Fiesta de la Inmaculada Concepción de María
Segorbe, S.I. Catedral-Basílica, 8 de diciembre de 2008
Un año más, el Señor nos convoca para celebrar la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. La palabra de Dios, que en este día nos propone la liturgia de la Iglesia, nos invita a contemplar a María y, en ella, el rostro amoroso de Dios Padre, manifestado en su Hijo, y el verdadero rostro de todo hombre, llamado a ser hijo de Dios en su Hijo para alabanza de la gloria de Dios. Hoy queremos sentir de un modo especial la presencia de la Inmaculada, la criatura amada y llena de gracia, la aurora de la salvación y la madre de la esperanza.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28). Estas palabras de saludo del Ángel Gabriel a María revelan lo que Dios había hecho con la que estaba destinada a ser Madre virginal de su Hijo: llenarla de su gracia desde el momento mismo de su concepción. La fe de la Iglesia verá revelado el dogma de la Inmaculada Concepción en el rico contenido de estas palabras; una verdad de fe que la Iglesia irá descubriendo a lo largo de los siglos en un creciente reconocimiento espiritual y teológico y que culminará en las palabras del Papa Pío IX:“… la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (DS 2803; CICa 491).
La Concepción Inmaculada de María nos remite a Dios. En la Madre de Jesús, primicia de la humanidad redimida, Dios obra maravillas, colmándola de su gracia y preservándola de toda mancha de pecado. “Para ser Madre del Salvador María fue ‘dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante’ (LG 56). … Para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios” (CICa 490).
María es la llena de gracia de Dios. La plenitud de la gracia de María es un don totalmente gratuito del amor de Dios. La gracia de Dios la hace santa, hija de Dios y heredera del Cielo. Esta gracia la hace “partícipe de la naturaleza divina” (2 Ped 1,4). Por este don de gracia, la Trinidad Santa habita en ella de una manera especial, María llega a ser templo de la divinidad y queda vivificada por la vida divina. María tiene la dicha de poseer esta vida divina desde el momento mismo de su Concepción y para siempre.
María, toda Ella, es obra de la gracia de Dios. Después de la humanidad santísima del Verbo encarnado, María es la obra más perfecta de Dios. Todas las grandezas y privilegios que hay en María son verdaderos dones de Dios y frutos su gracia. El ángel Gabriel no la llama por su nombre, sino que la saluda con el título de ‘llena de gracia’ indicando lo que más la caracteriza ante Dios.
María es la llena de gracia desde el momento mismo de su Concepción. Y tenía que ser así, porque la gracia de María tenía que corresponder a la misión y dignidad para la que Dios le había elegido. María es en verdad Madre del Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador. Y a esta misión y dignidad incomparables debía corresponder una santidad sin igual. Por su intima comunión de vida y de destino con Cristo, la Virgen María se ha visto rodeada desde el primer momento de su existencia por el amor del Padre, por la gracia del Hijo y por los esplendores del Espíritu. María ha sido preservada de toda sumisión al mal o connivencia con él.
Pero el don que María recibe de Dios no permanece inerte en ella, sino que provoca en ella una respuesta de fe total al Dios santo que la ha santificado. María acoge el Amor de Dios, y le corresponde con la entrega de todo su ser, con una adhesión total de su persona al designio de Dios, con una disponibilidad plena y en obediencia fiel a la voluntad de Dios. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1,38)
Con la Concepción Inmaculada de María se inicia el capítulo culminante de la historia de la salvación: la Encarnación del Hijo Unigénito de Dios, que nos redime y nos salva. En la concepción purísima de María tiene lugar un acontecimiento sin igual en la historia del hombre. En la persona de esta mujer, elegida entre los sencillos de Israel, el ser humano adquiere de nuevo todo el esplendor de la imagen de Dios, empañada por el pecado. Todo ser humano es creado por un acto amoroso de Dios como imagen suya y está destinado desde el principio a la vida de comunión con Dios para siempre y para alabanza de su gloria (cf. Ef 1, 4.11). María es así “la aurora de la salvación”, en quien empiezan ya a florecer, en previsión de la obra redentora de su Hijo, los más espléndidos frutos de santidad y de vida nueva.
Con María ha dado comienzo la historia de la humanidad salvada y, por ello, de la nueva humanidad. Las palabras del saludo del ángel “llena de gracia” encierran el singular destino de María; pero también indican el plan de Dios para todo ser humano. La ‘plenitud de gracia’, que para María es el punto de partida, para todos los hombres es la meta. Dios nos ha creado “para que seamos santos e inmaculados ante él” (Ef 1, 4). Por eso, Dios nos ha bendecido antes de nuestra existencia terrena y ha enviado a su Hijo al mundo para rescatarnos del pecado y hacernos partícipes de su propia vida.
En la concepción Inmaculada de María se inicia el esclarecimiento del misterio del hombre a través del Misterio de Cristo: “Realmente el misterio del hombre -dice el Concilio Vat. II- sólo se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (LG 22). De ahí que Cristo sea “el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última” (NMI, 5).
Pero ¿nos dicen algo hoy estas palabras? También nosotros somos muchas veces víctimas de una mentalidad que pretende entender al hombre, el mundo y la historia al margen de Dios y sin referencia alguna a Él. Es la tragedia de nuestros días. Como ya ocurriera en los orígenes, el hombre se ha convertido en absoluto y rechaza a Dios. Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI, en este relato del Génesis aparece cómo el hombre, tentado por las palabras de la serpiente, abriga la sospecha de que Dios, en definitiva, le quita algo de su vida, que Dios es un competidor que limita su libertad, y que sólo será plenamente ser humano cuando lo deje de lado; es decir, que sólo de este modo podrá realizar plenamente su libertad. El hombre vive con la sospecha de que el amor de Dios crea una dependencia, que ha de suprimir para ser plenamente él mismo. El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Él quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas. No quiere contar con el amor que no le parece fiable. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida. Al hacer esto, se fía de la mentira más que de la verdad, y así se hunde con su vida en el vacío, en la muerte.
En el día de la Inmaculada debemos aprender que el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, que no pierde su libertad. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, porque gracias a Dios y junto con él se hace grande, se hace divino, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta.
En María se realiza el designio de Dios sobre el ser humano. Ella es motivo para la esperanza. Pese al pecado, que no acoge la vida de Dios, no será el pecado y ni la muerte los que tengan la última palabra en la vida del hombre, de la sociedad y de la historia. La última palabra corresponde a Dios, a su Vida, a su Amor.
La Concepción Inmaculada de María es el comienzo de un mundo nuevo animado por el Espíritu. La Inmaculada nos recuerda que Dios ama a todos los hombres de un modo personal. La fiesta de la Inmaculada cobra así un significado muy particular para la Iglesia y para cada cristiano. María ilumina los pasos de nuestra peregrinación hacia el Padre, nuestra llamada a la santidad, que no es otra cosa sino vivir la comunión con Dios y la comunión con los hermanos.
En este día de fiesta queremos dar gracias al Señor por el gran signo de su bondad que nos dio en María, su Madre y Madre de la Iglesia. Queremos implorarle que ponga a María en nuestro camino como luz que nos ayude a convertirnos también nosotros en luz y a llevar esta luz en las noches de la historia. Este es el deseo que os expreso hoy a todos, invitándoos a entrar con empeño en el Adviento de manos de María, para poder celebrar con ella también la alegría de la Navidad.
+ Casimiro López Llorente
Obispo de Segorbe-Castellón
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