Día de Navidad
Castellón, S.I. Concatedral, 25 de diciembre de 2009
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(Is 52,7-10; Sal 97; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18)
Amados hermanos y hermanas en el Señor!
“Os anuncio una gran alegría… hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11). Estas palabras del ángel a los pastores proclaman el gran acontecimiento, que hoy celebramos: el nacimiento de Jesús en Belén. El es el Mesías esperado, el Salvador de toda la humanidad, el Señor de tierra y cielo, de la historia y del universo. Jesús nace en una familia pobre, pero rica en amor. Nace en un establo, porque para Él no hay lugar en la posada (cf. Lc 2,7); es acostado en un pesebre, porque no tiene una cuna; llega al mundo ignorado de muchos, pero acogido y reconocido por los humildes pastores, que reciben con asombro el anuncio del ángel. Los ángeles revelan el misterio escondido en el nacimiento de este Niño y proclaman “gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc 2,14). La alabanza a lo largo de los siglos se hace oración que sube del corazón de todos aquellos, que siguen acogiendo al Hijo de Dios.
Es Navidad y celebramos con gozo el nacimiento del Hijo de Dios en Belén. “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn, 1, 14). Estas palabras de Juan expresan el motivo de nuestra celebración y de nuestra alegría navideña. El Niño que nace en Belén es la Palabra de Dios. Este Niño es Dios hecho hombre. Dios y Hombre, la divinidad y la humanidad, unidas en una sola persona: el Niño-Dios nacido en Belén.
Nace un Niño, que es el Hijo eterno del Padre, “reflejo de su gloria e impronta de su ser” (Heb 1,3), el Creador del cielo y de la tierra: en este acontecimiento extraordinario se revela el misterio de Dios. La Palabra de Dios, que ya existía desde un principio, toma carne en un momento de la historia. Y así Jesús, el Niño que nace en Belén de la Virgen María, es la Palabra pronunciada por Dios, la manifestación y revelación definitiva de Dios a los hombres. Jesús dirá más tarde, “el que me ve a mí, ve al Padre”.
El Niño, adorado por los pastores en la gruta de Belén, es “el Salvador del mundo” (cf. Lc 2,11). Sus ojos ven a un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre, y en aquella “señal”, gracias a la luz interior de la fe, reconocen al Mesías anunciado por los Profetas.
Ese Niño es el Emmanuel, “Dios-con-nosotros”, que viene a llenar la tierra de gracia y de amor, de luz, de verdad y de vida. Viene al mundo para transformar la creación. Se hace hombre entre los hombres, para que en Él y por medio de Él todo ser humano pueda quedar sano y salvado, pueda renovarse y alcanzar su plenitud. Con su nacimiento, nos introduce a todos en la dimensión de la divinidad: a quien lo acoge con fe le da la posibilidad de participar de su misma vida divina, de ser hijo de Dios (cf Jn 1,12).
“Os ha nacido un Salvador” (Lc 2,11). Con la venida de Cristo entre nosotros, la historia humana adquiere una nueva dimensión y profundidad. Es Dios mismo quien escribe la historia entrando en ella. En Navidad, Dios mismo abraza totalmente la historia humana, desde la creación a la parusía. El mundo, la historia y la humanidad recobran su sentido: no estamos sometidos a la fuerzas de un ciego destino o a una evolución sin rumbo; el fin de la humanidad no es otro sino Dios en Cristo Jesús. Por esto podemos cantar “los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios” (cf. Sal 97,1).
En Navidad nace Dios. La Palabra de Dios, hecha carne, es el mismo Dios. Dios mismo se revela, manifiesta y se pone a nuestro alcance en este Niño que nace en Belén. Y Cristo Jesús no es un fantasma o una ficción retórica, sino un hombre de verdad, de carne y hueso; no es un mito de la religión, no es una leyenda piadosa, sino alguien concreto, que provoca nuestra fe. Jesús es la epifanía de Dios. En Jesús y por Jesús, Dios sale a nuestro encuentro. En Jesús y por Jesús, Dios no es una idea ni un ser lejano, sino que es Dios con nosotros, en medio de nuestro mundo, inserto en nuestra historia personal y colectiva. Jesús es la manifestación de Dios. Sus palabras, sus acciones y su vida entera, recogida por los testigos en el evangelio, son palabras de Dios.
Y la Palabra de Dios es siempre eficaz, hace lo que dice. Por eso el nacimiento de Jesús culmina la plenitud de los tiempos, es el cumplimiento de la promesa de Dios, promesa de salvación para todos los hombres. En el nacimiento de Jesús Dios pone su tienda en medio de la humanidad, haciéndose solidario de todos. Dios se hace nuestro prójimo y el prójimo deviene el punto de mira que nos orienta y conduce a Dios. Jesús unirá indisolublemente el amor a Dios y el amor al prójimo, de modo que ya no serán -para los creyentes- sino dos caras de la misma moneda.
En Navidad nace Dios. Y Dios nace para todos los hombres -también para los hombres de nuestro tiempo- en este Niño que trae la salvación al mundo, el amor de Dios, la alegría y la paz para todos. El nacimiento de Jesús es el encuentro de Dios con los hombres, pero es también el encuentro del hombre -de todos los hombres- con Dios. El Niño Dios nacido en Belén nos abre definitivamente a todos los hombres el camino hacia Dios. Así nos abre la posibilidad de alcanzar la suprema aspiración del hombre: ser como Dios. Pues dice Juan que a cuantos lo recibieron les dio el poder ser hijos de Dios, no por obra de la raza, sangre o nación, sino por la fe: si creen en su nombre (cf. Jn 1, 12). Por eso Navidad es la gran proclamación del amor de Dios y de la dignidad del hombre. El hombre sólo es digno de Dios y la gloria de Dios es que el hombre viva (S. Irineo): él es hechura suya, creado por amor y para el amor de Dios sin límites. Esa es la verdadera dignidad de toda persona, fundamento de todos lo derechos humanos.
Por todo ello, la Navidad es causa de alegría para todos. Los ángeles anuncian “una gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Alegría a pesar de la lejanía de casa o de la pobreza del pesebre, de la indiferencia del pueblo o de la hostilidad del poder. Alegría a pesar de todo, porque “hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador” (Lc 2, 11). De este mismo gozo participa la Iglesia entera: y las tinieblas jamás podrán apagarla. El creyente acoge y anuncia la alegría a todos: a propios y a extraños, a los sanos y a los enfermos, a los pobres y a los atribulados, al que sufre soledad, paro o marginación. La Navidad es causa de nuestra alegría a pesar de la indiferencia de una sociedad narcisista y hedonista que no quiere saber nada del Dios que nace para ofrecerle la verdadera vida; causa de alegría a pesar de la hostilidad de los poderosos, que intentan marginar al Dios que nace el Belén o que reniegan de las raíces cristianas de nuestro pueblo.
En Navidad celebramos el misterio del amor de Dios. Del amor de Dios Padre, que envía al mundo a su Hijo unigénito, para darnos su propia vida (cf. 1 Jn 4, 8-9). Es el Amor del Emmanuel, “Dios con nosotros”, que ha entrado en nuestra historia, que camina con nosotros, que quiere darnos vida y vida en abundancia. El Príncipe de la paz, que nace en Belén, dará su vida en el Gólgota para que en la tierra reine el amor; un amor que se ofrece a todos, un amor que está a la puerta y llama con insistencia para que le abran incluso los alejados, los indiferentes o los que le rechazan.
La Navidad es misterio de paz. Conscientes de la divinización del hombre, gracias al misterio del Hijo de Dios hecho hombre, la Navidad nos compromete a «humanizar” este mundo, nuestra sociedad, para que ajuste al deseo de Dios, a su plan de salvación para todos los hombres. Desde la gruta de Belén se eleva una llamada apremiante para que la humanidad no caiga en la sospecha o en la desconfianza recíproca, para que se supere toda violencia verbal, doméstica o terrorista. Navidad nos invita y apremia a la reconciliación mutua, basada en el perdón sincero y el diálogo mutuo, que ayuden a superar las tensiones entre las personas o la crispación en nuestra sociedad. Navidad nos invita a buscar lo que nos une y a no hacer de las diferencias motivo de separación. Navidad nos llama a trabajar por el bien común de todos, basado en el respeto de la dignidad de toda persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural, y en su desarrollo y educación integral. Navidad llama a los creyentes y a todos los hombres de buena voluntad a construir la paz basada en la justicia, superando toda forma de intolerancia, discriminación y egoísmo.
Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, nos invita con fuerza a entrar en una vida nueva, la que Él mismo nos da en abundancia. El hombre moderno dice no necesitar de Dios; la época presente se empecina en vivir de espaldas a Dios. Pero el hombre permanece siempre el mismo; se hace siempre las mismas preguntas; sufre y necesita amar y ser amado; busca seguridad y reclama consuelo en su desvalimiento. Cuando pasa el frenesí del momento, se da cuenta de que es barro, frágil y limitado. En Navidad, Dios sale nuestro a nuestro encuentro porque nos ama. Es preciso dejarse encontrar por Dios, ponerse en camino como los pastores o los magos del Oriente y encontrarlo en el “niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre”. Jesús es y nos trae una Buena Noticia. Alegrémonos, porque la salvación ha venido por Jesucristo al mundo y algo ha cambiado definitivamente desde entonces. Y algo puede y debe cambiar también en nuestra vida, si contemplamos, acogemos y adoramos al Niño-Dios, nacido en Belén.
Que tengamos los ojos de María para descifrar el misterio que se oculta tras la fragilidad de los miembros del Hijo. Que sepamos reconocer su rostro en los niños y mayores de toda raza y cultura. Que seamos testigos creíbles de su mensaje de paz y de amor, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo reconozcan en ese Niño al único Salvador del mundo, fuente inagotable de la paz verdadera, a la que todos aspiran en lo más profundo del corazón.
Dios ha nacido para nosotros, ¡venid a adorarlo!. Feliz y cristiana Navidad para todos. Amén.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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