Apertura del Curso Pastoral
Iglesia del Seminario Diocesano ‘Mater Dei’
27 de septiembre de 2008
Siguiendo la llamada del Señor iniciamos este nuevo curso pastoral. Y lo hacemos desde la Eucaristía, centro y cima de la vida de todo cristiano, de toda comunidad cristiana y de la misma Iglesia: aquí en la Eucaristía esta la fuente de nuestra comunión y de nuestra misión.
Al poner en marcha este curso un nuevo Plan Diocesano de Pastoral, el Salmista nos invita a “aclamar al Señor” (Sal 95). Por este nuevo Plan damos gracias a Dios y bendecimos su nombre: es un nuevo don de Dios a nuestra Iglesia Diocesana; obra de muchos de nosotros para el bien de todos, surgido de la oración y de la reflexión, no podemos por menos de ver en este Plan la mano amorosa del Señor. Visto con ojos de fe, es el sendero que el Señor nos señala como Iglesia suya en este momento concreto de la historia; en nuestra reflexión y trabajo, el Señor mismo es quien nos llama, nos guía y nos alienta por la fuerza de su Espíritu. Acojámoslo, pues, con corazón agradecido, dispuestos a escuchar su palabra y a seguir sus caminos.
“Felipe bajó a la ciudad de Samaría y predicaba allí a Cristo” (Hch 8,5), así hemos escuchado en la primera lectura. Predicar a Cristo: Este el programa de siempre y siempre nuevo de nuestra Iglesia. No nos hemos dado en el PDP un nuevo programa. “El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el evangelio y la tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste” (NMI, n. 29). La tarea de nuestra Iglesia es la evangelización: llevar a Jesús y su Evangelio de amor y de vida a todas las gentes. Jesucristo es la Luz de las gentes, el Camino, la Verdad y la Vida del mundo.
Pero este anuncio se dirige siempre a unos hombres y mujeres concretos, en una situación histórica, social y cultural determinada. Como Iglesia diocesana nos hemos preguntado, cómo podemos hoy cumplir nuestra misión, siendo fieles a Jesucristo y a su Evangelio en la Tradición viva de la Iglesia y atendiendo, a la vez, al hombre actual en una situación social y cultural concreta.
Si miramos a nuestra sociedad y a nuestra Iglesia actuales detectaremos luces y sombras. Junto a muchas cosas buenas, que se dan entre nosotros, hay realidades especialmente preocupantes. Vivimos en una sociedad, en la que la mayoría están bautizados, pero con un índice de práctica religiosa bajo y descendente. Entre nosotros avanza la increencia, la indiferencia religiosa y la apostasía silenciosa y también explícita de la fe. El número de quienes plantean y viven su existencia al margen de Dios, de Cristo y de los valores evangélicos, se va extendiendo en nuestra sociedad; la secularización va calando también las entretelas del alma de muchos cristianos, niños, jóvenes y adultos, de nuestras familias e, incluso, en la mente y en el corazón de los pastores.
Junto a una participación muy alta de niños en la catequesis de primera comunión y aún alta en la de la confirmación, es muy débil el proceso de maduración personal en la fe y en la vida cristiana. La transmisión de la fe a los niños, adolescentes y jóvenes, como algo que dé sentido global a su vida presente y futura, es cada vez más escasa en las familias y se hace cada día más difícil en las comunidades. Podemos constatar un debilitamiento de la fe y vida cristiana de nuestros fieles, un alejamiento progresivo de la vida en la comunidad eclesial por parte muchos cristianos, especialmente de jóvenes, de matrimonios jóvenes y de familias. Nuestros cristianos y nuestras comunidades cristianas adolecen no pocas veces de vigor evangelizador en su vida y en su misión transformadora del mundo. No querría ser negativo, pero así se deduce de las aportaciones que habéis hecho en la preparación de este Plan.
Por todo ello creemos que, para acometer hoy con nuevo ardor la tarea permanente y siempre nueva de la evangelización, es prioritario ayudar a descubrir, valorar y fortalecer la vocación cristiana de todos los fieles y de las comunidades cristianas; ayudar a los jóvenes, a los matrimonios y a las familias cristianas a acoger y vivir la propia vocación; hemos de promover y fortalecer las vocaciones al laicado adulto, a la vida consagrada y al ministerio ordenado. En el momento que vive nuestra Iglesia y nuestra sociedad es, sobre todo, urgente que los cristianos redescubramos, fortalezcamos y vivamos nuestra propia identidad cristiana, nuestra vocación personal y eclesial. Sólo una Iglesia viva y evangelizada en sus miembros y en sus comunidades, sólo una Iglesia vivificada por el Espíritu del Señor en su fe, en su esperanza y en su caridad, desde la escucha obediente y orante de la Palabra de Dios, la celebración de los Sacramentos de la gracia y el compromiso caritativo y social de sus miembros y de sus comunidades, tendrá el vigor necesario para evangelizar nuestro mundo.
“Os ruego que andéis como pide la vocación a que habéis sido convocados”, así exhorta san Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 4,1). La vocación, de que habla aquí san Pablo, no es cuestión de unos pocos. La exhortación va dirigida a todos los cristianos porque todos somos llamados: a los niños y los adolescentes, a los jóvenes y a los adultos.
En la base de todo existe una vocación común: todos hemos sido llamados a la Vida de Dios, a la santidad. Dios, al crearnos por puro amor y gratuidad, nos llama a la vida, y una vida en plenitud. “Antes de formarte en el vientre te escogí” (Jer 1, 4). Esa es nuestra identidad: somos hijos suyos, creados a su imagen y semejanza y llamados a participar de su propia vida. Por esta vocación, que es personal e irrepetible, cada uno podemos vivir en comunión con Dios, siendo capaces de dialogar con Él, de colaborar con Él. Nuestra vida es un proyecto, y un proyecto posible: es llamada de Dios, deseo de Dios.
El camino para ello es la fe en Cristo y el Bautismo, la vida de unión con Él, alimentada en la escucha orante de su Palabra y la participación frecuente en los Sacramentos de la gracia, la santidad de vida, la perfección en el amor. Como cristianos estamos llamados a la unión con Cristo en una vida según la novedad de la gracia recibida por la regeneración de las aguas bautismales. La llamada de cada uno de nosotros en Cristo es personal y está inscrita desde siempre en un proyecto que el Padre tiene para cada uno de nosotros. Esta llamada a realizar la propia vida en comunión con el Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo es la suprema realización individual y comunitaria del hombre. Y esta llamada, hermanos, se actúa en la Iglesia, que es el “sacramento” de salvación para todos los hombres (LG 1), lugar de la presencia del amor de Dios manifestado y realizado en Cristo. La unión con Cristo se realiza en la comunidad de los creyentes, en la Iglesia. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, una sola fe, un solo Señor, un solo bautismo, un Dios, Padre de todo, nos dice San Pablo (cfr. Ef 4-6). No es posible separar a Jesucristo de su cuerpo, la Iglesia, ni a la Iglesia de Cristo, su cabeza. Todo intento de vivir la vocación cristiana al margen de la Iglesia, de su vida y de su misión, nos alejará de Cristo, nos llevará al fracaso.
Por otra parte, cada cristiano tiene su lugar propio en la vida de la Iglesia y en su misión de evangelizar, y realiza su propia misión por medio del don particular recibido del Espíritu Santo. “A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo” (Ef 4,11). Este don del Espíritu Santo es lo que especifica, lo que hace personal e irrepetible la vocación común a todos. De la variedad de carismas nacen las diversas vocaciones específicas: al ministerio ordenado, a la vida consagrada, a la vida laical en el mundo, al matrimonio y a la familia, a la virginidad consagrada. Todo cristiano que quiera ser fiel a la llamada del Señor y al don del Espíritu, ha de acoger y realizar su propia vocación específica.
Las diversas vocaciones específicas son complementarias, se completan mutuamente. Este hecho requiere que conozcamos las diversas vocaciones con las que el Espíritu Santo enriquece hoy a nuestra Iglesia; pero también requiere que las acojamos, respetemos, valoremos y promovamos. Como Iglesia debemos preocuparnos del desarrollo de todas las vocaciones que suscita el Espíritu Santo para el bien de toda nuestra Iglesia, de sus miembros y de sus comunidades. Todas las vocaciones están al servicio del crecimiento de la comunión eclesial y al servicio de su misión evangelizadora; son modalidades diversas que se unifican profundamente en el “misterio de comunión” de la Iglesia y están, como ella, al servicio de la misión. En la variedad de las vocaciones se manifiesta la riqueza infinita del misterio de Cristo.
Toda vocación es un don al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia. Dios llama a cada uno para que sea la manifestación de la Buena Nueva, de su amor a la humanidad, según la vocación recibida. Por eso Dios llama para enviar a cada uno al servicio de sus hermanos, en la Iglesia y en el mundo, uno servicio determinado por los dones particulares con que lo ha enriquecido.
En el evangelio de hoy, Jesús le pide a Pedro: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar” (Lc 5,4). La respuesta de Pedro está llena de escepticismo; la invitación del Señor le parece descabellada, incluso absurda. La pesca tiene sus horas propicias, fuera de las cuales es inútil intentarlo; ellos se han pasado toda la noche pescando, y no han tenido resultado alguno. Pero, “puesto que Tú lo dices, echaremos las redes” (Lc 5,5). Es decir, Pedro se fía de la palabra de Jesús, confía plenamente en Él, más que en la lógica de su experiencia de pescador. Y el resultado de la acogida de la palabra de Jesús, de su confianza plena en Él, es un resultado imprevisible e impensable.
Al comenzar un nuevo curso y un nuevo Plan Diocesano de Pastoral, el Señor nos invita de nuevo a recuperar el amor primero, a volver nuestra mirada a Él, a confiar en su palabra, a contar con su presencia en medio de nosotros. Él nos dice hoy de nuevo: “remad mar adentro” y “echad de nuevo las redes” en el amplio mar de vuestra vida, de las comunidades, de la sociedad. Él nos invita a acoger y a reavivar el don de la propia vocación personal y comunitaria. El Señor nos llama a echar de nuevo las redes de su Evangelio para que llegue a nuestras comunidades, a los jóvenes y a las familias, a la sociedad y al mundo.
Frente a nuestros cansancios y temores, ante una situación religiosamente adversa o indiferente a la propuesta del Evangelio, ante nuestro escepticismo, acojamos la invitación del Señor, fiémonos de su palabra y se hará posible lo que humanamente parece impensable. Fiados de su palabra avivemos nuestra confianza en Él y retomemos el aliento necesario para el camino. Y digamos con Pedro. “En tu nombre, Señor, echaremos las redes”.
Miremos a María, Madre de la Iglesia, que hoy también nos dice: “Haced lo que Él os diga”. Bajo su amparo maternal pongo a toda nuestra Iglesia al comienzo de este curso y al inicio de esta nueva etapa pastoral. ¡Que ella nos guíe, nos aliente y nos proteja a todos en nuestro peregrinaje en la fe, en el seguimiento de su Hijo según la propia vocación y en todo nuestro trabajo pastoral!
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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