consecuencias que ello conlleva. Cristo en nosotros es el que debe seguir actuando. Como Él tendremos que hacer la voluntad de Dios, dar la vida por los demás, perdonar, acercarnos a los alejados, hacer el bien a manos llenas.
Adorar la Eucaristía, identificarnos con Cristo por la comunión, dejar que Cristo Eucaristía viva en nosotros nos acarreará, por fuerza, sinsabores, burlas, sonrisas despectivas. Pero el Señor nos ha dicho: “si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre del cielo” (Mt 10, 33).
Ante Jesús Sacramentado oramos en esta noche, hermanos, por todos vosotros, adoradores, y por la oración nocturna española, por su vitalidad y por la savia de nuevos y jóvenes adoradores. Pedimos también por los sacerdotes, por los religiosos y religiosas, por los monjes y monjas de clausura, por los consagrados en medio del mundo, por los seminaristas y por el aumento de vocaciones al sacerdocio. Oramos por los niños, los jóvenes y las familias, para que encuentren en Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida; por los gobernantes en su ardua tarea de contribuir a la construcción de la ‘civilización del amor’, basada en la justicia, la verdad y la paz.
La Virgen María, la Madre de Jesús, peregrina de la fe, signo de esperanza y del consuelo del pueblo peregrino, nos ha dado a Cristo, Pan verdadero. Que Ella nos ayude a descubrir la riqueza de este sacramento, a adorarlo con humildad de corazón y, recibiéndolo con frecuencia, a hacer presente a Cristo en medio del mundo con nuestras obras y palabras. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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