Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María Virgen
S.I. Catedral-Basílica de Segorbe, 8 de diciembre de 2009
(Gn 3. 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11.12; Lc 1, 26-28)
Amados hermanos todos en el Señor Jesús
Celebramos hoy una de las fiestas de la Virgen más bellas y arraigadas en nuestro pueblo español: la Inmaculada Concepción. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
María Inmaculada es el fruto primero y maravilloso de la redención realizada por Cristo. Entonemos un canto de alabanza a Dios, porque ha hecho maravillas en Maria y, a través de ella; en su Hijo, para toda la humanidad. Con el salmista cantemos “al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 97).
El misterio de la Inmaculada Concepción de María nos recuerda dos verdades fundamentales de nuestra fe: ante todo el pecado original y, después, la victoria de la gracia de Cristo sobre él, victoria que resplandece de modo sublime y anticipado en María santísima.
Hay muchos que se resisten a creer en el pecado original; lo consideran como una fábula, una creencia infantil, ya superada, propia de tiempos pasados e impropia del hombre ilustrado y moderno. Pero, por desgracia, “la existencia de lo que la Iglesia llama ‘pecado original’ es de una evidencia aplastante: basta mirar nuestro entorno y sobre todo dentro de nosotros mismos para descubrirla” (Benedicto XVI, Ángelus, 2008).
La experiencia del mal y la tendencia al mal es real y consistente; una experiencia que se impone por sí misma y suscita en nosotros la pregunta: ¿de dónde procede el mal? Para un creyente, el interrogante es aún más profundo: si Dios, que es Bondad absoluta, lo ha creado todo, ¿de dónde viene el mal?
Las primeras páginas de la Sagrada Escritura (Gn 1-3) responden precisamente a esta pregunta fundamental, que interpela a cada generación humana. El libro del Génesis comienza con el relato de la creación y de la caída de nuestros primeros padres: Dios creó todo por amor y para que exista; en particular, Dios creó al hombre a su propia imagen y semejanza, como corona de la creación. Dios no creó la muerte, ni el pecado, ni el odio, ni el rencor, ni la mentira. La muerte entró en el mundo por envidia del diablo (cf. Sb 1, 13-14; 2, 23-24), que, rebelándose contra Dios, engañó también a los hombres, induciéndolos a la rebelión, a vivir sus propios caminos al margen de Dios, a ser dioses sin Dios. Es el drama de la libertad humana; una libertad que Dios acepta hasta el fondo por amor, incluido el rechazo de su propio amor. Pero el amor de Dios es tan grande, profundo, radical y fiel, que no abandona al hombre ni tan siquiera cuando éste rechaza su amor. En el preciso instante, en que el hombre rechaza el amor de Dios, Dios mismo promete que habrá un hijo de mujer que aplastará la cabeza de la antigua serpiente (Gn 3, 15).
Desde el principio, María es la Mujer predestinada a ser madre del Redentor, madre de Aquel que se humilló hasta el extremo para devolvernos a nuestra dignidad original. Esta Mujer, a los ojos de Dios, tiene desde siempre un rostro y un nombre: es la “llena de gracia” (Lc 1, 28). María es la nueva Eva, esposa del nuevo Adán, destinada a ser madre de todos los redimidos. En la oración colecta de hoy hemos rezado y confesado que Dios “preparó una digna morada para su Hijo y, en previsión de su muerte, la preservó de toda mancha de pecado”. María no sólo no cometió pecado alguno, sino que fue preservada incluso de la herencia común del género humano que es la culpa original, por la misión a la que Dios la destinó desde siempre: ser la Madre del Redentor.
El fundamento bíblico de la verdad de fe de la ‘Inmaculada concepción” se encuentra en las palabras del ángel a la joven de Nazaret: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). “Llena de gracia” es el nombre más hermoso de María; es el nombre que le dio Dios mismo para indicar que desde siempre y para siempre es la amada, la elegida, la escogida para acoger el don más precioso, Jesús, “el amor encarnado de Dios” (Deus caritas est, 12).
Por qué Dios escogió de entre todas las mujeres a María de Nazaret, es algo que pertenece al misterio insondable de la voluntad divina. Sin embargo, el Evangelio pone de relieve, ante todo, la humildad de la Virgen. Nos lo dice la misma Virgen en el Magníficat: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, (…) porque ha mirado la humildad de su esclava” (Lc 1,46.48). Sí, Dios quedó prendado de la humildad de María, que encontró gracia a sus ojos (cf. Lc 1, 30).
María vive su existencia desde la verdad de su persona, que es la de toda persona humana. Y esta verdad sólo la descubre en Dios y en su amor. María sabe que ella es nada sin el amor de Dios, que la vida humana sin Dios sólo produce vacío existencial. Ella sabe que el fundamento de su ser no está en sí misma, sino en Dios, que ella está hecha para acoger el amor de Dios y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios. María, la mujer humilde, aceptando su pequeñez ante Dios, dejando que Dios sea grande, se llena de Dios y queda engrandecida. La Virgen se convierte así en madre de la libertad y de la dicha. Dichosa por haber creído, María nos muestra que la fe en Dios es nuestra dicha y nuestra victoria, porque “todo es posible al que cree” (Mc 9, 23).
Maria, la Madre de Dios, es así por su fe y su santidad imagen y modelo de la Iglesia, elegida entre los pueblos para recibir la bendición del Señor y difundirla a toda la familia humana. Esta ‘bendición’ es Jesucristo. Él es la fuente de la gracia, de la que María quedó llena desde el primer instante de su existencia. Acogió con fe a Jesús y con amor lo donó al mundo. Esta es también nuestra vocación y nuestra misión, la vocación y la misión de nuestra Iglesia, de todos los bautizados: acoger a Cristo en nuestra vida y donarlo al mundo “para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
Las palabras del ángel “llena de gracia” encierran también el designio de Dios para todo ser humano. Dios nos ha creado ‘para que seamos santos e inmaculados ante él por el amor’ (Ef 1, 4). Por eso, Dios nos ha ‘bendecido’ antes de nuestra existencia terrena y ha enviado a su Hijo al mundo para rescatarnos del pecado y hacernos partícipes de su propia vida.
Por el bautismo, los cristianos ya participamos de la nueva vida de los hijos de Dios. La Palabra de Dios nos exhorta a acoger este don con fe y con una vida conforme al designio divino, como María, un designio que pide la perfección en el amor (cf LG 40b).
Todos estamos llamados a la santidad, que no es otra cosa que vivir en el amor de Dios y, desde él, amar a los hermanos. Sólo en la santidad, en la amistad, en el amor de Dios, en la unión con Él en Cristo encontraremos la verdadera libertad, dicha y felicidad. Este es el deseo de Dios para nosotros y es el deseo innato en nosotros. Sólo desde la santidad de la Iglesia, de sus miembros, de nuestras familias y comunidades será nuestra Iglesia diocesana realmente viva; sólo de este modo podrá ser evangelizadora y sólo desde ahí, podrá nuestra Iglesia seguir prestando al hombre y a la sociedad el servicio, que le es propio, en cumplimiento del mandato de su Señor: que la bendición de Dios en Cristo llegue a todos.
La santidad es dejarse conformar con Aquel que es Maestro y Modelo de santidad, Cristo Jesús. Y hacerlo siguiendo la estela de María. Nadie está excluido de la llamada de Dios a la santidad, a su amistad. Ninguna excusa, ni la dificultad de ese camino, ni el ambiente hostil, ni las atracciones del mundo o lo complejo de la vida moderna, puede aducirse para escamotear el destino de felicidad al que Dios llama al hombre. Existe la libertad de decir ‘no’. Pero al decir ‘no’, la persona se cierra al designio que Dios le tiene preparado, es decir, renuncia al amor, a la felicidad, a la vida. Decir ‘no’ es optar por una vida al margen de Dios, es optar por la muerte.
La santidad, la amistad con Dios, es el gran regalo de Dios para el ser humano. Por la Encarnación, del Hijo de Dios en el seno virginal de María Inmaculada, el amor de Dios se abre a la humanidad y hace posible restablecer, a niveles impensados, la amistad con Dios en la comunión de la Iglesia. Esta santidad es decisiva para la felicidad del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para alcanzar la plenitud. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. Dejémonos invadir por un deseo intenso de santidad, del amor de Dios y del amor a Dios en los hermanos. Vivamos con gozo y con gratitud el don de la fe y la vida cristiana. No tengamos miedo a ser cristianos, a acoger a Dios y su amor en nuestra vida.
María Inmaculada nos enseña cómo acoger el designio divino para llegar a ser santos, para llegar a ser felices. Al contemplarla, reconocemos la altura y la belleza del proyecto de Dios para todo hombre: ser santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1, 4), a imagen de nuestro Creador.
¡Qué gran don tener por madre a María Inmaculada! Una madre resplandeciente de belleza, transparente al amor de Dios. Mirando hoy a María Inmaculada, vienen a mi mente nuestros niños, adolescentes y jóvenes, que están creciendo en un ambiente saturado de mensajes que proponen falsos modelos de libertad y de felicidad. Nuestros muchachos corren el peligro de perder la alegría y la esperanza, porque a menudo parecen huérfanos del verdadero amor, que colma de significado y alegría la vida. Hoy pienso en los intentos de imponerles por ley ya desde la escuela un mundo sin Dios; pienso en los intentos de imponer un mundo escolar privado de todo símbolo cristiano sea el crucifijo sea el Belén sean los villancicos; pienso en la imposición en la escuela de una educación sexual, que tiene poco de educación y mucho de incitación al sexo fuera del contexto del amor humano.
María Inmaculada es la “Madre del amor hermoso”. Por desgracia, muchas experiencias nos demuestran que los adolescentes, los jóvenes e incluso los niños son víctimas fáciles de la corrupción del amor, engañados por adultos sin escrúpulos que, mintiéndose a sí mismos y a ellos, los atraen a los callejones sin salida del consumismo. Incluso las realidades más sagradas, como el cuerpo humano, templo del Dios del amor y de la vida, se convierten en objetos de consumo; y a esto se quiere inducir cada vez más pronto ya en la niñez y en la pre-adolescencia. ¡Qué tristeza cuando, en nombre de no se sabe qué progresismo, nuestros muchachos y muchachas pierden el asombro, el encanto de los sentimientos más hermosos, el valor del respeto del cuerpo, manifestación de la persona y de su misterio insondable! ¿Queremos de verdad un mundo así para nuestros hijos?
Contemplemos hoy a María, la Inmaculada, en toda su hermosura y santidad. Pidamos a la Virgen Inmaculada, que se avive hoy en nosotros la fe y el amor, el deseo de la santidad y amistad con Dios, la aspiración a la belleza, a la bondad y a la pureza de corazón. Su candor celestial nos atrae hacia Dios, ayudándonos a superar la tentación de una vida mediocre, hecha de componendas con el mal, para orientarnos con determinación hacia el auténtico bien, Dios y su amor, que son fuente de alegría.
¡Que de manos de María sepamos acoger en nuestras vidas al Dios que nos ama hasta el extremo en Cristo Jesús, hoy y todos los días de nuestra vida! Amén.
+Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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